Hambre

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MARCELLO FIGUEREDO

Habitamos un mundo muy curioso. Un mundo en el que los avances científicos y tecnológicos han permitido, esta misma semana, que un grupo de médicos ingleses de una universidad londinense identificara los circuitos cerebrales que controlan el hambre. La noticia, que fue dada a conocer por la versión online de la prestigiosa revista Nature, permite sospechar que muy pronto daremos con una droga capaz de frenar el apetito voraz.

La llave de paso parece tenerla el péptido YY (una hormona natural de la que ya se conocía su capacidad para regular el hambre en los animales), y aunque de momento se estima que la única forma de suministrarla a los seres humanos es a través de una incómoda inyección, todo hace pensar que más temprano que tarde se producirá un fármaco común y corriente capaz de abatir los efectos de la brutal epidemia de obesidad que actualmente afecta a buena parte del mundo.

El mismo mundo en el que, según hemos sabido también esta semana, casi 900 millones de personas (854, para ser más exactos) padecen hambre. Hambre mayúscula, claro. La incómoda cifra fue revelada por la FAO en ocasión del Día Mundial de la Alimentación, fecha que Jacques Diouf, director del organismo, aprovechó para recordar que el derecho de las personas a tener acceso a los alimentos es una responsabilidad que debe ser garantizada por la comunidad internacional, esa simpática entelequia que nombramos cada vez más pero sabemos cada vez menos para qué sirve.

Detrás del escandaloso número denunciado por la FAO vienen otros igualmente preocupantes: unos 2 mil millones de personas (es decir, un tercio de la población mundial) sufren carencias nutricionales severas, capaces de afectar su desarrollo físico y mental; cinco millones de niños morirán a lo largo de 2007 a causa de la desnutrición; cada año, el número de personas con hambre aumenta en 4 millones; y 21 de los 36 países más urgidos de comida están concentrados en la misma región: el África subsahariana.

Lo peor del caso es que todo esto sucede en un planeta que a pesar de las crecientes sequías, los conflictos bélicos y el alza de precios, todavía es capaz de producir un 10 por ciento de alimentos por encima de los necesarios para abastecer a la humanidad entera.

Dicen los expertos que bastaría con que los países desarrollados cedieran el 0.7 por ciento de su producto bruto para que no hubiera hambre en el mundo. Según Diouf, ese gesto generoso (que al lado de otros gastos inútiles en que se embarca el Primer Mundo bien podría ser tildado de migaja), no sólo es un imperativo moral, sino también una inversión inteligente y de gran potencial para el futuro de este curioso e injusto mundo que habitamos.

Un mundo en el que la pobreza se extiende como reguero de pólvora ya no sólo en su patio trasero sino también en el corazón de las naciones más poderosas. Lástima que los científicos de los países ricos no hayan descubierto, aún, los mecanismos del cerebro capaces de controlar otros apetitos voraces de sus gobernantes.

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