Serie de la semana: Emily en París

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"Emily en París". Foto: Netflix

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La segunda temporada, la serie protagonizada por Lily Collins ya está disponible en Netflix

"Emily en París". Foto: Netflix
"Emily en París". Foto: Netflix

En uno de los primeros episodios de la segunda temporada de Emily en París, el personaje central recibe una carta escrita en la que la califican de “sociópata analfabeta”. Un insulto tan fuerte que en cualquier otra ficción provocaría la indignación cuanto menos de quien lo recibe. Sin embargo, en el universo de la ficción de Netflix, ya parece ser verdad aceptada e indiscutida que la pizpireta protagonista no es, para ser elegantes, demasiado inteligente. Desde que se estrenó la serie creada por Darren Star encabezada por Lily Collins, las redes se llenaron de rumores que aseguraban que la única explicación para tener un personaje tan irritante e ignorante al frente de la trama era que sus guionistas detestaban a la actriz que lo interpreta. Una impresión que lejos de corregirse parece confirmarse en los nuevos episodios ya disponibles en la plataforma.

Tal vez el espectador optimista -una rara avis que existe aunque no se lo aviste demasiado seguido- tenía esperanzas de que el programa torciese el ridículo rumbo que emprendió en su primera temporada y esperaba que ante las muchas críticas que recibió la serie, representante además de la debacle de los premios Globo de Oro- para los que fue nominado luego de que los periodistas de la asociación que los entrega fueran invitados a pasar un fin de semana de lujo en la capital francesa-, su segunda temporada fuera mejor que la anterior. Y, lamentablemente, no es así. De hecho, es peor si se tiene en cuenta que tuvieron la posibilidad de mejorar y no lo hicieron. Claro, el éxito en términos de espectadores puede haber tenido algo que ver con la persistencia de todos los malos hábitos de la producción a la que no parece importarle que la ficción sea un símbolo del hate-watching, ese ritual de consumo de programas que se miran solo para odiarlos con rabia.

A pesar de que en el relato no haya pasado mucho tiempo desde que Emily llegó a París, si transcurrió lo suficiente para que, por ejemplo, haya completado el primer nivel de francés básico en el que se inscribió la joven de Chicago una vez que se dio cuenta que ¡sorpresa! el idioma podía serle de utilidad viviendo en la capital francesa.

Claro que como se ocupan de señalar en la nueva temporada, que sus compañeros de clase estén por empezar el segundo curso no significa que Emily también vaya a hacerlo. No, ella debe repetir, algo que asegura, nunca le había pasado antes. Y aunque dada su evidente falta de luces eso resulta difícil de creer, los personajes franceses lo aceptan como justificación de la pobre opinión que tienen de los Estados Unidos y sus habitantes. Si, una vez más en Emily en París, los parisinos son arrogantes, amorales, fuman sin parar y, horror de los horrores, no trabajan los fines de semana. ¡Por ley!, los guiones le hacen afirmar con vehemencia una y otra vez a los compañeros de trabajo de la protagonista, como si las leyes laborales francesas fueran el chiste más gracioso que se les pudo ocurrir, una excentricidad más -como comer caracoles y no usar anillos de casado- de las que reirse desde Hollywood.

En la nueva temporada, además de reafirmar las dificultades de Emily por entender cómo funciona el mundo real en general y Francia en particular -su única referencia sobre la justicia local es lo que recuerda del destino de Jean Valjean, el protagonista de Los miserables, el musical, no la novela, por supuesto-, los guionistas se ocupan de apuntar sus flechas al corazón de la cultura francesa dedicando todo un episodio a recrear, a su torpe modo, la película Jules y Jim, de François Truffaut. Que Emily no entienda el idioma ni el lenguaje poético del film era de esperar pero que su puesta en escena aparezca imitada en la serie para contar el conflicto entre ella, su vecino Gabriel y Camille, la novia de él, resulta una de las últimas gotas del vaso lleno de absurdo que es la serie.

Su frenesí iconoclasta no da tregua al punto de quedar al borde de la parodia. Una sátira en la que una adolescente en el cuerpo de una mujer de 29 años, que tiene los recursos para vestirse con el guardarropa de peor gusto, más allá de sus marcas, se muda a París y se comporta como si el trabajo y los vínculos emocionales sucedieran solo de casualidad y con mucha suerte de por medio. Y a la que en ningún momento se le ocurre que, como le dice a Emily su caustica jefa Sylvie: “Podría empezar aprendiendo francés”. Si esa era la intención de los guionistas hay que decir que la segunda temporada de Emily en París es un éxito rotundo. Aunque si, como parece, pretenden que nos lo tomemos en serio, se trata de una hazaña solo alcanzable por los señores de los Globo de Oro, viaje a París mediante, por supuesto.

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