No hay nada que irrite más a un lector que la historia de un crimen sensacional que no tiene solución. Al mismo tiempo, tales enigmas atraen a muchos aficionados a resolver acertijos, desafiándolos a encontrar pistas que la policía -con toda seguridad- haya pasado por alto.
El asesinato del espía británico Meynert Victor La Brooy, cuyo cadáver fue encontrado semienterrado frente a la Laguna del Diario en Punta del Este, el 7 de marzo de 1958, pertenece a esa categoría de misterios insolubles. Y hoy no quedan con vida ninguno de los protagonistas de aquel suceso ni los hijos de la víctima. Tenía dos: Peter y Wendy, como los personajes infantiles del cuento del escritor británico J. M. Barrie. Peter, el mayor, murió en 1965, a los 39 años; su hermana le sobrevivió bastante tiempo y falleció en 2019. Ambos residían en Uruguay.
El expediente del caso, caratulado con el número 140, Folio 773/58, fue remitido al Archivo General de la Nación en Montevideo luego de que la causa se clausurara, y no pudo ser hallado. “Nadie sabe qué pasó con el mismo”, informó en su momento el diario Correo de Punta del Este.
Los lectores más veteranos recordarán sin duda “el asunto La Brooy” que tanta tinta hizo correr en las páginas de la prensa de Uruguay y de Europa, y alteró la calma habitual del balneario esteño.
Un cuerpo en la arena
El 7 de marzo de 1958, Punta del Este se vestía de gala para recibir a una delegación de actores y actrices, entre ellos los franceses Yves Montand y Jeanne Moreau, la italiana Rossana Podestà y la argentina Mirtha Legrand, que venían al Festival Internacional de Cine, uno de los eventos estelares del cierre de la temporada.
Sin embargo, sus rostros quedaron rápidamente opacados por la noticia del hallazgo de un cuerpo enterrado en la arena de la playa frente a la Laguna del Diario, donde también apareció empantanado un singular auto de color beige, marca Rover, matrícula B-55215, con volante a la derecha.
Los diarios, en los primeros días, no acertaban a escribir bien el difícil nombre de la víctima: Meynert Victor Theodore Johnston La Brooy, de 65 años, ciudadano británico (más tarde se sabría que había sido un agente del servicio de inteligencia conocido como MI6).
El sábado 8 de marzo El País presentaba la primera crónica: “Una persona fue encontrada ayer sin vida con un balazo en la sien, enterrada debajo de una delgada capa de arena a la altura del km. 136 de la carretera a Punta del Este, paraje conocido con el nombre de Pinares de Maldonado. La víctima del suceso, que presenta caracteres sumamente confusos, es el Sr. Meylert Labrooy Llonhonstn (sic), inglés, casado, con comercio establecido en Montevideo, en la calle Cuareim 2179. Se ha informado que solía viajar todos los viernes a un chalet ubicado en el barrio Parque del Golf de Punta del Este. Los primeros informes del hecho fueron proporcionados por Pedro Pascual Tejera, de 17 años, quien llegó alrededor de las 16.30 a la seccional 1ª de Maldonado con una herida superficial de bala en la cabeza, en un camión propiedad de una empresa extractora de arena”.
Lo que dijo el testigo
Tejera declaró que el 7 de marzo, pasadas las 3 de la tarde, iba caminando por la carretera en dirección a su casa próxima a las grutas de Punta Ballena. Cuando faltaban unos 500 metros para llegar a la Laguna del Diario lo pasó el Rover que circulaba en dirección a Montevideo. Enseguida el auto realizó una serie de maniobras extrañas dando una media vuelta en dirección a Punta del Este, y de inmediato otra, para retomar su rumbo inicial. Luego de estas maniobras, el vehículo se perdió de vista.
El joven dice que siguió caminando y a la altura del km. 136 volvió a ver el coche, esta vez detenido a un costado de la carretera, con la parte delantera apuntando hacia el mar. Declaró haber visto bajar del auto a un individuo alto, delgado, rubio, de unos 40 años, bien vestido, con un saco azul de pana y lentes. Habían transcurrido unos 13 minutos desde que avistara al automóvil por primera vez.
A unos 200 metros del Rover, más adelante, había una motoneta estacionada. El desconocido que bajó del coche, con un paquete envuelto en nylon, se subió a ese vehículo poniéndolo en marcha. Tejera acota que el hombre venía riéndose y al llegar a la altura donde se encontraba Tejera, le hizo una seña y le preguntó la hora. De inmediato, extrajo un arma de su saco y efectuó contra Tejera un disparo que le rozó la sien. Conmocionado, el joven echó a correr hacia un bosque cercano mientras el desconocido lo perseguía y seguía accionando el gatillo, aunque sin éxito. Agregó Tejera que el siniestro individuo le dio alcance, trabándose ambos a golpes hasta que el joven logró zafarse y escapar. Al volver a la carretera, agitando brazos y con la cabeza ensangrentada, detuvo a un camión conducido por Esteban Pérez, quien lo llevó hasta la seccional de Maldonado.
Una comisión policial se dirigió entonces hacia donde se encontraba el auto abandonado en el kilómetro 136, y al llegar al lugar vieron que había un montículo de arena recientemente removida. Comenzaron a escarbar y a unos 5 centímetros de profundidad descubrieron el cuerpo de La Brooy con un orificio de bala en la sien. Entre las ropas del cadáver se encontró una billetera con $ 500, un monedero con $ 110 y otros 10 pesos en la gaveta del auto.
Infografía del caso La Brooy by ElPaisUy on Scribd
Dos detenidos
La policía se puso de inmediato en acción intentando hallar al hombre de la motoneta que, según el relato de Tejera, habría continuado viaje a Montevideo luego de la refriega. En Piedras de Afilar (departamento de Canelones) las autoridades detuvieron a dos personas que viajaban en un vehículo de similares características al descripto, transportando varios bultos. Los detenidos eran dos argentinos: Carlos Ary Ceppi, de 20 años, y Ricardo San Sebastián, de 27. Ambos fueron conducidos a Maldonado, donde declararon ser simples turistas, aunque San Sebastián portaba una pistola (calibre 22), tenía heridas superficiales en los nudillos de su mano izquierda y salpicaduras de sangre en uno de sus zapatos.
En una rueda de reconocimiento, dos camioneros del municipio que habían pasado por la carretera aquella tarde, identificaron a San Sebastián como “el hombre alto” que habían visto parado junto a una motocicleta, cerca de la Laguna del Diario. No tenían dudas de que la campera era “del mismo color”.
Los investigadores se frotaban las manos por la rapidez con que parecía haberse resuelto el crimen del inglés. Pero, una a una, las piezas de aquel castillo de arena fueron desmoronándose.
Los documentos de identidad de Ceppi y de San Sebastián se llevaron hasta el hospital donde convalecía Tejera, quien observó las fotografías y manifestó que ninguno de ellos era el presunto asaltante.
Al día siguiente, el médico forense Mario Scasso procedió a practicar la autopsia del cadáver del inglés asesinado, extrayéndole del parietal derecho una bala de calibre 38 largo, con lo cual se descartó que la pistola de San Sebastián tuviera que ver en el homicidio.
Los detenidos contaron que habían hecho un largo viaje en moto por varias regiones de Brasil, antes de ingresar a Uruguay, y que habían sufrido caídas. De ahí las manchas de sangre que se encontraron en uno de los zapatos de San Sebastián y las raspaduras en el dorso de su mano izquierda.
Después de que los turistas argentinos fueran liberados por falta de pruebas, las esperanzas se cifraron en los rastros que pudieran haber quedado en el escenario del crimen. Funcionarios del Instituto de la Policía Técnica de Montevideo procedieron a realizar una minuciosa revisión del Rover del ciudadano británico, en el interior del cual hallaron salpicaduras de sangre del lado del conductor, señal de que había sido abatido dentro del vehículo. Pero el informe fue penoso: “Se hallaron huellas muy borradas por las impresiones digitales de los numerosos funcionarios policiales que tocaron el auto, y también de los curiosos que se acercaron al lugar”, dijeron.
Revelación
Pasaron tres días. En la tarde del 10 de marzo se recibieron en Maldonado cuatro llamadas telefónicas desde Inglaterra interesándose por el caso. Tres de ellas eran del diario londinense Daily Mail, solicitando información sobre el presunto móvil del crimen. La otra provenía del Servicio de Inteligencia británico, solicitando la misma información.
La razón de este coincidente interés radicaba en que La Brooy había actuado durante la guerra mundial como agente secreto en el Cono Sur. Ello hacía suponer a las autoridades británicas que el móvil del crimen podía tener relación con aquellas actividades, de las que La Brooy nunca habló con su familia.
Afirmaba el tabloide británico que “los agentes de los servicios secretos germano e italiano organizaron grandes redes de espionaje en Argentina y Uruguay durante la guerra, y la labor encubierta de La Brooy contra estas organizaciones terminó por marcarlo”.
La revelación del Mail abrió un nuevo foco sobre el posible móvil del crimen, puesto que quedaba descartado el robo y no había, en las actividades comerciales de La Brooy ni en su vida doméstica, ninguna conducta que despertara sospechas.
Quién era La Brooy
Había nacido en Kent, Inglaterra, en 1892. En 1914 se alistó como voluntario y sirvió en la Guarnición de Artillería Real del ejército británico, donde alcanzó el grado de teniente. Fue funcionario del Ministerio de Municiones de guerra durante la primera conflagración mundial, al término de la cual retornó a la Universidad de Cambridge. Llegó a Uruguay en 1926 luego de un corto tiempo residiendo en Buenos Aires. En Montevideo ocupó la gerencia de la compañía Dunlop hasta 1942. En 1935, fue miembro fundador de la Asociación de Fomento del Intercambio Comercial Anglo-Uruguayo, antecesora de la actual Cámara de Comercio Uruguayo Británica.
Casado con Phyllis Muriel Lewis, tuvieron dos hijos en Uruguay. Llevó aquí una tranquila vida familiar hasta el estallido de la Segunda Guerra Mundial. Entonces entró en el servicio secreto británico, en Santiago de Chile, y en 1943 fue destinado al Foreign Office en Inglaterra hasta 1945. Terminada la guerra retornó a Montevideo con la representación para Uruguay de repuestos de automóviles ingleses y abrió la empresa comercial “Automotive Accesories”.
El chalet “Kent” de Punta del Este, donde solía acudir con su esposa los fines de semana, lleva ese nombre por su condado natal, ubicado sobre el canal de la Mancha.
La Brooy dio a nuestro país un frondoso árbol genealógico que se ramificó hasta la cuarta generación. Aunque hoy su larga descendencia está bastante dispersa por el mundo —Australia, Estados Unidos, Canadá— hay nietos afincados en Montevideo y en Soriano. Una bisnieta, Melanie Cobham, y su amigo y compañero de universidad Francisco Sánchez-Varela, lograron rescatar viejas filmaciones de la familia y armaron hace pocos años un documental titulado “A Media Agua” que captura escenas de la vida del comerciante británico, su esposa y sus hijos. Entre otras, hay un curioso registro en color del hundimiento del Graf Spee filmado por el propio La Brooy desde un bote en alta mar. El documental, donde la voz en off de Wendy La Brooy va explicando distintas escenas, consigue un buen retrato de una familia británica emigrada a Uruguay a comienzos del siglo XX. Fue exhibido en 2018 en Punta del Este y, más tarde, en Berlín y en Viena.
Quien había de convertirse luego en espía al servicio del MI6 británico aparece, en los años 30, como un hombre rechoncho, con bigotito, gafas redondas y frente muy despejada. Un perfil más semejante al George Smiley de John Le Carré que al James Bond de Ian Fleming. Se lo ve en algunas escenas en blanco y negro practicando aeromodelismo, jugando al golf en Punta del Este, bañándose en la playa con su hija Wendy, y a su familia interesada en el cricket, el tenis, el badmington, las faenas del campo y los asados.
Al final del film, la voz de Wendy comenta que su padre “nunca compartió ese aspecto de su vida (se refiere a su trabajo en el servicio secreto); ni siquiera con su esposa. Mi madre no sabía lo que él estaba haciendo”.
Poco, muy poco, pudo aportar la familia a la investigación policial para permitir esclarecer los motivos del asesinato.
Movimientos de la víctima
Se ha establecido, hasta determinado punto, cual fue el derrotero seguido por Meynert La Brooy el 7 de marzo de 1958. Al mediodía abandonó su comercio de repuestos de automóviles, ubicado en la calle Cuareim, conduciendo a un compañero de trabajo en su inconfundible Rover hasta dejarlo en su domicilio. Después se dirigió a la florería “Brasil”, en Pocitos, donde adquirió un ramo de claveles para su hija Wendy, que estaba por dar a luz. (Pocas semanas después del asesinato, el 30 de marzo, nacieron los mellizos Alec y Phyllis, fruto de su matrimonio con Arthur Cobham).
Tras emprender viaje hacia el Este, a las 14 horas del viernes La Brooy llegó al parador “La Querencia” de la carretera a Maldonado, donde almorzó en media hora, emprendiendo enseguida la marcha hacia el balneario. A partir de este momento se pierden sus pasos, no habiendo llegado a su chalet en el barrio del Golf, según confirmaron sus familiares.
En “La Querencia” —se supo por el testimonio de su propietario Gabriel Abelleira— La Brooy estuvo leyendo una carta de una carilla y media, escrita a máquina, mostrándose “menos animado que otras veces”. Esa carta no fue hallada entre las pertenencias del británico; en cambio, se hallaron en los bolsillos otras cartas breves de índole comercial. De una de ellas el lector conocerá detalles más adelante.
¿Rubio o morocho? ¿Hombre o mujer?
En la semana que siguió al crimen, se llevó a cabo una reconstrucción in situ con la presencia del testigo Pedro Pascual Tejera, dado de alta del hospital.
Quizás por la conmoción que había sufrido a causa de la rozadura de bala en la cabeza, o por la muchedumbre de curiosos que rodeaban la escena, el menor se mostró nervioso y contradictorio, hasta el extremo de no poder describir con precisión al desconocido que lo había agredido. A medida que iba relatando sobre el terreno los pormenores de la agresión de que fuera objeto, fueron quedando en evidencia fallas de importancia. El individuo “alto, delgado, rubio, de unos 40 años, con un saco azul de pana y lentes” que había descripto en la comisaría el día del crimen, ya no era tan rubio. ¿Morocho? Tampoco. “Llevaba boina y no se le veía el pelo”.
Dibujantes de la Jefatura de Policía de Montevideo compusieron en 1958 el rostro del agresor de Pedro Pascual Tejera, según los datos proporcionados por el testigo.
El identikit se reprodujo en todos los diarios uruguayos. Su filiación era la siguiente: Estatura, 1,70 aprox. Complexión delgada. Espaldas anchas con leve encorvamiento. Cutis morocho que podría ser tostado por el sol. Mentón pronunciado y afilado. Nariz recta y alargada. Boca de labios finos. Orejas grandes. Ojos pequeños y de mirada penetrante. Pómulos salientes. Pescuezo largo y recio. Edad aproximada 40 años. Usaba lentes con armazón grueso de carey con cristales claros. Vestía saco tipo cardigan largo y holgado, de pana rayada color azul oscuro; pantalón vaquero azulado con costura pespunteada todo a lo largo de la raya y bajos remangados; boina o gorra pasamontaña color marrón; bota corta color oscuro, de las usadas con preferencia por los motociclistas.
¿Era un hombre o podía haber sido una mujer?, le preguntaron.
“Podía ser una mujer”, admitió, por la escasa fuerza con que lo golpeó cuando forcejearon antes de que Tejera escapara del lugar.
La pregunta sobre el sexo del agresor no era insustancial. La policía había encontrado en la arena, muy cerca del lugar del asesinato, un par de lentes de armazón de carey y forma algo alargada, probablemente de mujer.
Así y todo, muy poco quedó en claro después de concluida la reconstrucción. La escasa credibilidad del testigo descorazonaba a los investigadores. Sobrevino entonces un período de confusión, en que toda clase de teorías, las más alocadas e inverosímiles, circulaban por doquier. La única pista firme parecía ser la motoneta, una Lambretta italiana. Y en los días siguientes, cualquier ciudadano dueño de una moto parecida pasó a ser sospechoso, y más aún si era dueño de una boina.
El 22 de marzo la policía recibió un “soplo” que condujo a la detención de un matrimonio extranjero que residía en la calle Minas, en Montevideo, y que tenía una moto. Después de un interrogatorio en la seccional, donde rindieron cuenta de sus movimientos el viernes 7 de marzo, quedaron en libertad. La prensa no reveló de inmediato el nombre del extranjero detenido, pero se iba a hablar mucho de él poco después. Se llamaba Max de Balzac.
Un personaje extraordinario
Alto, de rostro enjuto y con una cabeza redonda y brillante como bola de billar, el francés Max de Balzac (42) era un personaje conocido en el mundillo artístico como bailarín de ballet, actor y coreógrafo. En un programa del Teatro Solís de 1950, que anunciaba la obra “Romeo y Julieta” bajo la dirección de Margarita Xirgú (con China Zorrilla encarnando a la trágica amante de Verona), Balzac aparece en la nómina como “maestro de danza y de armas”. Era, según se decía, un experto tirador con arco, “capaz de hacer blanco en naipes a una distancia de 10 metros”.
Una nota del diario El País, de abril de 1958, en base a testimonios de allegados, lo retrata como un “conversador ameno; tiene habilidad como cocinero y se jacta de saber preparar platos al estilo de las más famosas escuelas francesas. Activo emprendedor, inquieto y de gran audacia, en un tiempo enseñaba natación, aunque apenas tenía conocimientos rudimentarios. Cuando daba clases nunca vestía ropa de baño para evitar el compromiso de arrojarse al agua, con lo que quedaría en evidencia”. Agregaba que Balzac “se titula profesor de esquí acuático sin tener la más elemental noción. Tiene, o tuvo, una motocicleta. Utilizaba casco cuando pilotaba, siguiendo una costumbre europea. Era afecto a marchar a altas velocidades y a llamar la atención efectuando derrapajes. Esta era su única habilidad probada”.
Siguiendo la descripción, el artículo señalaba que “se jacta de ser descendiente de Honoré de Balzac y en el membrete de su papel de cartas se presenta como director de la Asociación Nacional de Tiro con Arco. En efecto, trató de instalar en Punta del Este un stand de tiro con arco, pero desistió por las exigencias de seguridad que planteaban las autoridades locales”.
Cuando la policía lo detuvo el 22 marzo en su domicilio de la calle Minas, Balzac presentó una elegante coartada para el día del crimen: había estado esa tarde, por espacio de casi una hora, tomando te en la casa del escritor y dramaturgo Enrique Amorim, en compañía de una profesora y del pintor argentino Antonio Berni. Ambos ratificaron la información.
La pista de los lentes de aumento
Y ahora hay que presentar a un nuevo personaje en el drama: el inspector Ángel Stopiello, del Servicio de Inteligencia y Enlace: un investigador a medio camino entre el comisario Maigret, especialista en interrogatorios, y el detective Hércules Poirot, que no desprecia ninguna pista y está dispuesto a perseguir al sospechoso por avión, barco o ferrocarril, como en las novelas de Agatha Christie.
Las pistas de que disponía eran pocas: el par de lentes encontrados en la arena cerca del escenario del crimen; la descripción de la motocicleta y un juego de botas.
Cuando la investigación del crimen pasó de Maldonado a Montevideo, se hizo un rastreo minucioso de los anteojos con armazón de carey hallados en la arena y que se ajustaban al identikit que proporcionó el testigo Pascual Tejera. Un equipo de policías cotejó muestras y recetas en decenas de ópticas de Montevideo -pero ninguna se correspondía con los cristales de aumento de la pieza encontrada- y quedaron otros 70 comercios especializados en Salto donde podían haber sido fabricados. Y ¡eureka! En la óptica Varese de esa ciudad se encontró finalmente una receta a nombre de Eugenia Hodum, esposa de Max de Balzac, quien había ordenado unas gafas de ese modelo con la misma graduación de aumento en el año 1953.
Con esa pieza de convicción y otras, como el par de botas que Max de Balzac había entregado a un zapatero y que tenían rastros de arena, y una motocicleta que había mandado pintar a nuevo pocos días después del crimen –evidencias circunstanciales, pero nada despreciables— el 8 de abril se procedió a buscar nuevamente al bailarín francés. Pero, ya era tarde.
Max de Balzac y su esposa Eugenia Hodum habían abordado el vapor “Claude Bernard” con destino a Europa el 5 de abril de 1958.
El perseguidor implacable
Diligente y lanzado, el investigador Ángel Stopiello reservó un vuelo, vía Madrid, rumbo a las Islas Canarias, donde el barco debía hacer una parada antes de proseguir a su destino en Le Havre (norte de Francia). En tanto, a través de Interpol, se cursó un telegrama al capitán del navío para proceder a la detención de la pareja, que viajaba en el camarote 109 de tercera clase.
El sábado 19 de abril la prensa española divulgó la noticia de la llegada de Stopiello para detener al matrimonio Balzac y eso atrajo a numerosos periodistas al puerto de Las Palmas, donde las autoridades locales y el cónsul uruguayo en las islas esperaban, de pie en el muelle, el amarre del “Claude Bernard”.
Según el diario ABC de Madrid, después de algún tira y afloja el matrimonio descendió del buque y fue escoltado en un vehículo hasta el cuartel general de policía, donde ambos fueron interrogados por Stopiello en forma exhaustiva sobre su presunta vinculación con el asesinato de La Brooy. “Los Balzac fueron vinculados por la policía uruguaya al probarse que unos lentes encontrados cerca del cadáver del ciudadano inglés pertenecían a la esposa del bailarín francés de ballet”, dijo el diario ABC.
Un detalle curioso surgió entonces: la esposa de Balzac no fue presentada como “Eugenia Hodum”, como se la conocía, sino con el nombre de Natacha Godunova, rusa de origen polaco, de 29 años. Esa discordancia nunca fue explicada públicamente.
Según la prensa española, “el coreógrafo y bailarín francés de 42 años y su esposa de origen ruso dieron detallada cuenta a la policía de todos sus pasos durante el período en que fue cometido el asesinato” de La Brooy.
Sobre los lentes, ambos dijeron que no les pertenecían y rechazaron que la receta hallada en la óptica de Salto tuviera relación con la esposa de Balzac. (Más tarde, otros testimonios reafirmaron que Balzac nunca usaba anteojos, ni tampoco la mujer, salvo lentes de sol).
Con respecto a unas botas de las que Max de Balzac se desprendió en las fechas posteriores al crimen, el zapatero que las recibió del bailarín dijo que no podía recordar si fue “el 7, 8 ó 9 de marzo” que Balzac se las había entregado. Lo que sí recordó es que el día 12 se las regaló a su cuñado, habiéndolas usado éste una vez. De esa oportunidad datan los rastros que la policía técnica encontró en el calzado.
También explicó Balzac, sobre la motocicleta que mandó pintar a nuevo en un taller poco después del crimen, que lo hizo con objeto de venderla, para comprar los pasajes a Francia, donde tenía a su madre enferma. Reconoció que su amigo Enrique Amorim se la compró por $ 2.600.
Al final, dijo el ABC, “no se pudo establecer una conexión completamente segura entre Balzac, su esposa y el asesinato de La Brooy, ante lo cual las autoridades se vieron en la obligación de dejar en libertad al matrimonio”, que retornó al barco para continuar su viaje a Francia.
Pisando los talones
El 25 de abril, el diario “Le Monde” daba cuenta de la llegada del transatlántico al puerto de Normandía, a orillas del canal de La Mancha: “Le danseur Max de Balzac rentré en France est interrogé”.
“A las 8 de la mañana el paquebote “Claude Bernard” atracó a muros del puerto, donde una muchedumbre se había reunido en los muelles. Echada la pasarela, después de media hora de espera descendió el joven bailarín de 42 años, con su calvicie cubierta por un sombrero blando de ala ancha y la pipa en los labios. Su esposa, Natacha Godunova, rubia y menuda, cargaba un pequeño equipaje y se apretaba contra su marido, asustada por los flashes”.
Al término de la jornada, un cable de la agencia France-Presse informaba que “a pedido de la Interpol, Max de Balzac y su esposa, Natacha Godunova, fueron interrogados por la policía judicial sobre el asesinato del súbito y ex agente secreto británico Victor Meynert La Brooy, el pasado 7 de marzo, en las inmediaciones del balneario de Punta del Este. Alrededor de las 6 de la tarde el matrimonio abandonó el inmueble de los Servicios de Información General, después de más de ocho horas casi continuadas de interrogatorio, solo interrumpidas al mediodía para servir un refrigerio al bailarín y su esposa. Al término del procedimiento, ambos fueron puestos en libertad”.
De ahí, abordaron en Le Havre un tren con destino a París, “tras un incómodo viaje desde Sudamérica con un policía uruguayo esperándolos en cada puerto”, decía el despacho de la AFP.
“No es extraño pues que, al descender del tren en la estación ferroviaria, aparecieran visiblemente exhaustos, negándose a responder a todas las preguntas de los periodistas”.
“No se conocen los propósitos del Subjefe de Investigaciones de Montevideo, Angel Stopiello, inencontrable hoy para los periodistas en toda Francia, pero se entiende que su misión aún no ha terminado”.
“El matrimonio está absolutamente libre esta noche y su próximo paradero es la casa de los padres de Max. El padre, ex ídolo y campeón de boxeo de Francia y de Europa antes de 1914, declaró a la prensa que su hijo puede ser un hombre sin dinero pero que, para él, es absolutamente incapaz de un acto deshonesto”, concluía la nota de la AFP.
Una carta
En los primeros días de mayo de 1958, surgió otro sospechoso: Eduardo Lucco Urzúa, un rematador chileno de 35 años. En una exhaustiva crónica del semanario Búsqueda (febrero de 1989) dedicada al caso La Brooy, la periodista Mónica Bottero escribe que Lucco, quien había estado en Punta del Este el 7 de marzo, “guardaba un parecido considerable con el del presunto asesino de La Brooy y agresor de Pascual Tejera”.
En el auto del inglés, como ya se ha indicado, se había encontrado “el borrador de una carta de La Brooy en la que denunciaba procederes incorrectos de un rematador de unos terrenos en San Rafael”, recordó Bottero.
En una rueda de reconocimiento, Pascual Tejera dijo que creía que era su agresor, “aunque lo encontraba un tanto más grueso”.
“El 6 de mayo de 1958 se reconstruyó la escena del enfrentamiento entre Pascual Tejera y el rematador, y el joven sufrió un impacto emocional. Declaró que no tenía dudas de que esa persona era su agresor y aseguró que mientras hacían la escena de lucha el hombre le dijo algo en voz baja que no alcanzó a comprender”.
Bottero concluye: “A pesar de las intensas indagatorias y de la palabra de Pascual, ésta no pudo ser corroborada por los demás testigos y tampoco se le pudo probar implicancia alguna en el asesinato”.
No hubo más novedades de interés hasta el año 1963, cuando la Justicia decidió archivar el caso.
Tesis sobre un homicidio
El misterio irresuelto del crimen de La Brooy propició que autores aficionados a la intriga escribieran obras aventurando una solución. El ejemplo más reciente es el libro La muerte del espía inglés (editorial Fin de Siglo), del diplomático retirado Carlos Orlando. Se trata de una novela policial y de espionaje que recoge datos de la vida real y los mezcla con abundantes condimentos de fantasía, creando un guiso difícil de digerir. El autor construye una trama que involucra al MI6, a organizaciones nazis, extremistas sionistas y comunistas, que buscan lingotes de oro en poder del espía inglés. El toque uruguayo del libro lo aporta el protagonista, funcionario jubilado de UTE.
En 2018, como trabajo final de la licenciatura en Comunicación Audiovisual, un estudiante de la ORT presentó en 200 páginas un guión cinematográfico, del género negro, basado en el caso La Brooy.
Aunque se trata de un argumento de ficción, está basado en hechos reales y algunos de los personajes del drama llevan los nombres de los verdaderos protagonistas; otros, los sugieren. Por ejemplo, el inspector Ángel Stopiello de la vida real se convierte aquí en Ángel Sosa, un detective decadente y oscuro, aficionado al whisky.
Sosa entra en el comedor. Abre un pequeño placard, saca una botella de whisky llena de polvo y telas de araña. La apoya en la mesa... Queda un momento contemplando la botella parado, luego la abre y toma un gran trago.
Arrepentido, cierra la botella y se va del comedor.
La tesis del estudiante lo lleva a entretejer una solución al misterio, que no vamos a revelar por las dudas de que, algún día, la obra sea llevada al cine.