“Me vi caer al vacío y delante de mí, iba Marisol también cayendo,
hasta que nos tragó el agua. ¡Dios mío!”. Tere Torterolo
(Del libro “Hija del Dolor. Hermana de la muerte”, NobelEditores.com, 2017)
Pasada la medianoche, el ulular de sirenas y el centelleo de luces de ambulancias, más un despliegue de policías y vecinos inquietos invadían la quinta “Villa Teresita”, a la altura del kilómetro 22,500 de la Ruta 101, junto al aeropuerto de Carrasco.
Poco antes, a las 10 de la noche, Juan Pereyra, un joven de 18 años que se dirigía en bicicleta a encontrarse con su novia en un baile, pedaleaba por la carretera y se detuvo al oír “como un llanto de gatitos” en la quinta, junto a un pozo utilizado para riego. Se bajó y se asomó a ver. En el fondo del profundo aljibe se revolvían ansiosas las manos y se agitaban cabezas que pugnaban por mantenerse a flote y pedían a gritos socorro.
-¡Tranquilos, que voy a buscar ayuda! -gritó el joven asomando su cabeza por encima del parapeto. Asustadísimo y nervioso, trepó en su bicicleta y corrió veloz hasta un cuartelillo de bomberos cercano.
“Recuerdo a los dos bomberos que bajaron rápidamente y empezaron a atarnos con cuerdas para sacarnos, mientras yo gritaba desesperada del dolor. Fue entonces, cuando se dieron cuenta de que estaba herida, tenía fracturada la pelvis y no podían sacarme fácilmente”, rememora hoy Tere Torterolo, de 58 años. Entonces tenía apenas 8 años de edad.
“Comenzaron por sacar primero a mi mamá y a mi hermano Carlos, mientras un bombero se quedaba abajo conmigo, hasta que bajó más gente a ayudarlo. Prendida fuertemente de su cuerpo, vi cómo bajaron una camilla con cuerdas y el adorado bombero se ató conmigo. Muy despacio nos fueron sacando a los dos, en medio de mis gritos desgarradores”.
“Al salir, me esperaba una ambulancia y una vecina con una frazada, con la que me envolvieron. Me acostaron dentro de la ambulancia, prendieron la sirena y salimos. Sin saber a dónde me llevarían, ni con quién iba, porque todos eran desconocidos para mí”.
Era la noche del sábado 31 de marzo de 1973, casi de madrugada. El 1 de abril la noticia se desplegaba en los titulares de todos los periódicos de Montevideo.
Horror en la huerta
“Bárbaro hecho ocurrió ayer en la octava De Canelones”, decía la nota del diario El País. “Una joven madre y sus cuatro hijos fueron arrojados a un pozo de riego. Dos fallecieron. La madre y dos niños internados”.
Recién al día siguiente, de mañana, los bomberos lograron rescatar los cadáveres de Miguel Ángel, de 5 años, y de la pequeña Marisol, de 3. Ambos yacían en el fondo del pozo, ahogados.
Teresita había sido llevada con urgencia esa noche a la policlínica del aeropuerto y desde allí trasladada al Hospital de Clínicas. Su vida pendía de un hilo. Su hermano Carlos, de 9 años, había sido derivado al Hospital Filtro junto con la madre, Esther González de Torterolo (27), magullada y en estado de shock.
“En esos días, la preocupación de la gente ante la intromisión claramente inconstitucional de las Fuerzas Armadas en la vida pública, dejó paso a un nuevo asombro, esta vez provocado por un hecho policial de insólitas características: el 31 de marzo, en la Colonia Nicolich, se había producido un crimen horrible. Alguien había arrojado dentro de un profundo pozo de agua para riego a una familia entera y dos niños pequeños habían fallecido ahogados”. Así recordaba César Di Candia, 30 años más tarde, un crimen “insólito, misterioso y absurdo, como en una novela de Agatha Christie”. Porque el desenlace fue inesperado.
Aquella noche coincidieron dos circunstancias singulares. La familia Fontela, que habitaba una casa próxima a la de Torterolo, había salido y no quedaba ni una luz encendida en la vasta propiedad, donde se cultivaban tomates, lechugas, sandías y toda clase de hortalizas. Carlos Torterolo padre, que arrendaba la quinta perteneciente a la familia Beltrame, estaba en un bar de la vecindad, jugando al billar como cada sábado, hasta altas horas de la madrugada.
La policía de Canelones actuó con diligencia y con precipitación, y al día siguiente arrestó a Pablo Urbano Hernández Jara, de 45 años, peón de la quinta quien residía con su esposa en una choza de lata en terrenos próximos a “Villa Teresita”. Era un hombre humilde, de escasas luces, dueño de un rostro que se acomodaba a los perfiles descriptos por Cesare Lombroso, criminólogo y médico italiano que en el siglo XIX había trazado la figura del delincuente-tipo en base a sus características morfológicas.
“El criminal nato no es un hombre común; le definen determinadas características morfológicas y psíquicas. Algunas de ellas son: menor capacidad craneal, gran impulsividad, insensibilidad moral, frente hundida, etc.” (L’uomo delincuente, 1876).
Hernández Jara, semianalfabeto, bajo, simiesco, de barba rala y profuso bigote, se confesó ante la policía autor de los hechos, aunque luego se desdijo en el juzgado de Pando. Pocos días después, el 12 de abril, terminó procesado tras ser reconocido por las víctimas.
Los diarios publicaron detalladamente su confesión, que transcrita a un castellano comprensible venía a decir: “El sábado (…) a las seis de la tarde fui a comprar carne. Al regresar a mi casa no se hallaba mi compañera porque había concurrido a una ceremonia de culto religioso. No sé por qué me entró como un ataque de locura y decidí ir a casa de Torterolo sabiendo que él no se encontraba pues acostumbraba a jugar al casín en lo de Manolo, un bar de las cercanías, la noche de los sábados. Cuando me atendió Carlitos (el hijo mayor) le dije en voz alta que su padre se había desmayado al traspasar la portera. La señora Torterolo salió de inmediato acompañada de sus hijos. En el trayecto le dije que apagara el motor del pozo que ya hacía tres horas que estaba funcionando. Al hallarse de espaldas la tomé por debajo de los brazos para arrojarla a las profundidades; luchó conmigo, pero tuve más fuerzas y logré vencerla. Completamente loco tomé a Carlitos, a Miguel Ángel y a Marisol y uno a uno los tiré al pozo. María Teresa, horrorizada, intentó escapar, pero la corrí y pese a su defensa conseguí asirla lanzándola también al vacío. Después me fui para casa, cené con mi concubina y me acosté a dormir. Al enterarme que Carlitos, María Teresa y la señora de Torterolo estaban con vida, comprendí que estaba perdido pues me iban a reconocer. En un intento por salvarme negué, pero no puedo más y por eso confieso”.
Poco importó que Cristina Bejek, compañera de Hernández Jara, dijera que el peón “estaba conmigo a la hora del crimen, participando en un culto evangelista”.
La carta de Hernández Jara
En las semanas que siguieron al terrible drama, la prensa uruguaya -toda la prensa, con una excepción- le dedicó los más ultrajantes calificativos al procesado: “salvaje” … “infradotado” … “despiadado” … “un bárbaro asesino que pasará el resto de su vida en la cárcel”. Para colmo, cada vez que Hernández Jara se enfrentaba a los fotógrafos adoptaba actitudes payasescas o caminaba como un mono, asegurando que él era inocente.
Un periodista de El Diario de la noche, Humberto Dolce, había manifestado sus dudas sobre la culpabilidad del peón rural. No le cerraba que Hernández Jara, un rudimentario labriego de manos encallecidas y complexión menuda hubiera podido someter y arrojar al pozo a una mujer corpulenta, de más de 100 kilos de peso según las crónicas.
Dolce no era un periodista novato. Había trabajado en El Diario durante cuatro décadas. En su Historia de la Prensa en el Uruguay, el escritor Daniel Álvarez Ferretjans recuerda que Dolce, en 1939, había logrado en exclusiva el relato del combate naval del Graf Spee con tres cruceros británicos y la noticia de que el acorazado alemán navegaba rumbo a Montevideo con el fin de hacer reparaciones. También obtuvo para el diario la primicia del asesinato de Herbert Cukurs (cuyo cadáver fue encontrado en un baúl en Shangrilá, en 1965), y en la década del 50 había concertado con las hermanas Laura y Clara Masiloti la búsqueda del legendario tesoro enterrado en el Cementerio Central.
“Humberto Dolce (apodado “El Ciruja”, con su infaltable cigarro toscano a medio consumir en los labios) era el clásico reportero volante que trabajaba en la calle o en contacto con las seccionales policiales, cultivando sus fuentes y olfateando el eventual título del diario. Un verdadero sabueso”, recuerda Álvarez Ferretjans en su libro.
Por eso no resultó extraño que Hernández Jara, desde la cárcel, enviara el 27 de mayo a El Diario una carta proclamando su inocencia, que Dolce publicó más de una vez, y que extractamos a continuación, respetando la ortografía original del humilde peón.
“Sr. Director del Diario de la noche.
“Le abla un procesado de Canelones. Me llamo Pablo Hernándes Jara. Quiero hacer una confeción. Se trata del caso Torterolo. Todo empesó en la noche del 1 de abril. Eran las 12 de la noche mas o menos cuando golpiaron la pared. Era el vecino de al lado y me dijo que tiraron la familia Torterolo al pozo. Yo no ice caso”.
“Al hotro día me levanté y estaba lloviendo y fui con ropa de trabajo. Pregunté: qué pasó. Ya sabía que pasava por el vecino. Tuve 15 minutos y dije asta luego… Yo sali para la casa, llege y me dijo mi señora que la comida estava pronta, me dijo anda y compra un litro de vino. Yo me fui a comprar el vino a lo de Ramón Coito. Sali con el vino para mi casa, llege y comi con mi señora. Yo seque los platos y limpié la mesa. Luego me acosté a dormir la siesta” …
“A la noche fui a vuscar tabaco, a lo de Martines y no avía y me fui para casa y me vuscaba la policía… Mas tarde llega la policía, el comisario y el chofer. El comisario me dijo manos arriba ya dentro de mi casa. Me apuntaban como si yo fuera un criminal de profesion”.
El peón prosigue denunciando el maltrato que recibió en la comisaría, donde pasó esa noche, y agrega:
“Salí a las 7 de la mañana adonde el niño (Carlos) estaba internado. Me dijo el niño que yo era el culpable. Yo no comprendo como el niño me acusa ya que el niño me quiere mucho” …
(Unos párrafos más adelante): “Vino al penal una persona que se llama Lalo es del jusgado de Pando y me dijo que yo avia matado a los niños y que tenia 30 años de pricion y yo le dije que no era el acesino”.
“Pasan los días y yo sigo en la cárcel. Pasando miceria sufro mucho. Mi señora pasa sin saber como yo estoi ni yo se como pasa ella, si pasa ambre, si pasa frio… Yo espero un alma vuena y jenerosa para conmigo… (Firmado): Pablo Hernandes”.
Buena parte de los colegas de la competencia desacreditaron esa carta como una invención de Humberto Dolce, empeñado en probar la inocencia de Hernández Jara. El argumento esgrimido fue que el peón rural, medio analfabeto, no podía leer ni escribir (cosa que luego se demostró falsa).
Reconstrucción del crimen
A todo esto, la Sra. Esther González de Torterolo, aún bajo los efectos de la conmoción, continuaba su tratamiento en el Hospital Italiano; Carlitos había sido dado de alta y Teresita, aislada en el Hospital de Clínicas, no salía de la cama.
Algunas dudas habían surgido en la mente del juez letrado de Pando, Dr. Julio César Borges, con respecto a la actuación solitaria de Hernández Jara en el crimen. El sospechoso fue sometido a un examen en el Hospital Vilardebó y pasó con nota de “imputable”, aunque fueron bien señaladas sus deficiencias de lenguaje. Pese a ello, no parecía probable que el peón rural hubiera completado, él solo, la proeza de arrojar a los niños y a la madre al pozo, y además no quedaba claro el presunto móvil.
El juez Borges cavilaba día y noche. No le cerraba el patrón del “asesino solitario”.
En los días que siguieron hubo más detenciones en Canelones y, entre los demorados, quedó complicado Alejandro Herrera, conocido en su ambiente como “Prospitti”. Se trataba de un ex empleado de la quinta que, decían, había sido despedido por Torterolo y buscaba vengarse. Herrera podía ser ese “hombre de camisa blanca” que uno de los niños había descripto a la policía, aunque la oscuridad reinante aquella noche no le permitía confirmar su identidad.
Hernández Jara y Herrera se acusaban mutuamente. La prensa todavía especulaba sobre el caso. Y así el juez ordenó la reconstrucción, fijada para el día 15 de junio en el escenario del crimen.
Faltaban menos de dos semanas para que el presidente Bordaberry disolviera las cámaras. En los salones había ruido de botas militares pero el espantoso suceso de Colonia Nicolich concentraba la atención de la gente. En la instancia participaron la Sra. González de Torterolo, ya recuperada, y también su hijo Carlitos, con blanca túnica escolar y moña azul. Se lo vio “muy sereno”, decían los periodistas.
Enjambres de vecinos y curiosos se arremolinaban sobre la ruta 101 (entonces de una sola vía), junto a los límites de la quinta cuyo perímetro había sido acordonado por la policía de Canelones.
“Pese al estado de nervios en que se encontraba, Esther González de Torterolo en todo momento acusaba a Hernández Jara gritándole en la cara: “¡Usted miente!... ¡Usted miente!”, cada vez que el homicida pretendía hacerse el inocente”, recuerda una crónica de aquel tiempo.
Herrera y Hernández Jara, acorralados, estuvieron a punto de irse a las manos, uno acusando al otro y el otro negando su participación.
En un momento de tensión y nerviosismo, la madre comenzó a llorar desconsoladamente. Hernández Jara fue sacado del lugar y entonces la mujer reveló que vivía una situación angustiosa. Recordó que unos días antes, al visitarla en el hospital, su hija Teresita la sorprendió llorando y quiso saber la razón. “Lloro por tus hermanitos que se fueron”. Se abrazaron madre e hija y la primera le preguntó a la niña si tenía alguna duda de la responsabilidad de Pablo.
“No -le respondió la niña-. Yo vi a Pablo cuando me corrió entre los canteros de lechugas”.
El doctor Borges concluyó el sumario con el convencimiento de haber llegado a la verdad luego de la reconstrucción del suceso y de los coincidentes testimonios de las víctimas. “El caso está aclarado”, sentenció.
De inmediato, ratificó el procesamiento de Hernández Jara como autor, endilgándole el móvil de “insanía sexual”, y también de Herrera, como cómplice.
“¡PROCESARON A LOS MONSTRUOS!”, tituló la prensa el 16 de junio.
Pero el caso, a los pocos días, iba a dar un giro sorprendente.