Los lectores que ya han cumplido 100 años —que serán pocos— recordarán el enigma que, durante varias semanas, rodeó al episodio conocido como ‘la degollada de la Rambla Wilson’. Aunque no haría falta haber vivido un siglo para saber del caso a grandes rasgos, porque el célebre crimen es uno de los sucesos pavorosos que más veces ha sido recreado en libros y recopilaciones de crónicas rojas.
Cien años exactos se cumplieron, el pasado 28 de abril, del asesinato de la misteriosa mujer cuyo cadáver estuvo varios días en la morgue sin que nadie —ni pariente ni allegado— la echara de menos o denunciara su ausencia. Parecía que la víctima hubiera caído del cielo como un meteorito para posarse inmóvil sobre las rocas de la rambla montevideana, frente a las canteras del Parque Rodó.
El 5 de mayo de 1923, el diario El País daba cuenta de “La misteriosa tragedia de la Rambla Wilson” y se preguntaba: “¿Quién es la mujer degollada?”. Acompañaba a la nota, una fotografía de cuerpo entero del cadáver en la morgue, que chocaba no solo por su carácter truculento, sino porque se destacaba al lado de otra crónica social titulada: “La Princesa de Borbón, de paso por Buenos Aires, habla de su vida actual, perfectamente burguesa”. Así eran los diarios de la época: cada página era un cambalache informativo.
“Todos se han enterado que hace algunos días fue hallado en el roquedal de la Rambla Wilson, a la altura de las canteras, el cadáver de una mujer que había sido degollada. La víctima presentaba heridas en la cabeza producidas por golpes y un tajo de más de 10 centímetros de lado a lado del cuello. El más impenetrable misterio rodeó al suceso y hasta el momento, a pesar de los días transcurridos y de la acción de los funcionarios a cargo de don Tácito Herrera, tampoco ha sido posible siquiera identificar a la víctima…”, rezaba el artículo.
“Se trata de una mujer joven y aunque la fotografía no lo demuestra por haber sido tomada muchas horas después de hallado el cadáver, los rasgos fisonómicos de la extinta la hacían una mujercita no mal parecida”, redactaba el periodista, y pasaba a describirla: “de cutis trigueño claro, representa de 22 a 24 años de edad, cabello castaño claro…”.
Ninguna noticia del crimen volvió a publicarse hasta cinco días después. El 10 de mayo, bajo el título “La incógnita de la degollada de la Rambla Wilson”, el autor del artículo, a falta de nuevos datos, abultaba el texto con disquisiciones de este calibre: “Continúa siendo tema de comentarios el bárbaro asesinato… Una mujer joven que, a pesar de los días transcurridos, no ha podido ser identificada… No culpamos a la policía de no dar con el autor o los autores de la tragedia. Los agentes comandados por don Tácito Herrera han echado el resto buscando esclarecer el crimen. Nos consta que, más de una vez, los majestuosos mostachos del comisario han perdido la línea mosqueteril después de seguir una pista infructuosa”.
El cadáver, en tanto, continuaba depositado en la morgue, aseado y con su atuendo limpio, a la vista de un desfile de gente que se acercaba con el propósito de procurarle un nombre. Entre la callada y curiosa concurrencia cabe mencionar a una mujer —María Angélica Ferraris— que no conocía a la muerta, aunque había de jugar un papel clave más adelante.
Exhibición de un maniquí de la "degollada de la rambla Wilson"
El caso era un rompecabezas al que le faltaba la pieza central: el nombre de la víctima. La Policía no podía tirar de ningún hilo porque carecía de ovillo. Primero debía identificar el cadáver.
Y aquí, al jefe de Investigaciones se le ocurrió una idea original. Mandó llamar a un escultor que elaboró una mascarilla del rostro de la mujer y, con ella, se encargó a la casa Ortega la confección de un maniquí del tamaño de la difunta. Las primeras fotos del rostro aparecieron en la prensa el 18 de mayo.
“En el día de hoy —decía la noticia— el maniquí se expondrá en el local de la Policía de Investigaciones, en la calle San José, y ante él se hará desfilar en primer término al elemento maleante de los bajos fondos… Mañana, el maniquí será exhibido en la vidriera de un comercio central”.
De la muñeca de cera también se filmaron películas que se pasaron en todos los cines del país, aunque esos esfuerzos no obtuvieron resultado alguno.
Desde fines del mes de mayo se producían aglomeraciones en 18 de Julio y Andes frente al comercio Al Signo Rojo, del sastre Francisco Cammarano, en cuya vidriera aparecía de pie el maniquí de la difunta con el vestido de color crudo, abotonado en la espalda, que llevaba el día de su muerte.
Pasaban las jornadas y cuando la policía ya perdía la esperanza de identificar a la joven degollada, llegó a conocimiento del jefe de Investigaciones que un matrimonio judío de origen ruso, domiciliado en la esquina de Río Branco y Mercedes, habría reconocido las ropas del maniquí. En efecto, la difunta había sido empleada doméstica de Bernardo Litvan y su esposa, y se había despedido de la familia el 28 de abril, la tarde del día del crimen.
La víctima desconocida ya tenía un nombre: Petrona López.
Una serie de coincidencias
Cuando la policía interrogó a la señora Litvan, ésta dijo que el parecido de la figura con su empleada Petrona era notable, pero la hacían dudar “algunas diferencias” en el rostro. Por supuesto, el maniquí tenía un maquillaje —labios pintados, colorete en los pómulos, ojos delineados— que no se correspondía con el aderezo usual de su mucama.
La señora Litvan, sin embargo, pudo establecer varias coincidencias que reforzaron la convicción de la policía de hallarse frente a la verdadera víctima. A continuación, se enumeran algunas tal como fueron registradas en la prensa:
- 1ª coincidencia: Antes de partir, la joven Petrona López cobró en la casa de la familia Litvan la suma de 10 pesos correspondiente a un mes de sueldo. Esa cantidad le fue pagada en papeles de un peso. En efecto, la joven muerta tenía en un pañuelito escondido en su seno diez papeles de a peso.
- 2ª coincidencia: El pañuelito, como fue descrito por la señora Litvan, “tenía bordada una florcita en una esquina”; lo cual coincidía con el pañuelo encontrado en el cadáver.
- 3ª coincidencia: Petrona López vestía, la tarde en que abandonó la casa de Litvan, un vestido “de seda cruda, con un lazo”, como el que tenía la joven muerta.
- 4ª coincidencia: Hacía unos ocho días que Petrona López había mandado componer sus botines. En efecto, los zapatos de la muerta presentaban un remiendo reciente.
- 5ª coincidencia: La señora Litvan dijo que a la joven “le faltaban los dientes; algunos, por lo menos”. La joven muerta solo tenía un diente.
- 6ª coincidencia: Petrona López tenía afición por los tejidos de mano; y en ese trabajo se lo pasaba todo el tiempo que tenía libre de tareas en la casa. “Esta referencia no deja de tener importancia”, resaltó el periodista, “ya que las puntillas del corpiño, de la enagua y del calzón, fueron hechas a mano. Y si se tiene en cuenta que las yemas de los dedos de la joven encontrada en la Rambla Wilson tenían huellas de la punta de la aguja, el dato es otra coincidencia”.
Y así, hasta registrar una veintena de coincidencias que confirmaron que el cadáver hallado en la mañana del 29 de abril pertenecía a Petrona López.
Petrona vista por la patrona
La señora Litvan describió a su empleada, que servía en la casa desde comienzos de ese año, como una mujer silenciosa: “Petrona no conversaba sino lo necesario, no reía sino pocas veces y no cantaba nunca, a pesar de ser una mujer joven y no mal parecida”.
“Cuando terminaba con el trabajo diario se iba al altillo, donde escribía cartas o hacía crochet. Tampoco hablaba de su familia, sino vagamente, diciendo que era de afuera; y que era de campaña se notaba, porque no solo se conducía de una manera rústica, sino que, además, tenía una entonación muy campechana al hablar”.
Desde que estuvo en casa de los Litvan, la empleada recibió solo dos cartas; no venían por correo sino por mensajero. “Leía las cartas con mucha atención, pero bastaba que una persona pasara cerca de donde ella se encontraba para que se las guardara en el seno y continuase su trabajo”.
“El 28 de abril Petrona, que había vuelto de hacer un mandado —tardó más de lo habitual puesto que tenía que ir a un tambo cercano a comprar leche— me manifestó que quería dejar mi casa porque tenía necesidad de alejarse un tiempo de su tarea. Intenté que me dijera los motivos, pero no tuve una respuesta concreta al respecto. Petrona se marchó luego de que le hube pagado el mes”.
“Así pasó el tiempo hasta que fue puesto en exhibición el maniquí en la calle 18 de Julio y Andes. Un día pasé por aquel sitio con uno de mis chicos y al fijarme en aquella muñeca que llamaba la atención de numeroso público me detuve a examinarla. Con gran sorpresa reconocí las ropas que vestía Petrona al marcharse de mi casa. Pero como la cara no era muy parecida, tuve mis dudas. Lo comenté en casa y mi esposo decidió que había que informar a la policía”.
Deshaciendo el ovillo
Con ese dato esencial en su poder, la policía no tardó en averiguar qué personas, fuera de la casa donde estaba empleada, mantenían relación con la mujer asesinada. Y así, a los pocos días, la prensa informaba que “el autor del bárbaro crimen es un individuo rubio y de cara colorada que acompañaba poco menos que a diario a Petrona López, en el tiempo que ésta estuvo al servicio de la familia Litvan. El País pudo saber que este hombre estuvo conversando animadamente con Petrona López en la mañana del 28 de abril, en la esquina de Río Branco y Cerro Largo, cerca de una lechería”.
Pocos días después, una señora que volvía de Buenos Aires y que conocía a la familia de la víctima, aportó datos definitivos: la extinta se llamaba Sixta Petrona López Hormaeche y usaba ambos apellidos indistintamente. En la capital argentina, antes de viajar a radicarse en Uruguay, había contraído enlace con un joven llamado Javier Álvaro Vega.
Efectivos policiales allanaron una casa de inquilinato en la Aguada, donde residía Vega con una concubina (porque tenía una amante, además de Petrona), y descubrieron que ambos se habían marchado en los primeros días de mayo con dos maletas, una grande de cuero y una pequeña “de color caoba”, dato que coincidía con la descripción de la valija que Petrona López llevaba al dejar su colocación en casa de los Litvan. Revolviendo la habitación, encontraron además un billete de tranvía de La Transatlántica fechado el 28 de abril con destino al Parque Rodó.
El rumbo de la investigación transcurría así por un camino de rosas, hasta que apareció una enorme espina: ¡La resurrección de Petrona López!
La policía se había puesto en comunicación con la madre de Petrona, afincada en la provincia de Buenos Aires, y se llevó una sorpresa mayúscula: La madre aseguraba haber recibido una carta de su hija, fechada el 10 de mayo, comunicándole que estaba con su marido en la ciudad de Santos, Brasil.
En el país del norte
La mañana del 18 de junio de 1923, cincuenta días después de que se publicara la primera noticia sobre “la degollada de la Rambla Wilson”, una enorme afluencia de público se aglomeraba en las dársenas del Puerto de Montevideo, esperando el atraque del vapor Balmes, procedente de Santos. Numerosos funcionarios policiales y una legión de periodistas y fotógrafos aguardaban al pie de la planchada el desembarco de dos pasajeros esposados: Javier Álvaro Vega y María Angélica Ferraris. Se había esclarecido con total éxito el misterio de la muerte de la empleada doméstica Petrona López Hormaeche.
La pista de la carta que la víctima, supuestamente, había enviado pocos días antes a su madre en Argentina, permitió conocer el paradero de Vega y de su “esposa”, domiciliados en el número 56 de la calle Constitución en la ciudad de Santos.
Cuando la policía local se presentó en esa dirección, fue el propio Vega quien los atendió.
—Queremos hablar con su esposa, Petrona López Hormaeche.
—En este momento está descansando —contestó Vega— ¿Necesitan que vaya a buscarla?
—Por favor.
Los policías aguardaron hasta que Vega trajo a la mujer.
—No, queremos hablar con ésta —dijo uno de los investigadores, enseñándole una foto de Petrona. —Esta es su esposa, ¿no?
Vega y la mujer palidecieron.
—¿Cómo se llama usted? —se dirigieron a la supuesta esposa—. ¿Sabe que este hombre está requerido en Montevideo por el asesinato de su legítima esposa, Petrona López?
-Yo no sé nada —respondió la mujer, mirando con asombro a Vega—. Mi nombre es María Angélica Ferraris.
La falsa “Petrona” relató que habían cruzado a Brasil como marido y mujer, con la libreta de matrimonio auténtica que obraba en poder de Javier Álvaro Vega.
Éste aclaró entonces el enigma de la carta que había recibido la madre de Petrona en Argentina, y que fue despachada desde Brasil varios días después de su muerte.
Esa carta había sido realmente escrita y firmada por Petrona López en Montevideo, pero Vega la conservó sin enviarla. Después de cruzar la frontera el 4 de mayo con María Angélica Ferraris, munida de papeles falsos a nombre de Petrona Hormaeche de Vega, el asesino añadió una posdata a la carta original, indicando que ambos habían viajado al Brasil. La envió desde la ciudad de Santos.
"Querida mamá y hermanos: Haciendo tanto tiempo que no tengo noticias de ustedes, espero que contesten a mis cartas, pues no puedo creer que se hayan perdido mis cartas anteriores, siendo que yo les pongo bien la dirección… No se puede imaginar los deseos que tengo de verlos a todos ustedes”.
“Les dará recuerdos a todos, a mi madrina y a la familia de Miñones, y ustedes reciban los afectuosos saludos de nosotros. – Petrona.”
La misma carta contiene la siguiente posdata:
“Señora: Sabrá que a pesar de nuestros deseos nos ha convenido mucho más salir de Montevideo para Santos. Así que ahora ya nos encontramos en el Brasil. Nuestra dirección es: calle Constitución, 56, Santos. Contesten pronto – Javier.”
Confesión a Bordo
Una vez a bordo del “Balmes”, donde fue alojado en un camarote con custodia, el asesino comenzó a desmoronarse y terminó confesando el crimen, cuyos detalles amplió más tarde en presencia del jefe de la Policía de Investigaciones, Tácito Herrera.
Vega dijo que el 28 de abril a las 6 de la tarde se encontró con Petrona López en la esquina de Río Branco y Uruguay, desde donde partieron rumbo al Parque Rodó en un tranvía de La Transatlántica. Habían convenido que esa noche irían a pescar a la rambla. Vega llevaba un aparejo en la mano (y algunos objetos más en sus ropas).
Llegados a la zona de las canteras, sobre las rocas que hay al otro lado del murallón, Vega dijo que no tenía ganas de pescar, arrojó la línea a cierta distancia y ambos se sentaron de cara al mar.
Se suscitó entre ambos una discusión bastante acalorada, que terminó ante la amenaza de él de dejarla allí sola. Pero al rato sobrevinieron nuevas disputas. La crónica de El País señala que “Vega, ciego de ira, sacó de entre sus ropas un trozo de hierro y le aplicó a su mujer varios golpes en la cabeza”. Luego, arrojó el arma al agua.
“Ya creía el criminal que su víctima estaba ultimada cuando le pareció oír quejidos, como voces de ultratumba. Echó entonces mano a una navaja de afeitar (que también había traído consigo) y le infirió un corte profundo en el cuello.”
La muerte de la infortunada se produjo sobre las 7.30 de la tarde, cuando ya había anochecido.
Vega regresó a la pensión recorriendo parte del trayecto a pie y otro tramo en tranvía hasta la calle Marcelino Sosa, camino a la pieza donde iba a poner en ejecución la segunda parte de su plan: la huida a Brasil en compañía de María Angélica Ferraris.
Durante el interrogatorio, intentó justificar su asesinato afirmando que las desavenencias con su esposa eran profundas y que ella “estaba embrujada”.
Libró de responsabilidad a María Angélica. “Ella no conocía a mi esposa. Nunca la había visto”, y contó una anécdota.
Pocos días después del crimen, cuando el cuerpo de Petrona López era exhibido en la morgue a fin de que alguien lo identificara, María Angélica fue a verlo, como muchos montevideanos. No la reconoció. Al volver esa noche a la pensión de la Aguada, donde convivía con Vega, éste le preguntó:
—¿Dónde estuviste?
—Fui a ver el cuerpo de la degollada —le contestó. Vega se sobresaltó:
—¿Fuiste a ver el cadáver? ¿Estás loca? ¡Vas a tener pesadillas!
Desembarco y final
Ante la multitud de curiosos que el 18 de junio aguardaba en el puerto, bajo un cielo encapotado, la figura de Javier Álvaro Vega se dejó ver en la cubierta del barco, flanqueado por dos policías que lo llevaban casi a rastras. “Demostraba hallarse muy abatido e inclinaba la cabeza a fin de que el sombrero gris que la cubría impidiera ver sus facciones”, describía el reportero.
“Vestía traje de gabardina gris y no llevaba cuello. Su contextura física es más bien delgada, y todo su conjunto sin ser interesante no deja de agradar”, narraba la crónica.
Apenas pisó la planchada, los espectadores comenzaron a proferir gritos de “¡asesino! ¡asesino!” a la vez que intentaban inútilmente romper el cordón policial.
Empero, los improperios más fuertes se escucharon como un clamor ante la aparición de María Angélica Ferraris, quien además de cómplice y amante del autor del crimen, había usurpado la identidad de Petrona López.
Javier Vega fue remitido a la Cárcel de Miguelete y María Angélica recluida en el Asilo del Buen Pastor. Pero ahí no terminó todo.
Seis años después, a comienzos de 1929, Vega intentó fugarse al salir del Hospital Maciel, donde era tratado por una enfermedad de la piel. Ante un descuido de los soldados y un guardia de cárcel que lo custodiaban, emprendió una loca huida por la calle Washington y sólo se detuvo cuando una certera bala de Mauser, disparada por un soldado de infantería, le atravesó la espalda y le partió el corazón.
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