“Un desenlace fantasmagórico y alucinante, en el que la realidad supera la fecunda
imaginación de Edgar Alan Poe…”. (La Mañana, 23 de junio de 1973)
Tere Torterolo cumplió 58 años el pasado 1 de noviembre y no se han borrado de su memoria las angustiosas horas vividas la noche del 31 de marzo de 1973. Era entonces una niña de 8 años, rubia y de ojos celestes que heredó de su abuelo y que conserva aún hoy con todo su brillo, algo amortiguado por los anteojos que le deparó la edad.
Tiempo atrás, acompañó al periodista de El País a recorrer la antigua quinta de Colonia Nicolich donde se produjeron los clamorosos crímenes por los cuales fue procesado un inocente: el peón Pablo Hernández Jara, alias “Carancho”.
¿Qué sentimientos podían revivir en aquella mujer los ecos de una tragedia de la que fue víctima en su temprana infancia?
Las hectáreas, en su día pobladas de tomates, lechugas, sandías y zanahorias están abandonadas y el terreno colonizado por anárquicos arbustos y plantas silvestres; la casa en la que vivían ella y sus hermanos, sus padres y su abuelo, está medio derruida, sin techo, sin puertas ni ventanas, sin rastros de vida. “Un hogar en poder de las plantas”, se diría.
Por la cercana pista del aeropuerto de Carrasco, al otro lado de la alambrada, carretean cada tanto los aviones y despegan con un estruendo similar al que se dejaba oír por aquellos años, y que rompía la calma de los días. Es casi lo único que no ha cambiado en 50 años.
El pozo donde ocurrió la tragedia que se cobró la vida de dos niños, de 3 y 5 años, está tapiado por tártagos de hojas color púrpura, cuyas ramas han invadido la zona. Una atmósfera de melancolía envuelve el área.
Tere se detiene un momento frente al lugar.
En 2017, como culminación de una larga terapia, ella produjo en Estados Unidos un libro junto a su amiga y escritora María Rodríguez Sánchez. No ha sido publicado aún en Uruguay, aunque se encuentra en la tienda de Amazon. Su título es muy elocuente: “Hija del dolor. Hermana de la muerte”. En sus páginas desgrana con precisión los recuerdos de lo que sucedió aquel 31 de marzo, a una hora crepuscular que ya presagiaba algo extraño.
“Ese sábado no fue como todos los anteriores. Al caer la tardecita, luego que mi padre se había ido al bar a jugar al billar, como todos los fines de semana, mi mamá nos fue bañando y vistiendo de a uno. Después, por lo general, nos íbamos a dormir, sin saber nunca a qué hora regresaría mi padre, ya que volvía muy tarde o en la madrugada”.
“Pero esa noche, en vez de ponernos los pijamas, nos vistió a los cuatro con la ropa más nueva que teníamos. La ropa que usábamos para salir de paseo. Recuerdo haberle preguntado a dónde íbamos.
-Hay una noche divina y hace calorcito, vamos a ir a dar una vuelta- respondió.
“Se creó un clima de mucha alegría y jolgorio. ¡Nos íbamos a pasear con mamá!”
“Mi abuelo nunca se enteró que salimos los cinco de casa esa noche, porque hacía mucho rato que dormía. Pobrecito, lo que debe haber sido su despertar al día siguiente, o quién sabe a qué hora de la madrugada se enteraría de lo que estaba pasando”...
Plan macabro
Tere prosigue deshilvanando sus recuerdos: “Salimos caminando todos agarraditos de las manos. Mi mamá llevaba a su derecha a Miguelito y con la mano izquierda a Marisol, y un paso más atrás íbamos Carlos y yo, también tomados de la mano”.
“Salimos rumbo a la portera de la quinta, que estaba a unos 200 metros de nuestra casa, sobre la ruta 101. Para llegar ahí teníamos que pasar por la casa de los Fontela, quienes justo ese sábado no estaban. Habían ido a un cumpleaños de un familiar. A escasos metros de esa casa, había un pozo grande y profundo, con un motor en el interior”.
“Era una noche muy clara y estrellada, según recuerdo. Al transitar por el camino hacia la ruta mi mamá nos detuvo a todos, al lado del pozo. Este tenía un brocal de hormigón de aproximadamente un metro de alto. Entonces mi mamá nos quitó los zapatos, nos fue alzando en brazos y nos sentó uno al lado del otro, en el borde de aquel pozo oscuro y profundo, con nuestras piernas hacia adentro”.
El mayor, Carlos, no quería subirse, pero la madre le aguijoneó su amor propio:
-¿Qué te pasa? ¿Tenés miedo?
“Recuerdo, como si hubiese sido anoche, que a mi izquierda estaba sentadita Marisol, la más pequeña, y mi mamá parada detrás de ella, rodeándola con sus brazos por la cintura. Yo tenía tanto miedo de caerme, pero me daba vergüenza o no sé qué, decirle que me quería bajar. Empecé a fingir que bostezaba y que tenía sueño, a ver si ella me bajaba de allí, porque estaba aterrada. Todo sucedió en décimas de segundos... Me vi caer al vacío y delante de mí, iba Marisol también cayendo, hasta que nos tragó el agua. ¡Dios mío!”
“No vi caer a mis hermanos varones. En medio del agua revuelta, sentí un tirón en mi cabello, muy fuerte. Alguien me estaba agarrando para sacarme a flote. Era Carlos, el único de nosotros que sabía nadar. Logré agarrarme de algo… el soporte del motor. Por suerte, los dos nos prendimos de ahí”.
“Llorábamos y gritábamos con toda nuestra fuerza, pero nadie nos escuchaba, porque no había nadie. Solo la silueta de mi mamá que nos observaba desde arriba, desde el pretil del pozo. Supongo que ella estaba aterrorizada, por lo que había hecho, pero en el más absoluto silencio, hasta que, en una décima de segundo, no lo dudó y se arrojó también al interior, decidida a terminar con su vida y la de sus hijos a quienes tanto amaba”.
La verdad revelada
El 23 de junio de 1973, transcurridos 82 días de los sucesos de Colonia Nicolich y apenas una semana después del procesamiento de dos inocentes, la historia daba un vuelco total. El diario La Mañana, titulaba la nota central de tapa con dos gruesas líneas a toda página: “¡LA PROPIA MADRE LOS TIRÓ AL POZO!”.
En una de las fotos que acompañaban al texto principal se veía a la madre, Esther González de Torterolo, y al juez, Julio César Borges, rodeados de policías y alguaciles. Formaban un círculo alrededor del aljibe de la quinta conocida como Villa Teresita, durante la segunda y postrera reconstrucción del trágico episodio, que se extendió a lo largo de la tarde del 22 de junio y que culminó bien entrada la noche, en el juzgado de Pando. Esa instancia confirmó el papel macabro que había desempeñado la madre. Una profunda depresión emocional, una vida “agobiada por deudas”, según dijo, y un futuro sin esperanza constituyeron el disparador de su atroz decisión.
Fue procesada esa misma madrugada por los delitos de “homicidio”, “tentativa de homicidio” y “lesiones” provocadas a sus cuatro hijos, “dos de los cuales fallecieron al ser arrojados al fondo de un pozo de riego de 28 metros de profundidad. Miguel Ángel, de 5 años, y Marisol, de 3, perecieron ahogados; Teresita, de 8, sufrió fractura de pelvis y otras heridas; Carlos, un año mayor, resultó con hematomas de menor entidad, al igual que la madre, quien también se arrojó al pozo en un intento de suicidio que no se concretó”, reseñaba la crónica.
Los dos inocentes procesados con anterioridad por el crimen -Pablo Hernández Jara y Alejandro Herrera- fueron liberados.
Cabe consignar aquí una nota de prensa que ilustra la ansiedad y la premura a la hora del cierre con que se vivía aquella noticia criminal. En la misma edición del 23 de junio El Diario de la noche publicaba este recuadro:
“Tres colegas del diario “El País” regresaban anoche de Pando. Eran las tres de la madrugada. Volvían después de agotadora espera a la puerta del juzgado. Con la noticia y la nota. El destino, en la forma de un camión, se cruzó con el vehículo en que viajaban, y el accidente sobrevino. La noticia, el cierre, la premura, la angustia del tiempo se convirtieron en la blanca sala de tres hospitales. Daniel Gianelli, Ignacio Lacuesta y Néstor Castro con diversas fracturas están hoy pasando las penurias del accidente. Les deseamos un pronto restablecimiento”.
¿Qué hiciste, mujer, qué hiciste?
En junio, Tere Torterolo había abandonado el Hospital de Clínicas y vuelto a casa, aún convaleciente y caminando con la ayuda de un bastón. Durante su internación estuvo aislada, ignorante de todo lo que estaba aconteciendo con la investigación y las andanzas de sus familiares por el juzgado. Nada sabía del caso policial de mayor impacto en esos meses.
“La vuelta a mi casa fue mucho más traumática de lo que esperaba”, reflexiona Tere. “Todo había cambiado, mis hermanitos que ya no estaban y algo peor: después de casi tres meses volver a vivir con mi mamá sin poder decir nada”.
La noche del 31 de marzo, cuando estaban en el fondo de aquel pozo maldito, esperando que llegara la ayuda para rescatarlos, la madre ya había aleccionado a sus dos hijos sobrevivientes: “un hombre” los había arrojado allí. Más tarde, ese desconocido adquirió un nombre: Pablo Hernández Jara, el peón de la quinta, un labriego rudo, con escaso entendimiento, indefenso. “Fue Pablo el que nos tiró al pozo”, insistía ella, y repetían los niños.
Esa fantasía, así grabada en las mentes infantiles, trae a la memoria el relato Una ilusión en blanco y rojo, del escritor estadounidense Stephen Crane (1871-1900), elogiado como “un impecable ejemplo de inducción”. En el cuento, basado en un caso real, un granjero asesina a su esposa, delante de sus cuatro hijos pequeños, y les induce a creer que “un hombre de pelo rojo, y de grandes dientes blancos”, había entrado en la casa con un hacha y había matado a la madre. Pese a que los niños habían sido testigos del drama, terminaron declarando a todos, sin contradecirse, que habían visto al hombre de pelo rojo, una imagen que había quedado inserta con firmeza en sus mentes.
De regreso en su casa, la vida de Tere vacilaba entre el insomnio y las pesadillas, hasta que la realidad despertó de golpe.
“Una mañana mi mamá me había duchado y me preparó para nuestra visita al traumatólogo. Me dejó sentada en su cama y fue a duchar a mi hermano. Él, ese día, se había levantado rebelde, estaba enojado y le contestaba mal por todo. Yo los escuchaba cómo peleaban en el baño”.
“Cuando vinieron al cuarto donde yo estaba, ella venía llorando y murmurando, y agarró la cara de mi hermano para peinarlo. Él no quería mirarla a los ojos”.
-¡Yo no puedo soportar más esto! -rezongó enojada-. Si ustedes siguen así, portándose mal yo voy a llamar a la policía y le voy a contar la verdad: que fui YO quien hizo todo aquella noche; así me llevan presa y nunca más me van a ver.
“Enseguida, mi hermano respondió: -¡Y sí, fuiste vos! ¡Y le echaste la culpa a Pablo!”
“Mi madre le dio un terrible cachetazo y nos echamos todos a llorar, mi hermano, mi madre y yo. En ese momento mi padre abrió la puerta enceguecido porque había escuchado absolutamente todo. La tomó del cuello y la empujó contra la pared gritándole:
-¿Qué hiciste, mujer, qué hiciste?
“Todo pasó muy rápido. Al poco rato mi casa estaba llena de patrulleros, vecinos, todo el mundo llegó. A nosotros cuatro, en distintos vehículos, nos llevaron al juzgado nuevamente”.
“Cada uno por su lado, estuvimos declarando durante todo el día y cuando volvimos a mi casa ya era de noche. Pero esta vez volvimos solo tres: mi padre, mi hermano y yo. Mi madre no regresó”.
Se abría así paso a la acusación formal contra Esther González de Torterolo.
Copas de champagne
El 23 de junio, cuando Pablo Hernández Jara ya había sido puesto en libertad, El Diario de la noche -que se había jugado a favor de la inocencia del humilde peón- tuvo su revancha y la celebró en la primera página, con un titular propio de un suplemento deportivo: “¡Y SI SEÑORES! JARA INOCENTE”.
Las ilustraciones de la nota eran bien elocuentes: en una foto aparecía Hernández Jara abrazando a su madre, una mujer longeva, de 99 años de edad, surcada por un sinfín de arrugas como un pergamino. En otra, el peón visitando la redacción de El Diario de la noche, rodeado de periodistas, todos festejando con copas de champagne. El olor a tinta de las fotos y las historias se esparcía por varias páginas.
De ese modo parecía concluir el drama que Humberto Dolce describía en uno de los últimos artículos que firmaba con Jorge de Vera: “A través de los años no se recuerda en nuestro país otro hecho de características tan inusuales como éste, con una vuelta de tuerca tras otra”.
Hasta hoy, Tere Torterolo convive con la carga de su testimonio, que ayudó a condenar a un inocente. “¿Por qué, Dios mío? ¿Por qué culparlo a él?”, se pregunta. Y la respuesta surge clara: “Yo le tenía terror a mi madre. Todos le teníamos miedo, porque si no obedecíamos recibíamos una gran paliza, con el cinto o la chancleta”.
Meses después, cuando Hernández Jara ya estaba en libertad y había regresado a su casa en Colonia Nicolich, Teresa Torterolo iba caminando de la mano de Dinorah, una vecina que se había hecho cargo de su cuidado. Iban por la ruta 101 rumbo al almacén de Maccio cuando vio en una parada de ómnibus, junto a la carretera, al peón a quien ella había acusado del crimen. “Mi corazón empezó a latir con fuerza, las piernas se me aflojaron y me quedé inmóvil, muerta de miedo”. Hernández Jara empezó a caminar hacia ellos, se arrodilló frente a Teresita, y la abrazó diciendo: “Gracias, gracias, gracias, Teresita. ¡Gracias por haber contado la verdad!”.
No volvió a verlo.
Nuevos dramas y un final feliz
Muchos años más tarde, Tere supo que Hernández Jara había fallecido al incendiarse el hogar donde vivía, esa casita de lata que era toda su hacienda.
Esther González de Torterolo cumplió su condena en el Hospital Vilardebó, donde pasó recluida siete años. No salió bien. Aun así, volvió a formar una pareja y tuvo otro hijo, de 41 años hoy. Ella siguió viviendo “entre médicos, psiquiatras, internaciones y curas de sueño”. El 26 de agosto de 1994 puso fin a su calvario, pegándose un tiro.
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Carlos Torterolo hijo cumplió 59 años. Está a cargo de un taller mecánico que repara ómnibus y camiones, ubicado en el barrio Unión. Él fue quien salvó a Tere Torterolo de morir ahogada, agarrándola por los cabellos en el fondo del pozo. No es muy proclive a recordar esa historia, pero afirma que no ha olvidado aquella noche.
“¿Cómo voy a olvidar si la vida se empeña en recordarme la fecha? Fíjese que mi primer hijo fue a nacer justo un 31 de marzo, hace 36 años… Mi padre todavía vivía (falleció en 2009) y lloraba al ver que su primer nieto nacía el mismo día en que su esposa había intentado matar a sus cuatro hijos…”
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En el año 2013, Tere recibió en su Facebook una solicitud de amistad: provenía de Rodolfo ‘Fito’ Fontela, el vecinito de 9 años con quien ella jugaba en su niñez, y cuya familia compartía con los Torterolo la explotación de la extensa quinta. Después de 40 años se reencontraron. Hoy viven felices en pareja, en una casa que alquilan en San José de Carrasco.
Ella y Fito andaban buscando estos días una propiedad para comprar en la zona. Dieron con una casa en venta. Cuando el dueño les franqueó la puerta para mostrársela, ocurrió otra sorpresa: era Juan Pereyra, aquel joven de 18 años que la noche del 31 de marzo pedaleaba rumbo a un baile y se detuvo a ayudar a los sobrevivientes que manoteaban con desesperación en el pozo. “Yo a usted la rescaté aquella noche”, le recordó a Tere.
Pereyra, que en la época era un joven delgado, de pelo negro y alborotado, aficionado a las mujeres y a los caballos, cumplió 67 años. Ahora luce una cabellera blanca, un rostro redondo y afable, y la cintura propia de una vida sedentaria y de buen comer.