“Al acordar el crimen con el señor feudal, los humildes peones Octalivio y Orcilio Silvera creían haber firmado un pacto con Dios; pero habían pactado con el diablo”.
(De un artículo firmado por Luz y Fer en El País, diciembre de 1935)
Mucha agua había corrido bajo el puente en ese transcurso: se había inaugurado el Estadio Centenario en 1930; la selección de Uruguay había ganado la primera Copa del Mundo de fútbol; las mujeres conquistaban en 1932 el derecho al sufragio; se había producido el golpe de Estado de Gabriel Terra en 1933 y aprobado una nueva Constitución en 1934. Pero el asesinato perpetrado en la estancia “La Ternera” seguía reclamando la atención popular porque involucraba a conocidas figuras: hasta el presidente de la República, Dr. Campisteguy, había sido llamado a testificar durante la instrucción del sumario.
El lunes, mucho antes de las 9, ya había un apretado gentío en la calle esperando que se abrieran las puertas para asistir a la audiencia. Fueron entrando por orden hasta que se colmó el local. La escena se repitió durante los siete días que duró el juicio.
“Es admirable la paciencia de los asistentes que deben permanecer allí quietos, durante horas y horas, sin abandonar su asiento por temor a ser suplantados”, pintaba una crónica de prensa. “Y no se trata de hombres con pocas obligaciones, sino de personas de trabajo. Tampoco faltan las representantes del otro sexo -jóvenes, ancianas, hasta niñas- que no se pierden un solo detalle de la lectura del expediente, aun cuando en éste existen pasajes no del todo adecuados para oídos femeninos”.
Los cinco acusados
Los curiosos querían ver cara a cara a los cinco acusados. Los hermanos Octalivio y Orcilio Silvera, sentados en bancos contiguos, parecían dos corderos camino al matadero; a su lado, la empleada y cómplice Martina Silva iba “vestida de acuerdo con la moda, con traje azul, sombrero negro y unas gafas cubriendo sus ojos”, según la retrataba El Diario de la noche.
Por delante de ellos se sentaba otro de los procesados: el encargado de postas Antonio Silvera, señalado como “mediador” del arreglo entre el caudillo y sus sobrinos Octalivio y Orcilio. Durante el juicio llevaba el brazo derecho “en cabestrillo”, atado con un pañuelo negro. Era un hombre de máxima confianza de Saravia hasta el extremo de que éste había hecho gestiones al más alto nivel para que fuese nombrado, en un futuro próximo, comisario de la jurisdicción de Olimar. (Fue debido a esta probable designación que se llamó como testigo al entonces presidente Campisteguy, quien lo corroboró).
Pero el foco de atención lo concentraba don José Saravia, el poderoso hacendado olimareño de 77 años, hermano de Aparicio y Gumersindo, aunque afiliado al Partido Colorado. Para unos, Saravia era un personaje siniestro, protector de contrabandistas y cuatreros; otros lo presentaban como un vecino “amable” y “benefactor”. Acusado de encargar la muerte de su esposa, fue recibido con gritos de “¡Asesino!” cuando descendió de un auto de la Sanidad Militar.
La policía tuvo que formar un cordón para evitar que la gente le impidiera el acceso a la sala del tribunal.
De traje oscuro y pañuelo blanco asomando por el bolsillo delantero, prolijamente afeitado, con ojos escurridizos que se movían tras los anteojos e intentando dominar un acceso de tos, Saravia hizo entrada del brazo de su abogado defensor, el célebre Dr. Raúl Jude.
El jurado
Un capítulo aparte merece el jurado, ya que fue responsable del escandaloso veredicto con que culminó el juicio en primera instancia.
Los jurados en Uruguay nacieron con el Código de Instrucción Criminal de 1878. Los requisitos para ser elegido eran: ser ciudadano, de entre 25 y 70 años, saber leer y escribir y tener residencia en el país. Se les reclamaba “honorabilidad”. Nada se especificaba acerca del sexo en la ley, pero puesto que las mujeres no podían votar y era la Corte Electoral la que sorteaba la nómina de ciudadanos para desempeñar la tarea, no sorprende que todos los miembros que juzgaron el caso de “La Ternera” fueran varones.
En primera instancia, el jurado debía constituirse con solo cuatro ciudadanos comunes, legos en Derecho. El sorteo favoreció a Federico Abbondanza (hijo), Luis María Brezzo, Antonio Pucciano y Héctor Olivieri, de quienes no se dieron a conocer más datos.
Las tres primeras jornadas se dedicaron a la paciente y densa lectura de un expediente de más de 4.000 fojas que, puestas una encima de otra, superaban el metro de altura. En el curso de esa travesía que parecía interminable, Octalivio Silvera se desmayó tres veces. Según las crónicas, el acusado “atribuye esos desvanecimientos al hecho de que como ve con un solo ojo, y este lo tiene fijo en el expediente que lee, eso puede ser causa de su mareo.”
Del juez, Pedro José Pirán, muy poco se describe en las notas, salvo que su rostro permanece “impasible” durante las audiencias. También se mantiene “atento y hermético” el fiscal Luis Enrique Piñeyro Chain. En cambio, el doctor Jude “es una orquesta de ademanes, de gesticulaciones que, en cualquier partida de ajedrez, motivarían un llamado de atención”.
Principales controversias
No vamos a abrumar al lector recorriendo los vericuetos del abultado dossier, pero señalaremos los principales puntos de fricción entre la acusación y la defensa, antes de conocer el veredicto.
Desde el comienzo, el Fiscal del Crimen Luis Piñeyro Chain tenía en su mano triunfos de tal calidad que no vio necesario participar de todas las sesiones del juicio. Hizo, sí, la recapitulación oral de los principales hechos que inculpaban a Saravia, entre los cuales hay que destacar:
1) La entrevista junto al arroyo La Ternera con los dos sicarios, la víspera del asesinato, para concretar el plan (parte medular de la confesión de los hermanos Silvera);
2) la orden de efectuar un rodeo y yerra de ganado al día siguiente, con todos los varones de la estancia, para dejar la casa familiar sin protección, a fin de facilitar la obra de los asesinos;
3) la confesión por voluntad propia de la empleada Martina Silva, acerca de “unos polvos” (probablemente, cianuro de potasio) que ella había recibido de Saravia, un mes antes del crimen, y que debía poner en el mate de doña Jacinta, con el fin de envenenarla.
De esos puntos, el más delicado y comprometedor para Saravia era el de la entrevista que mantuvo con los hermanos Silvera la víspera del asesinato, y que estos confesaron cuando fueron interrogados, cada uno por separado, aportando detalles que mal podrían ser fruto de la inventiva de rudos peones. Dijeron que Saravia había acudido a la orilla del arroyo montando “una petiza malacara”, que “no llevaba poncho” ni abrigo, y que les pidió “no machucar” a doña Jacinta cuando la ahorcaran.
El Dr. Jude golpeó sobre ese eslabón de la cadena. Primero menoscabó los detalles “de color”, sosteniendo que Saravia “siempre” iba montado en esa “petiza malacara” y que no llevaba poncho cuando hacía calor, como aquella tarde. Arguyó que estas minucias bien podían ser conocidas por los hermanos Silvera. Sin embargo, la fiscalía presentó varios testimonios afirmando que Saravia no tenía un caballo preferido y que montaba otros, además del “malacara”. Y casi siempre andaba de poncho o con abrigo.
Testigos "preparados"
El abogado defensor presentó entonces tres testigos: los señores Cuadrado, Frascolla y Doroteo Pérez -comerciantes de Pueblo Olimar- que aseguraron haber visto “pasar a caballo” a Orcilio Silvera, el menor de los hermanos, la tarde del sábado en que se celebró “la entrevista”. Pero cuando el juez preguntó, primero a Cuadrado y después a Frascolla, si había alguien más presente en sus comercios a la hora en que pasaba Orcilio a caballo, ambos nombraron a una sola persona: Doroteo Pérez.
El fiscal Piñeyro Chain notó la impostura y señaló: “Este hombre parece tener la virtud de la ubicuidad: estar en dos comercios distintos al mismo tiempo, para ver pasar a la misma persona”. Subrayó que esa prueba de la defensa no podía ser tenida en cuenta porque estaba “preparada” y se trataba de tres testigos “estrechamente vinculados a Saravia”.
Sobre la orden de efectuar la “yerra” en la madrugada del domingo 28 de abril, para alejar a los peones de la estancia y dejar libre el paso a los asesinos, Jude sostuvo que no era posible que la decisión fuera tomada con tan escaso margen de tiempo, cuando la entrevista con los sicarios había tenido lugar en la tarde del sábado. Pero el fiscal recordó que “el mismo Saravia dice que el personal fue avisado el sábado, y concuerda con todos los peones del establecimiento que fueron llamados a declarar: el anuncio de la yerra se hizo el sábado al atardecer; esto es, después de celebrado el convenio criminal”.
“Solo una persona dice otra cosa, y es precisamente Antonio Silvera, uno de los instigadores del crimen y mano derecha de Saravia”. Este hombre, de quien sabemos que Saravia apadrinaba como candidato a comisario, sostuvo que el patrón le comunicó lo de la yerra varios días antes, mientras cazaban zorros juntos. “Pero Saravia -apuntó el fiscal- dijo que no recordaba haber ido a cazar zorros con Antonio Silvera”.
Como una roca
Resumió Piñeyro Chain la acusación tomando como base las confesiones espontáneas de los dos hermanos, autores materiales del crimen, y de la empleada doméstica que facilitó la entrada a la casa aquel domingo. Los tres señalaban a José Saravia como instigador y a Antonio Silvera en calidad de mediador del arreglo entre el estanciero y sus sobrinos.
“¿Qué interés, si no fuera otro que la verdad, tendrían los dos hermanos de acusar al poderoso caudillo e involucrar a su tío en el horrendo crimen? Nada tienen para ganar y sí, en cambio, mucho para perder… ¿Qué interés tendría Martina Silva, empleada doméstica y esposa del capataz de la estancia, en acusar a su patrón de querer envenenar a su esposa?”.
La acusación lucía sólida como una roca, casi invulnerable. Y el Dr. Raúl Jude no parecía contar con otros recursos que su formidable personalidad y su extendida influencia para obtener la absolución de Saravia.
Peso pesado
Abogado y político, con 44 años de edad entonces, el Dr. Jude había sido ministro de Justicia y senador por el Partido Colorado, y además presidente de la Asociación Uruguaya de Fútbol (fue quien recibió, de mano de Jules Rimet, la Copa del Mundo que ganó Uruguay en 1930). Tras el golpe de Estado de Terra, en 1933, fue nombrado miembro de la Junta de Gobierno.
Con semejante currículum, su vozarrón y sus aspavientos, era muy difícil que no ejerciera influencia decisiva en los integrantes del jurado. A fin de contrarrestar el efecto de la firme acusación contra su defendido, a quien presentó como “víctima de una confabulación”, el hábil abogado no dejó ningún arma sin usar.
El blanco sobre quien más se cebó fue la doméstica Martina Silva, que había revelado motu propio la propuesta que le hizo Saravia de envenenar a su esposa con “unos polvos” que debía ponerle en el mate, y que ella rehusó llevar a cabo. Jude recordó el primer careo entre la sirvienta y Saravia, cuándo éste la tildó de “china sabandija” y “asesina”, y Martina replicó: “No era asesina cuando usted me pretendía”…
Descendió el defensor a atacar la moral de Martina, en tono irónico: “Resulta que la acusada no fue nunca muy exigente en materia de amores y que ofrendó sus gracias a negros y a pardos sin mayores preocupaciones de selección social. ¿Qué razón podría haber tenido para negarse a un requerimiento de Saravia si se hubiese efectivamente producido?”
Finalizó el Dr. Jude dedicando un panegírico al caudillaje criollo y a su defendido, de quien recordó sus lazos sanguíneos con Aparicio y Gumersindo Saravia, su generosidad, sus dádivas, sus grandes obras sociales: “Había construido una escuela que le costaba 1.500 pesos al año y en ella proporcionaba útiles a los concurrentes. De vez en cuando carneaba y repartía alimentos al pobrerío de su partido… Laborioso, bien conceptuado, no tenía hijos, pero un enjambre de chicos había siempre en su estancia”.
Delibera el jurado
Al culminar las exposiciones, el domingo 15 de diciembre a las 10.45 de la mañana, los miembros del jurado se retiraron a deliberar. Cuando volvieron, a las 2 de la tarde, el cronista de El País reparó en Saravia: “sus pequeñas manos regordetas se agitan nerviosas”, describió.
El veredicto, unánime, declaraba “culpables” a Martina Silva y los hermanos Octalivio y Orcilio Silvera, absolviendo a José Saravia y a su candidato a comisario, Antonio Silvera.
Como era previsible, el fiscal recurrió ante el Tribunal de Apelaciones para evitar la excarcelación de Saravia y lograr su condena. El juicio público, con nuevo jurado y tres magistrados, se celebró dos años después, entre el 2 y el 7 de agosto de 1937. Cumplidas las formalidades legales (el fiscal recusó a dos miembros y los defensores a doce) el jurado quedó constituido por ocho personas, todos hombres: Américo Paladino, Fortunato Defazzio, Manuel Allende, Leopoldo Tajes, José Vásquez Varela, Orestes Boggio, Casiano Pintos y Silvano Rodríguez (que suplió al titular Pedro Pérez Marexiano).
“Yo tenía 9 años y me acuerdo que seguíamos desde casa la trasmisión en directo del juicio por la radio”, evoca Enrique Piñeyro hijo, a sus 95 años. Vive en un apartamento en Pocitos, cerca de la casa de su infancia. Siempre ha conservado, en prolijas carpetas, viejos recortes y documentos sobre el célebre caso en que su padre actuó como fiscal.
“Trasmitieron las sesiones durante toda una semana. El comentarista era el Dr. Juan Carlos Patrón, quien años después fue decano de la Facultad de Derecho. Lo que más me impresionó de aquel juicio fue la elocuencia formidable de Jude. Mi padre hablaba en un tono más normal, era más parco, pero Jude tenía un don especial para persuadir y conmover al jurado”.
En esa ocasión, el Dr. Raúl Jude dijo que iba “a ser breve” en su exposición final. Empero, habló durante 9 horas, en el correr de dos días. Recordó que Saravia “ha cumplido cerca de nueve años de cárcel” y se dirigió a los miembros del jurado: “Les entrego a este anciano octogenario, mi viejo amigo, para que decidan sobre su suerte”.
Después de algo menos de dos horas de deliberación, los ocho jurados volvieron con el mismo veredicto absolutorio: “Si bien existen serias presunciones de que el procesado José Saravia fue el instigador de la muerte de su esposa doña Jacinta Correa, y que el también procesado Antonio Silvera obró como mediador entre el mencionado Saravia y los hermanos Octalivio y Orcilio Silvera, estas presunciones no constituyen, a juicio del jurado, prueba acabada de la intervención que se les imputa”.
Los tres ministros del Tribunal -Ernesto Llovet, Meliton Romero y Juan Minelli- dejaron constar su discordancia, porque entendían que estaba “probada la culpabilidad” de Saravia y de Antonio Silvera. Pero la opinión de los ocho integrantes del jurado era decisiva.
Saravia fue excarcelado, se casó con su amante Rosa Sarli y vivió hasta los 87 años.
Las repercusiones del caso fueron de tal magnitud que constituyeron el motivo de la Ley 9.775, sancionada en enero de 1938, cuyo primer artículo reza: “Declárase abolido el juicio por jurados en las causas criminales”.
Surmenage
Por intermedio de la cantente Vera Sienra, cuya familia era visitada con frecuencia por Pyñeyro Chain, El País se contactó con Enrique Piñeyro García, el único que sobrevive de los tres hijos del fiscal, quien falleció en 1966.
Corría la versión de que, después de haberse conocido el veredicto absolutorio de Saravia, Piñeyro Chain había sufrido un cuadro de fatiga mental y había abandonado la carrera penal.
Vera Sienra recuerda con cariño la figura del fiscal. “Nosotros éramos unos chiquilines cuando venía por casa. Era muy entretenido. Nos enseñó a jugar a las cartas, al Póker y al siete y medio…”. No recuerda, en cambio, que hubiera sufrido algún quebranto de salud.
Enrique Piñeyro García, el único que sobrevive de los tres hijos del fiscal, confirmó que “papá sufrió un surmenage después de aquello. Había quedado completamente agotado. Nos fuimos toda la familia durante un mes al Grand Hotel Central de Colonia Suiza, para que se repusiera. Ni a él ni a nadie le quedaron dudas de que Saravia era culpable, y que lo absolvieron injustamente”. Luis Enrique Piñeyro Chain siguió ejerciendo muchos años y fue delegado de Uruguay en una conferencia de la ONU en Ginebra en 1951, donde defendió la creación de una Corte Penal Internacional, “de forma positiva y brillante”, según describió Héctor Gros Espiel, diplomático y penalista internacional.
Pese a que los “jurados populares” cayeron en desprestigio en nuestro país, en años recientes ha habido intentos por resucitarlos.
En octubre del año 2002, el diputado Eduardo Lay Alvez, representante por Canelones (FA), presentó al Parlamento un proyecto para restablecer el juicio por jurado. En la elaboración de ese texto participó la ONG Juradis Uruguay, que promueve la participación ciudadana en la Administración de Justicia, como ocurre en países de Europa, Estados Unidos, Brasil y Argentina. El citado proyecto sigue “pendiente de estudio”, confirmó el Prof. Alfredo Fernández Vicente, presidente de la ONG.
Tras la aprobación del nuevo Código de Proceso Penal, se produjo una nueva movida en pro de la participación ciudadana, al amparo del artículo 13 de la Constitución que indica: “La ley ordinaria podrá establecer el juicio por jurados en las causas criminales”. Fiscales y juristas se han pronunciado favorablemente a la implementación de los juicios por jurado; entre otros, el ex Fiscal de Corte Jorge Díaz y el fiscal Carlos Negro, para quien “los juicios por jurado vienen cabalgando en América Latina”.
Uno no puede dejar de evocar cómo llegó cabalgando José Saravia, en abril de 1929, hasta el patio de la estancia donde yacía el cadáver de doña Jacinta Correa.