Juan Pereyra tenía 18 años e iba al encuentro de su novia, cuando en una tranquila carretera de tierra, escuchó algo parecido al llanto de los gatos cuando son apenas cachorros indefensos, magros. Era un ruido extraño y venía del pozo de agua de la quinta Villa Teresita, el hogar de Carlos Torterolo y su familia.
Juan, por si acaso, bajó de la bicicleta y fue a ver. Caminó hacia el aljibe, llegó a su borde, inclinó la cabeza, miró hacia adentro. A casi 30 metros de distancia, un montón de manos y cabezas se revolvían entre la desesperación y el espanto.
En el pozo estaban Esther González de Torterolo, de 27 años, y sus cuatro hijos: Carlos tenía nueve; Teresa, ocho; Miguel Ángel, cinco; Marisol, tres. Los menores, Miguel Ángel y Marisol, no habían sobrevivido.
El peón, que además vivía cerca de la quinta, se declaró inocente y luego confesó el crimen. Fue detenido. Tras más investigaciones fue detenido otro trabajador que había sido despedido de Villa Teresita. Pero el caso no terminó ahí: un giro inesperado acaparó la atención de los uruguayos y lo llevó a convertirse en uno de los crímenes más extraordinarios del último tiempo.