La hazaña del niño Dionisio Díaz, que en la madrugada del 10 de mayo de 1929 recorrió una legua a través del campo, con una herida abierta en el vientre, cargando en brazos a su pequeña hermana de un año, y que forjó con el tiempo una leyenda grandiosa de heroicidad, pasó completamente inadvertida en el momento. El bárbaro asesinato de su madre y su tío a manos de su abuelo Juan Díaz, y la posterior muerte de Dionisio, resultaron opacados por otro suceso coincidente que salpicó a una ilustre familia y monopolizó las crónicas policiales: el llamado “crimen de La Ternera”.
De ese olvido fortuito la rescató meses después el periodista de El País José Flores Sánchez, que firmaba con el seudónimo “Pedro de Santillana”. Por encargo del diario, viajó a Treinta y Tres, trabajó a los vecinos del poblado del Oro, exploró el humilde conjunto de ranchos donde vivía Dionisio y escribió un emocionante y detallado artículo que podría haberse titulado “A Sangre fría”, si el destino no hubiese reservado ese nombre al escritor Truman Capote. La narración tuvo un eco de tal magnitud que había de convertirse en una monografía que se consulta aun en nuestros días: “El Pequeño Héroe del Arroyo del Oro, primer relato documentado de la vida del heroico niño”, es el título de la edición popular de octubre de 1929, hoy avejentada y ocre, que figura con la signatura 21/17.155 en el catálogo de la Biblioteca Nacional.
El comienzo de la historia describe un diálogo —ilusorio, muy probablemente— entre Juan Díaz y su nieto, que retrata con breves pinceladas el carácter de ambos. El abuelo es presentado como un viejo gaucho rudo y hosco.
—¡Dionisio! —rezongó la voz del viejo, que se extendió en un murmullo de rabia. Y cuando llegó el pequeño, mirándolo con sus grandes ojos azules en una expresión interrogadora:
—¿No tenés otro lado a dónde ir? —dijo bramando—. ¿No tiene? ¡Diga, mocoso de porquería! … Ya le he dicho que no quiero que se arrime al “Zurdo”. Ese no es de aquí, no es de los nuestros; es de una casta cochina que se coló en mis pagos como un perro…
—¡Pare, tata viejo! …
El viejo no le dejó terminar la frase. Tenía un poco de miedo a las razones del niño. El chico siempre tenía razón cuando hablaba. … El viejo Juan Díaz no quería ser convencido otra vez por su nieto… A veces, cuando sentía la influencia dominadora de su nieto, sentía arder la sangre en sus venas, crispaba las manos y se mordía el labio inferior, lo que le daba un aspecto salvaje”.
Dionisio, que había cumplido 9 años un día antes del doble crimen, y su abuelo, que tenía 74, convivían en un mínimo conjunto de casas de barro y caña, a unos 5 kilómetros de la seccional de Mendizábal. Era hijo natural de María Luisa, soltera, de 29 años. No se sabe a ciencia cierta quién era el padre, aunque no han escaseado las especulaciones. Ya es sabido que en ese tiempo y en ese aislamiento, los parentescos eran vidriosos.
María Luisa, que vivía con el niño y el abuelo en uno de los ranchos, tenía otra hija de un año de edad, Marina, fruto de su cohabitación con el esquilador y contrabandista Luis Ramos, hijo del “Zurdo” —por quien Juan Díaz profesaba un esmerado desprecio.
Con ellos, en rancho aparte, también convivía el hijastro de Juan Díaz, Eduardo Fasciolo (31), cariñoso tío de Dionisio, que en un cumpleaños le regaló un caballito de madera tallado que aún se conserva en la Casa de la Cultura de Treinta y Tres, víctima frecuente de las polillas. Era lisiado. Lo mantenía en equilibrio un pie de madera fabricado por él mismo.
"Tal es la exigua galería de personajes del drama. Salvo por Luis Ramos, el padre de Marina, que se hallaba en una de sus habituales ausencias, todos estaban presentes la noche del 9 de mayo".
Oscuridad en el rancho
El escenario del Oro también es minúsculo: un pueblito “con muy pocos ranchos de mala muerte”, peones, esquiladores, troperos y policías. Un decorado de llanuras, cañadas y pastizales surcado por un arroyo, poblado de inmensas soledades. En el centro de ese cuadro, dos ranchos de paja y terrón, un galpón, un chiquero, la casilla de perro y un gallinero constituían toda la posesión de la familia Díaz.
La noche siguiente al cumpleaños de Dionisio, al viejo Juan Díaz lo entonaba acaso un vino pendenciero. Enloquecido de furor, aborrecía las relaciones de María Luisa con Luis Ramos, el hijo del “Zurdo”, que venía cada tanto al rancho, a convivir con su pareja, y usaba las herramientas, ensillaba un caballo y daba órdenes, y eso al viejo lo sulfuraba. Pedro de Santillana, en su reportaje, dibuja deplorables rasgos del viejo moviéndose en la oscuridad de su habitación, con el facón en la mano, ensayando lances contra sombras imaginarias, mezcla inverosímil de mono y jaguar dispuesto a saltar sobre su presa.
La noche del 9 de mayo de 1929 era, en el relato de Pedro de Santillana, “una noche de espesas sombras negras que se tendían a lo largo de las laderas, sumergidas en un silencio absoluto. No se oía ni el grito de las aves nocturnas. El frío helaba los campos…”.
Una sombra más espesa que la de la noche vagaba por los ranchos. El viejo Díaz, metido en su poncho, cruzaba a grandes pasos el espacio entre la portera y el rancho nuevo, donde acababa de entrar Eduardo.
En el otro rancho dormían María Luisa, Dionisio y la beba…
Un grito angustioso de Dionisio la despertó, haciéndola incorporar en su lecho.
—¡Mamita, el viejo te mata!
El viejo, tropezando a su paso, se hallaba ante ella con el cuchillo en la mano. Dionisio intentó interponerse, pero fue apartado de un manotazo.
—¡Es para vos! ¡Perra!
María lanzó un grito desgarrador. El cuchillo del viejo se había hundido en su pecho.
Pedro de Santillana narra cómo el niño se metió varias veces para detener al abuelo enloquecido y recibió una corte en un brazo y un tajo en la ingle.
A los gritos, acudió el tío Eduardo, pero Juan Díaz, al sentirlo venir, le salió al encuentro, trabándose ambos en pelea en el patio. Dionisio, pese al fuerte dolor de su herida en el vientre, levantó en brazos a su hermanita, la oprimió contra su pecho y salió para refugiarse en el rancho de su tío. Al pasar frente a las dos sombras que se agitaban, oyó la voz desesperada del lisiado:
“¡Dionisio, alcánzame el cuchillo!”.
El niño penetró en el rancho, depositó a su hermanita en la cama de Eduardo y cruzó veloz las tinieblas para llevarle el cuchillo desenfundado a su tío. Hubo un cruce de aceros y de maldiciones, arremetidas y repliegues, que Dionisio contemplaba con ojos desmesurados desde el rancho, con la puerta entreabierta, hasta que Eduardo resultó mortalmente herido. Entonces, el niño trancó la puerta.
Travesía nocturna
No pasó mucho rato hasta que escuchó a alguien llamando a golpes. El niño aguantó la respiración.
“¡Abrime Dionisio, abrime...!”. Era Eduardo, jadeante y moribundo. Del abuelo, no se veía ni la sombra.
“El tío arrastrándose llegó hasta la puerta y me pidió que le abriera. Pensé que se arrastraba porque había perdido el pie de madera… El tío me dio la plata, me dijo dónde guardaba cuatro pesos. Me dijo: las ovejas son para ti. El caballo es para ti. También el apero. Luego se quedó dormido, no habló más”. (Testimonio de Dionisio al día siguiente, en la comisaría).
¿En qué pensaba el niño durante la larga vigilia en aquel rancho poblado de muerte? ¿Pensaba en su hermanita Marina, cuyo llanto podía atraer de regreso a su abuelo loco? ¿Pensaba acaso en Luis Ramos, y en cómo lo echaba en falta esa noche?
Muchos años después, Luis Ramos contó en una entrevista: “Yo estaba en Cerro Largo y usted no lo creerá, pero el testigo está vivo en la Charqueada: Santos Barreto. Con él, íbamos para Melo. Y en la noche del hecho, yo soñé tal cual pasaron los hechos. Al otro día, antes de llegar a Río Branco, nos bajamos del caballo y entonces se lo historié. Barreto me dijo: ‘vos estás loco’. Al regresar, en el Tacuarí, supimos lo que había ocurrido. Era el día 13. En la noche del hecho en El Oro, yo lo soñé allá, pregúntele a Barreto que está vivo en La Charqueada”.
En el Romance de Dionisio Díaz (1949) el poeta gauchesco Serafín J. García describió en versos el valiente comportamiento del niño en la soledad de la noche:
"Vendóse entonces la herida
sin un gesto, sin un grito,
y arropando a la pequeña
se tendió en el duro suelo,
junto al cadáver ya rígido,
todo el cuerpo ardiendo en fiebre…"
Cuando rayaba el alba, recobró fuerzas y abrió la puerta del rancho al frío de la madrugada, sorteando el cuerpo inerte de su tío. Pedro de Santillana, en las páginas finales de su publicación, subraya que el niño miró temeroso a los lados, pero no viendo la presencia del viejo, oprimió a su pequeña hermana contra el vientre que volvía a martirizarlo con agudos dolores.
El camino a la comisaría de Mendizábal era largo y escabroso aun tomando por atajos y cruzando alambradas: legua y media tendida a lo largo del Arroyo del Oro y de las barrancas. El paso de Dionisio era firme; ya no sentía la fatiga y sólo se contraía su rostro en muecas de dolor cuando debía atravesar algún sitio difícil. Entonces una ansiosa incertidumbre ensombrecía su mente. “¿Tendré fuerzas?”.
Varias veces tropezó en la maleza, y varias veces volvió a erguirse sosteniendo a Marina en sus brazos, durante un doloroso trayecto que hoy día reviven hombres y mujeres, maestros y escolares, emulando su proeza.
Concluye Pedro de Santillana:
Eran las 10 de la mañana cuando la comisaría de la segunda rural de Treinta y Tres, que ocupa dos ranchos desvencijados, despertaba de su sueño después de una noche de patrullar a caballo en busca de contrabandistas.
"¡Es inexplicable que no llorara!"
“Había un viento helado. Tan frío estaba que cuando llegó el niño, estábamos tomando mate al abrigo del sol”, recordaba años después Carlos Yelós, escribiente de la Comisaría de El Oro en 1929. Él y otro policía recibieron a Dionisio cuando llegó herido.
“Apareció por el frente. Vimos que venía un niño. Lo conocimos cuando estaba a unos 15 metros. A la hermana la había dejado en la casa de Lalo González que había sido policía y era alcalde; tenía un ranchito a media cuadra. Sus primeras palabras fueron: ‘El abuelo mató a mi madre y al tío Eduardo y me hirió a mí’. Lo acosté en mi cama. Mandé buscar a una vecina y le pedí que quedara allí cuidándolo. Venía fajado. Le dolía porque estaba con los intestinos afuera. No se podía apretar. Estaba malo. No se quejaba. Lo único que expresaba era rabia porque le habían matado a la madre y al tío Eduardo… Es inexplicable que no llorara, ¡con aquellas heridas!” (Testimonio de Carlos Yelós registrado por los maestros Ariel Pinho Boasso y Sebastián Rivero Amaro).
El escribiente redactó el parte policial cuyo facsímil se reproduce.
“Libro a conocimiento de Ud. que a la hora 10 del día de hoy se presentó a esta comisaría el menor de 9 años Dionisio Díaz herido de una puñalada en el vientre …, manifestando que el autor era su abuelo de nombre Juan Díaz, quien a su vez había dado muerte a sus hijos, Eduardo y María, esta última madre del nombrado menor. Solicito presencia inmediata del médico de policía debido a la gravedad del menor. Salgo para el lugar del hecho”.
Otro informe al juez letrado departamental, enviado más tarde por el comisario Ramón Da Rosa, reseña lo que se halló en la escena del crimen:
“Comparecí de inmediato al lugar del hecho, comprobando que se encontraban ya cadáveres, los hermanos María Díaz y Eduardo Fasciolo. La primera: oriental, soltera de 29 años, se encontraba tendida en el suelo boca arriba, en la pieza que servía de dormitorio a su padre y matador, presentando dos heridas profundas, una en el pecho a la altura del corazón y otra en la espalda del lado derecho. Y dos cortes en las manos”.
“En la misma pieza tendido en el suelo se encontraba un colchón en el que estaba acostada María con su hijo Dionisio, cuando fue atacada a puñaladas por su padre. El menor nombrado fue herido al pretender defender a su madre.
“A pocos metros en otra pieza se encontraba el cadáver de Eduardo Fasciolo, tendido en el suelo boca arriba, el que presentaba seis heridas profundas en la espalda y una en el brazo izquierdo.
En el patio hay señales de lucha y grandes manchas de sangre.”
“El criminal no ha sido aún encontrado, disponiendo el suscrito su búsqueda”.
No fue hasta el 6 de setiembre que se encontró el cuerpo del matador, flotando en una laguna a 20 cuadras de su casa. Tenía una cincha de cuero alrededor del cuello, que sujetaba una piedra con la que se había sumergido. El cadáver no había salido a flote hasta que empezó a descomponerse. Se presumió “suicidio por inmersión”.
Agonía y final
Un médico, en tanto, fue llamado y llegó de Vergara a la comisaría para atender al muchacho. Dionisio estaba tendido en un sucio catre, con las ropas y el vendaje manchados de sangre. No dejaba de hablar y de pedir que cuidaran a Marina.
El médico, Antonio Pisano, confirmó el estupor de los policías al ver la entidad de la herida abierta en el vientre, que dejaba a la vista los intestinos. Todos se preguntaban cómo había sido capaz de recorrer esa distancia cargando a una beba en brazos.
Antes de proceder a una operación para cerrar el corte, el médico le explicó: “Primero vamos a hacerte dormir, para que no sufras”. Después de culminada la cirugía, advirtió que debía ser conducido a un hospital para atajar una posible infección.
Cuando al día siguiente Dionisio era trasladado a Treinta y Tres, en una cachila Ford de Víctor Prigue, la fiebre consumía su cerebro. No llegó a destino. Murió en el vehículo, en los brazos de Carlos Yelós, según el testimonio que se recoge en una serie de notas de Pinho Boasso y Rivero Amaro, publicadas en 1982 en el semanario Palabra, de Treinta y Tres.
Marina Ramos, sobreviviente
No quedan testigos de aquellas desgraciadas jornadas. Salvo Marina Ramos Díaz, la hermana de Dionisio Díaz, que tiene 95 años y reside en la ciudad de Treinta y Tres.
El pasado mes de abril, en el marco del Festival del Olimar, Marina recibió un galardón de manos del intendente Mario Silvera. Hace un tiempo, en una entrevista para un filme televisivo de Eduardo Batista, le confió que no supo hasta los 9 años que ella era la hermana de Dionisio Díaz.
“Los que me criaron nunca me dijeron. Recién me enteré cuando fui a la escuela, que fui de grande porque donde yo vivía no había escuela. Me lo dijeron primero los niños y después me lo confirmó la maestra. Entonces fui a casa y pregunté por qué no me lo habían dicho, y me contestaron que de eso ahí no se hablaba. Había mucho hermetismo. Quizás temían que yo comentara por ahí que a mi madre la habían matado y que había sido mi abuelo, no sé”.
A los 18 años Marina se vino a la ciudad de Treinta y Tres, donde hoy reside, y aprendió el oficio de costurera. Pasado un tiempo le ofrecieron un puesto en Salud Publica. “Hice el curso de enfermera y trabajé más de 30 años ahí”.
Marina declara: “Todos me decían que mi abuelo era buenísimo... Todo eso lo he pensado yo, por qué hizo lo que hizo… Yo lo perdono porque pienso que un mal momento lo tiene cualquiera”.
Cuando llamamos hace pocos días a Marina Ramos a su casa, ella misma atiende con una voz que sugiere su avanzada edad. Sale poco. Se desplaza con andador. “¿Del diario El País?... Quiero mandarles un saludo a sus lectores. Yo lo compro seguido, cuando tengo unos pesitos. Fue el primero que publicó la historia de Dionisio, la que se lee en las escuelas…”.
Un emblema cultural
En efecto, “El Pequeño Héroe del Arroyo del Oro”, de Pedro de Santillana, fue el relato que dio origen a la leyenda de Dionisio Díaz, que se alimentó después con películas de cine, libros, poemas, monumentos, obras de teatro y enseñanzas en las escuelas de todo el país.
En el filo de los años 30, un productor llamado Carlos Alonso realizó una de las primeras películas del cine uruguayo sobre el drama de Treinta y Tres, con un joven Alberto Candeau —lector de la proclama en el acto del Obelisco de 1983— en el papel de funcionario policial que recibe a Dionisio a su llegada a la comisaría. La película muda se proyectó principalmente en cines del interior.
En 1947 se publicó el largo Romance de Dionisio Díaz, del poeta Serafín J. García, que concluye en rimas famosas:
Dionisio: estás en el pueblo ya para siempre jamás,
como en el sol está el día, como en el trigo está el pan.
Dicen tu nombre los niños con voz de miel y cristal,
para que aquel que lo escuche ya no lo pueda olvidar.
En 1954 se inauguró en el Parque Colón de Treinta y Tres el monumento en granito a Dionisio Díaz, obra del escultor José Belloni, financiada con el aporte de los niños de todas las escuelas públicas y privadas del país. Al pie del monumento, que representa al niño cargando a su hermana, se inscribió la leyenda “Dionisio Díaz el héroe de Arroyo del Oro, ejemplo infantil de sacrificio de amor y de heroísmo”. (Esta obra posteriormente fue trasladada a un nuevo emplazamiento ubicado al ingreso a la ciudad de Treinta y Tres).
En 1979 se publicó El Pequeño Dionisio, un muy documentado trabajo de los maestros Ariel Pinho Boasso y Sebastián Rivero Amaro, consultado para esta nota.
Al cumplirse el 8 de mayo de 2020 los 100 años de su nacimiento, el profesor Omar Mesa Prado organizó en Treinta y Tres un encuentro de peregrinación y homenaje que quedó trunco por la aparición inesperada del Covid-19. El encuentro, sin embargo, se realizó el año pasado.
Y la historia del “pequeño héroe” pervive aún en este nuevo siglo, porque —como dijo alguien— “lo que hizo Dionisio esa noche no es de este mundo”.
En 1993, bajo la presidencia de Lacalle Herrera, se aprobó una ley que designaba con el nombre de “Dionisio Díaz” a una escuela de cada departamento del país, a excepción de Montevideo y de Treinta y Tres, que ya contaba con una institución: la Escuela Nº 4 Pequeño Dionisio.
En todas las aulas del departamento olimareño se conmemora el hecho cada 9 de mayo, y los niños aprenden su historia como la de un gran ejemplo de sacrificio.