Un femicidio que marcó la historia (primera parte)

La absolución del estanciero José Saravia, hermano de Aparicio, puso el punto final a los juicios por jurado en nuestro país.

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Jose Saravia conducido a declarar ante la justicia
Jose Saravia conducido a declarar ante la justicia en el caso del homicidio de Jacinta Correa
Foto: Colección Caruso - Archivo El País

“Y dominando la escena, la silueta del caudillo que la leyenda interesada forja sanguinario y selvático, incapaz de un acto de bondad, ni de un gesto de mansedumbre… Señor de horca y cuchillo cuyos antojos han de cumplirse siempre.”

Dr. Raúl Jude, abogado defensor

En agosto de 2001, antes del estallido de la crisis bancaria, el presidente de la República, Jorge Batlle, se entrevistó con el líder nacionalista Juan Andrés Ramírez en una estancia de Treinta y Tres. Según reseñó el diario La República en una crónica, Ramírez expresó que el clima “no era propicio” para tratar asuntos políticos, y que simplemente procuraba brindarle al mandatario “un recreo”. No se habló de la situación de Argentina, que ya entonces se preveía catastrófica; al menos, ese tema no lo registran las crónicas.

“Yo lo invité a nuestra casa, el viejo casco de la estancia «La Ternera», que tiene intereses especiales desde el punto de vista histórico”. Conversaron “sobre viejos temas, como el crimen de La Ternera y la supresión del juicio por jurados, que derivó de ese asunto… También le referí que en ese mismo predio hay una tapera muy antigua, a la que atribuyen algunos historiadores como la primera residencia en el Uruguay de Don Chico Saravia, que fue el padre de Aparicio y sus hermanos, unos blancos y otros colorados, unos con muy buena historia, y otros con muy mala”.

“Le hablé del crimen y me comentó entonces que yo era ‘muy corajudo’, porque dormía con una Saravia en la estancia de La Ternera… Era uno de los chistes típicos de Jorge” …

Campo donde está ubicada la estancia La Ternera
Campo donde está ubicada la estancia La Ternera
Foto: Colección Caruso/Archivo El País

Cien años atrás

La estancia de “La Ternera”, ubicada a 15 km de Santa Clara de Olimar, en el departamento de Treinta y Tres, pertenece por herencia a Silvia Saravia, esposa de Juan Andrés. En 1929 ocurrió allí un asesinato que arroja una sombra infame hasta el día de hoy.

El homicidio por encargo de la esposa de José Saravia, hermano de Aparicio, representó el hecho de sangre más comentado del siglo pasado, del que toda la sociedad de la época no se cansó de hablar y que fue denominado popularmente como el "Crimen de La Ternera".

La mañana del domingo 28 de abril de 1929, llegaron a caballo dos sujetos “aindiados, de mala facha”, según describieron los testigos. Eran los hermanos Octalivio y Orcilio Silvera. No había ningún otro hombre en el casco de la estancia porque todos -incluido Don José Saravia- estaban ocupados en una “yerra” a tres kilómetros del establecimiento. Los sujetos fueron atendidos por la empleada doméstica Martina Silva y dijeron ser portadores de una carta para entregar en mano propia a Saravia o a su esposa, Jacinta Correa. Octalivio atravesó un patio interior con aljibe y se dirigió hasta el comedor, donde estaba la señora, la sujetó por el cuello y la llevó a rastras por el patio hasta un galpón adyacente a la casa, donde la estranguló con ayuda de Orcilio.

Una sobrina, Eugenia Saravia, de 22 años, fue testigo del hecho: “Al asomarme al patio vi algo que me paralizó de miedo. Un hombre extraño sacaba a la tía del comedor, arrastrándola casi y llevándola tomada de los brazos. Creo que iría desmayada, porque cuando el hombre me vio me hizo un gesto con un brazo, mirándome fijamente y pasándose un dedo por el cuello, como diciendo que me iba a degollar. Al dejar con esa mano a mi tía vi que el brazo de ella caía como muerto, igual que la cabeza, como si estuviera sin sentido… Yo entré corriendo y gritando, cerrando las puertas del comedor y las del dormitorio del tío, donde estaban las otras mujeres, y nos pusimos a gritar con la desesperación que puede figurarse”. No se atrevieron a salir hasta que regresaron los hombres de la yerra.

A eso de las 9:30 llegó a caballo Saravia en compañía del encargado de postas Antonio Silvera, el capataz Trifón Díaz y varios peones, hallando el cuerpo de Jacinta Correa tendido sobre el suelo, con los anteojos manchados de sangre y el cuello con señales evidentes de la estrangulación.

Saravia desmontó, observó unos instantes el cuerpo exánime de su cónyuge y enseguida se dirigió a su dormitorio. Fue al rato que ordenó que levantaran el cadáver y lo llevaran al interior.

Esta conducta, que revelaba frialdad y escasa sorpresa ante la muerte de su esposa, no dejó de llamar la atención del fiscal del crimen, más tarde, cuando hubo de ocuparse del caso.

Orcilio  Silvera
Orcilio Silvera
Foto: Colección Caruso/Archivo El País
Octalivio Silvera
Octalivio Silvera
Foto: Colección Caruso/Archivo El País

El patriarca

Antes de continuar con la crónica del crimen y del juicio, conviene presentar al protagonista y a su familia, para las generaciones que no lo conocen y para los amantes de la alcurnia. Para ello hay que remontarse otro siglo atrás.

A mediados de 1800, Francisco Saravia Daneda, “Don Chico”, y Propicia Da Rosa habían formado un sólido matrimonio del que comenzaron a venir hijos en sucesión anual: Gumersindo Saravia (1852), Basilicio (1853), Antonio Floricio (1854), Aparicio (1856), José (1858), Camilo (1860), Francisco (1862), Juana Norberta (1864), Amelia (1866), Mariano (1868), Timoteo (1870), Teresa (1874) y Sensata (1877).

Viudo Don Chico, contrajo nuevo matrimonio con Servanda Ramírez y progenió otra media docena de descendientes.

De toda esa prole hay que memorizar a Gumersindo, hermano mayor del caudillo blanco Aparicio Saravia y de Antonio Floricio (“Chiquito”), quienes participaron de la revolución federalista de Rio Grande del Sur con 400 lanceros uruguayos. Gumersindo murió de un disparo durante el transcurso de esa guerra, en 1894. “Chiquito” cayó en 1897 en la “carga de Arbolito”, peleando contra dos columnas de infantería al mando del caudillo colorado Justino Muñiz; y Aparicio fue herido de muerte en la batalla de Masoller, en 1904.

En medio de ese rebaño blanco de saravistas había dos “ovejas coloradas”: Basilico y José, quien a los 17 años decidió seguir el camino de su hermano mayor y se afilió a las huestes coloradas. Éste heredó de su padre -que había adquirido más de 30.000 hectáreas en los departamentos de Rivera, Cerro Largo y Treinta y Tres- la estancia que aún lleva el nombre de “La Ternera” como el arroyo que la baña.

"Don Juan"

En la época que nos ocupa, Don José (70 años) había perfilado una imagen de señor feudal, respetado y temido por los suyos y malquerido por los otros, como uno de esos personajes ancestrales de las novelas de García Márquez. Sus enemigos habían forjado la leyenda de un caudillo “sanguinario y selvático, incapaz de un acto de bondad ni un gesto de mansedumbre”.

Vestido con traje oscuro y botas de campo, tocado con un sombrero de campana y golilla colorada alrededor del cuello, y un amplio bigote surcándole el rostro de doble papada: así lo muestran las fotografías que ilustraron las noticias del crimen de “La Ternera”.

Este personaje era tan Don José como “Don Juan”. Casado con Jacinta Correa, sin hijos -ambos residían prácticamente separados, ella casi siempre en Montevideo y él en la estancia- el poderoso José Saravia gozaba de fama de conquistador y su vida amorosa era comidilla habitual en las pulperías. Había tenido algunos hijos naturales y en el momento del crimen era “vox populi” que convivía con una mujer de nombre Rosa Sarli.

Ese hecho fue mencionado como móvil del asesinato de doña Jacinta. No se encontraron otros, porque nada había sido robado

Revelaciones sensacionales

Al día siguiente del asesinato de Jacinta Correa fueron detenidos algunos sujetos de vida irregular, pero todos ellos probaron su inocencia.

Pasaron dos o tres días de incertidumbre y en ese intervalo repararon las autoridades que la doméstica Martina Silva sabía más de lo que decía y estaba en condiciones de aportar valiosos informes a las autoridades.

La empleada, Martina Silva
La empleada, Martina Silva
Foto: Colección Caruso /Archivo El País

En el marco de los primeros interrogatorios a los ocupantes de la vivienda se descubrieron inconsistencias en las declaraciones de la empleada, que estaba en la cocina cuando llegaron los desconocidos a caballo, a quienes franqueó la entrada.

Apurada por los interrogatorios y encerrada en un círculo estrecho de preguntas, cada vez más difíciles de contestar, la noche del 6 de mayo se decidió a hablar claro. Contó que los que habían asesinado a doña Jacinta eran Orcilio y Octalivio Silvera, sobrinos de Antonio Silvera -mano derecha de Saravia-, y que habían cometido el crimen por orden del estanciero.

Martina agregó que, un mes antes, Saravia le había prometido “2.000 pesos y 50 ovejas” si envenenaba a su esposa “con unos polvos” (probablemente cianuro de potasio, que se utilizaba en la estancia para combatir a las comadrejas). Le advirtió Saravia que los polvos eran “muy bravos” y que con poco que le pusiera en el mate alcanzaría. “Me dijo que si quería probara con un perro lobuno que había en la estancia…, pero me dio lástima”.

La empleada dio largas al asunto, con diferentes pretextos. Así Saravia forjó un nuevo plan. Le previno a Martina que el sábado 27 vendrían dos hombres a matar a la señora, y que ella debía franquearles la entrada.

Saravia, aseguró Martina, le dijo que quería matar a su esposa “porque ya no podía más con la vida de ella, que estaba muy loca y que le había dado por buscar apoderado habiendo visto a un tal Rufino Cuadrado para que gestionara la separación de bienes”. Saravia le habría dicho a Martina que él “no estaba dispuesto a dar la fortuna para ningún bandido”.

Como ese sábado cayó gente a la estancia, el hecho quedó postergado para el domingo 28, cuando Saravia y todos los peones estarían ausentes en faenas de campo.

Al día siguiente de la declaración de Martina Silva, los hermanos Octalivio y Orcilio Silvera fueron detenidos.

Una entrevista junto al arroyo

Del colosal expediente que se forjó a lo largo de los años, con las distintas incidencias del caso, se han extraído los pormenores del interrogatorio y careos a que fueron sometidos los sospechosos. Toda la prensa, en su momento, se ocupó de hurgar en esos detalles.

En la comisaría, al principio, los hermanos Octalivio y Orcilio manifestaron ser ajenos a todo lo ocurrido, pero cuando se les dio a conocer una serie de evidencias que obraban en poder de las autoridades, terminaron por quebrarse, expresando Orcilio que era verdad que había participado en el crimen, pero que el autor de la muerte de doña Jacinta era su hermano Octalivio, habiendo tenido él una actuación secundaria. Agregó que se hizo por encargo de Saravia, y que su tío, Antonio Silvera, había sido intermediario.

En tren de confesiones los hermanos Silvera soltaron sus lenguas y relataron más o menos de la siguiente forma su entrevista con Saravia, para concretar de una vez el plan criminal.

El patio de la Estancia La Ternera
El patio de la Estancia La Ternera
Foto: Colección Caruso/Archivo El País

El sábado 27, entre las cuatro y las cinco de la tarde, se encontraron con Saravia y su tío en una de las orillas del arroyo La Ternera. Saravia llegó montado sobre un petizo malacara y, sin mayores preámbulos, les comunicó que el domingo dejaría a las mujeres solas en la casa marchando con la peonada a los trabajos de la yerra. Y agregó:

-Nada de armas. Traten de ahorcarla como ya les dije, sin machucar.

Los hermanos narraron luego, con precisión y frialdad, los detalles del asesinato. Llegaron a la estancia alrededor de las ocho de la mañana del domingo. Los perros apenas ladraron. Se apearon de los caballos y se dirigieron a la casa ingresando por el patio. Poco después apareció Martina, quien habló con Octalivio para indicarle dónde estaba su patrona.

Octalivio penetró en el comedor, dominó a doña Jacinta y la arrastró hacia afuera. Al llegar al galpón empezó a estrangularla “con sus manos”, pero luego, con su hermano Orcilio, terminaron de matarla pasándole una bufanda por el cuello, de cuyos extremos tiraron ambos. Consumado el asesinato, los hermanos arrastraron el cuerpo de doña Jacinta hasta el exterior, dejándolo extendido en la tierra, tras quitarle la bufanda utilizada para darle muerte. Tras ello, montaron y “partieron al trote” en dirección al monte del arroyo La Ternera.

Ya no era solo una empleada doméstica la que acusaba a Saravia. Los dos asesinos también lo confirmaban.

Saravia preso

Ante la gravedad de estas imputaciones, el juez sumariante dispuso la detención preventiva del caudillo, medida que debió tomarse con toda precaución, pues el referido no toleraba que en la estancia interviniera otra autoridad que la suya, y reiteradamente la policía había tenido inconvenientes para proceder cuando algún contrabandista se escudaba en Saravia, ocultándose en los campos de su pertenencia.

Don José Saravia (a la derecha de la imagen)
Don José Saravia (a la derecha de la imagen)
Foto: Colección Caruso/Archivo El País

Se confió la misión de llevarlo preso al comisario Larrosa, quien se presentó ante Saravia y le expresó que era preciso que fuera hasta la oficina a prestar una declaración para deslindar responsabilidades. Saravia, quien se creía invulnerable ante la justicia, no puso reparo alguno y acompañó al funcionario policial.

Tenía una coartada inexpugnable: había estado con todos los varones de la estancia en un rodeo de ganado. ¿Qué podía temer?

"Infamia"

Al exponerle las graves acusaciones de que era objeto, Saravia al principio las acogió con una sonrisa altiva, pero a medida que se enteraba de que su situación era cada vez más comprometida, reaccionó airado, siendo necesario llamarlo a sosiego reiteradamente.

-¡Esto es una infamia! -gritó levantándose iracundo: - puede ser un complot de la china y del capataz para hundirme (se refería a Martina y a Trifón Díaz)… Son unos bellacos… Después de todo lo que me deben… ¡Ya me las pagarán!

Se quedó silencioso unos segundos y añadió:

“¡Qué la voy a hacer matar! Hacía más de cuarenta años que éramos casados y nunca tuvimos mayores desacuerdos”.

-Pero Martina y los hermanos Silvera lo acusan… -le indicaron.

-Ella es una china sinvergüenza y ellos unos brutos a quienes alguno obligó a decir lo que dijeron… A mi edad, ¿me va a dar por asesinar a la pobre Jacinta?

“¡China sabandija!”

Mientras estos interrogatorios se llevaban a cabo, se procedía a la captura de Antonio Silvera, quien de la misma manera que Saravia se manifestó sorprendido por la medida expresando que lo que se cometía era un atropello que no quedaría sin sanción.

Ante el juez sumariante negó la participación de intermediario que se le asignaba y tuvo frases duras para sus sobrinos y para la empleada Martina Silva, que eran quienes lo acusaban en forma terminante.

Martina Silva, la doméstica que confesó cómo fue el crimen de Jacinta Correa
Martina Silva, la doméstica que confesó cómo fue el crimen de Jacinta Correa
Foto: Colección Caruso/Archivo El País

Dada la forma como se desarrollaban los hechos, era preciso poner frente a frente a los acusadores y los acusados, y se careó primero a Martina con Saravia. Una crónica de El Diario revela los jugosos detalles de ese careo.

“Saravia, al verla, le echó una mirada inquisitorial, que la mujer sostuvo sin inmutarse. Ya no estaba ante el señor feudal, dueño de vidas y haciendas. Ahora se trataba de otro procesado como ella y estaba amparada por la justicia”.

Martina invitada a hablar narró los hechos como en sus primeras declaraciones y concluyó diciendo a la vez que se dirigía a Saravia:

-Diga la verdá… que usté la mandó matar… ¿Pa’ qué vamos a estar pagando todos por un delito que no hemos cometido?

-¡Mentira, china sabandija! -gritó Saravia fuera de sí-. Eso no ha de salir de tu cabeza. Sos una china asesina que has obrado en combinación con los criminales.

-No era asesina cuando usted me pretendía -observó ella con descaro.

-¡No faltaba más! ¡Voy a precisar de vos, china sinvergüenza!

Y se irguió agresivo con el rostro congestionado, disponiendo entonces el juez la suspensión de la audiencia, después de llamarlo al orden.

Procesado y trasladado a un asilo

La policía local y la justicia trabajaron con ardor para obtener pruebas y, a pesar de tener que luchar con una serie de dificultades, entre ellas el temor de algunos de los declarantes a la venganza del acusado si era puesto en libertad, se pudo llegar a la presunción de que Saravia debía ser procesado y enjuiciado, lo mismo que Martina Silva, los hermanos Silvera y el tío Antonio.

Saravia iba a permanecer en la cárcel mientras se realizaban las diligencias del caso y se sustanciaba el proceso, que se vio salpicado por numerosos pedidos de excarcelación, todos ellos denegados.

Entre tanto el tiempo transcurría y la atmósfera local estaba cada día más caldeada. Se tuvo la información de que era propósito de los partidarios de José Saravia llevar un asalto a la cárcel local para liberarlo, fingiéndose para ello un conato de revolución iniciado en la frontera brasileña.

Esto sucedía al comienzo del año 1930 por lo que el 10 de enero, el Ministro Superior de Feria ordenó el inmediato traslado de Saravia, los Silvera y Martina Silva a Montevideo, como medida de seguridad.

La defensa de Saravia logró que el preso fuera trasladado al Hospital Militar y, más tarde, al asilo Piñeyro del Campo, donde se encontraba internado cuando se llevó a cabo el juicio oral y público.

En el próximo capítulo se contarán los entretelones de ese asombroso juicio y del papel escandaloso que desempeñó el jurado, que finalmente absolvió a Saravia.

Ese fue el último juicio penal en que intervino un jurado popular en Uruguay, vulnerable a presiones y sobornos. Poco después, el sistema fue eliminado del Proceso Penal, hasta el día de hoy.

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