XIMENA AGUIAR Y RENZO ROSSELLO
Montevideo ha seducido a escritores desde su creación. En el año de Juan Carlos Onetti, proponen pasear por sus calles a través de la literatura. Varios autores extranjeros también la recorrieron en sus páginas. Una ciudad para leer y redescubrir.
"Debajo de mis párpados se repetía, tercamente, una imagen ya lejana. Era, precisamente, la rambla a la altura de Eduardo Acevedo". Cada vez que se lee El Pozo, de Juan Carlos Onetti, la imagen vuelve. A través del protagonista, Eladio Linacero, el lector incorpora la memoria de Cecilia bajando por la cuesta, hasta llegar al lugar donde hoy siguen recalando solitarios, parejas, recuerdos.
Sobre el granito rosado, alguien graffiteó: "renunciar, callar, olvidar. 26/2/09". La escritura de Onetti, con 70 años cumplidos, es capaz de dejar una marca más indeleble en el lugar: la atmósfera de una ausencia, el frustrado intento de recuperar un sentimiento repitiendo la escena.
De Onetti se dijo que fue el descubridor de la ciudad. Con Frugoni, Montevideo tuvo su poeta. Con Benedetti, la lucha existencial del oficinista. Con Levrero, una nueva dimensión fantástica.
La ciudad descrita en poemas, cuentos y novelas ayudó a dar forma a la sustancia de hormigón y asfalto. Por eso, en el aniversario del nacimiento de Onetti, la Intendencia de Montevideo organizó una serie de lecturas y exposiciones sobre su obra, los libros y la ciudad, anunció Mario Delgado Aparaín, director de la división municipal de Artes y Letras y también narrador de historias en las que la ciudad tiene frecuentemente su protagonismo.
El ciclo proyectado por la comuna comenzará en mayo, con 15 charlas a cargo de escritores, críticos y periodistas en distintos puntos de la capital. Una buena excusa para conocer la textura literaria de la pequeña metrópolis que ha fascinado incluso a autores lejanos desde tiempos remotos.
Desde las amazonas en traje de montar y las melodías nocturnas que salen de las casas al anochecer en el tranquilo paraíso imaginado por Alexandre Dumas en Montevideo o la Nueva Troya (1850), al llanto fantasmal de un niño que es calmado por los huéspedes del Hotel Cervantes de la calle Soriano, en La puerta condenada, de Julio Cortázar, Montevideo tiene 200 años de historia en las páginas de la ficción, asegura Hugo Achugar, investigador, escritor y director de Cultura del MEC.
"La ciudad opera a veces como un test de Rorschach, es la proyección del individuo, de lo que ve, reconoce o quiere rescatar", explica Achugar.
El tramo adoquinado de una calle, un zaguán, un balcón colonial, son manchas de tinta que despiertan asociaciones en el paseante montevideano. "Montevideo ha fascinado por esa mezcla extraña de ciudad coqueta y fragmentada. Es una ciudad tan polivalente que ha seducido la imaginación de mucha gente", dice Achugar.
Las primeras representaciones de la ciudad vinieron de manos de cronistas y viajeros. La búsqueda de palabras que se ajustaran a su espíritu, por parte de sus pobladores, tardó un poco más.
"Desde fines del siglo XVIII hasta fines del siglo XIX, el gran espacio de representación de lo nacional fue el campo", explicó el profesor Pablo Roca, director del departamento de literaturas uruguaya y latinoamericana y del archivo literario de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación.
El ingreso de Montevideo a la literatura fue paulatino y selectivo. De a poco fue recorriendo sus rincones: desde el Cerro y la Catedral hasta esquinas, bares y barrios, colaborando a generar un clima para la trama, un ánimo en los personajes y una ciudad habitada de historias para sus ciudadanos.
Automóviles y ranchos. El Salvo ya no es un rascacielos, pero sigue siendo una jirafa, como en el poema que le escribió Alejandro Mario Ferreiro en 1927. Ya no es el ícono de una ciudad moderna, pero sigue sin poder cruzar la calle; entre sus patas han crecido locales de venta de celulares y hasta una discoteca gay friendly.
El emblemático edificio, la avenida 18 de Julio y los cafés céntricos fueron la punta de lanza de la entrada de la ciudad a la literatura uruguaya. Si bien hay antecedentes, -como el personaje de El extraño, de Carlos Reyles (1897), que se siente distante de su familia y su sociedad y pasea mirando irónicamente a señoritas y caballeros que se exhiben en la Plaza Matriz-, "la ciudad entró fuertemente en la literatura en los años `20", contó Roca.
"Es el momento en que Montevideo deja de ser una aldea y empieza a transformarse en una ciudad. La construcción del Salvo, la apertura de la rambla sur, de la avenida Agraciada, fin de la construcción del Palacio Legislativo, automóviles que comienzan a llenar la ciudad… todo eso incita a producir historias. Es una ciudad que ahora sí tiene algo que es muy importante para cualquier relato, que es el secreto", explicó Roca.
Por las calles del Centro y Ciudad Vieja, Juan Rivault perseguía sus conquistas amorosas en un relato de José Pedro Bellán; Manuel de Castro contaba la Historia de un pequeño funcionario, en una oficina pública de los tiempos de Pepe Batlle; el automóvil rugía en las calles del Centro en los cuentos de Humberto Lasplaces.
Las formas de esa nueva ciudad perduraron en el tiempo más que el espíritu moderno que encarnaban, y pronto adquirieron ese dejo de "sueño de grandezas jamás cumplido", que caracterizaba a la ciudad que describió Emilio Frugoni en uno de sus Poemas Montevideanos, de 1923.
Ya los relojes públicos están detenidos en la Montevideo de fines de la década de 1950, en la que Harry Hubbard comienza su carrera de espía en la novela El fantasma de Harlot, del estadounidense Norman Mailer. El Palacio Legislativo mantiene su carácter grandioso, y la ciudad su modestia.
"Las ruinas se han ido desmoronando poco a poco y conviven pacíficamente con los edificios que aún siguen en pie. El tiempo es una presencia en lo alto del cielo, que apenas se mueve. La eternidad descansa al mediodía", describe Mailer.
Los poemas de Emilio Frugoni a barrios como Buceo, Paso del Molino, Unión, Villa Dolores, con un aire bucólico, desataron una discusión con Alfredo Mario Ferreiro, más apegado a la corriente literaria que exaltaba la modernidad, sobre cuál era el verdadero Montevideo sobre el que había que escribir: el de las tardecitas o el de las máquinas.
Sin embargo, continuando el camino de Frugoni, la ciudad siguió ingresando a la poesía, por ejemplo con Líber Falco, que aunque nació en Villa Muñoz, dio aires líricos a Jacinto Vera en su poema Biografía. Aunque ya queden pocos ranchos en la zona, los estudiantes quieren que el liceo de Jacinto Vera lleve el nombre del poeta.
COLONIA Y CONVENCIÓN. "Me encontró por casualidad. Ya no hago más este camino. Ahora suelo bajarme en Convención.
Se alejaron de la vidriera y caminaron juntos. Al llegar a la esquina, esperaron la luz verde. Después cruzaron.
-¿Dispone de un rato? -preguntó él.
-Sí.
-¿Le pido entonces que almuerce conmigo? ¿O también esta vez se va a negar?
-Pídamelo. Claro que… no sé si está bien.
Él no contestó. Tomaron por Colonia y se detuvieron frente a un restorán. Ella examinó la lista, con más atención de la que merecía." (Almuerzo y dudas, del libro Montevideanos, Mario Benedetti, 1956)
Leer Montevideo casi siempre supone un lugar por el que se camina, o que al menos desfila lenta, cadenciosamente por la ventanilla de un ómnibus.
La ciudad, que entró de lleno en las páginas de la mejor literatura al ser vivida por los personajes de Onetti, parece mantener intacta su capacidad como materia prima para la ficción. Ya en los 50 Mario Benedetti se vale de apuntes meramente impresionistas, pinceladas rápidas que de algún modo transmiten el mismo pulso que la ciudad comienza a vivir.
Es un momento de cambio en el carácter de la ciudad. Aún no ha abandonado del todo su fisonomía aldeana.
Pero al mismo tiempo, la personalidad del espacio montevideano se va afirmando. Ya ni siquiera es la ciudad como tal, sino sus moléculas; las calles: "Faroles inca ruben / subiendo por la cuesta / flores de paraíso por el suelo / la escuela / mil novecientos cuánto / la esquina las estrellas." (Idea Vilariño, Calle Inca, en Poemas de Amor)
Distintas formas de hacer "entrar" la ciudad por el portal de la ficción: Onetti recurre al enmascaramiento; Benedetti, en cambio, pone el foco de lleno sobre el paisaje urbano.
En El Pozo, Onetti "hace transcurrir dinámicamente los personajes con el escenario. Lo que Onetti haría sería integrar la ciudad dinámicamente y de alguna forma reinventarla, no reflejarla", explica Pablo Roca. En comparación, "lo que haría Benedetti sería incorporar la ciudad como problema, con sus sujetos típicos, básicamente un tipo, el pequeño funcionario pequeño burgués, episódicamente algún otro, como el puntero izquierdo", señala.
COMUNIÓN MALDITA. "Todavía no ha madurado una narrativa sobre la ciudad, tal vez porque está primando una necesidad de dilucidar los propios infiernos", opina Mario Delgado Aparaín. Y lo hace desde su mirada de autor, más que como gestor cultural del municipio.
"Montevideo no es amigable todavía. No es como las grandes metrópolis, como Chicago, como Nueva York, donde a pesar de su corrupción, de la hostilidad que reina en estas ciudades, hay como una comunión maldita. Acá, eso todavía se está procesando", apunta Delgado Aparaín.
Es posible que la última y breve novela de Felipe Polleri, La inocencia, tenga más que ver con esa "comunión maldita" a la que alude Delgado.
Polleri hace su comunión con Pocitos, el barrio de su infancia con el que pone distancias desde el epígrafe del relato. "Pocitos es un barrio de la ciudad de Montevideo, capital de Uruguay. El barrio se localiza sobre la vista del Río de la Plata, en torno a la playa del mismo nombre. (…) Es el lugar elegido por la clase media y alta de la sociedad uruguaya. Wikipedia".
En el relato, el autor describe -sobre todo- el edificio en el que vivió, los interiores, sus vecinos. El barrio, ni siquiera visto como barrio, representa el contexto pequeño burgués de una niñez exigida y angustiosa.
De algún modo, el extrañamiento de Polleri hacia el barrio de su infancia revela la inequívoca geografía urbana.
"… salvo nuestro barrio, no conocíamos Montevideo en absoluto. Porque nuestro barrio no era un barrio, sino un barrio residencial, es decir, lo opuesto a un barrio, lo totalmente opuesto a un barrio".
Se puede entrar por muchas puertas a la ciudad. Descubrir su atmósfera fantástica con el enorme Mario Levrero; las quintas del barrio Atahualpa animadas por la introspección fantasiosa de Felisberto Hernández; la ciudad de Hugo Burel en El elogio de la nieve o la recreada por Hugo Fontana en sus mejores relatos; la dura y descarnada de las novelas de Henry Trujillo.
Y, aun desde sus costados menos agradables, la ciudad promete una larga vida en las letras. Siempre fascinante, mítica, cruel o amable, según la mirada del autor. Con retazos de otras ciudades, recuerdos y mezclas mediterráneas. Pero siempre fiel a sí misma.
La rambla
" Y ella bajaba por la calle en pendiente, con los pasos largos y ligeros que tenía entonces, con un vestido blanco y un pequeño sombrero (...) El viento la golpeaba en la pollera, trabándole los pasos, haciéndola inclinarse apenas, como un barco de vela que viniera hacia mí desde la noche" .
El pozo, Juan Carlos Onetti.
El Palacio Legislativo
"Frente a esa enorme tarta de bodas, en la desembocadura de la magnífica y vacía Avenida del Libertador General Lavalleja, se yergue un policía (...) Todo parece medieval En la calle siguiente hay un mendigo sentado sobre un cajón; tiene el pie hinchado y lo ha extendido delante de él".
El fantasma de Harlot, Norman Mailer.
El tranvía 42
"Antes de llegar a la curva que hace el 42 cuando va por Asencio y da vuelta para tomar Suárez vi brillar al Sol, como antes, los rieles. (...) Tenía tristeza y pesimismo. Pensaba en muchas cosas nuevas y en la insolencia con que irrumpían algunas de ellas".
Por los tiempos de Clemente Colling, Felisberto Hernández.
El Palacio Salvo
"Una jirafa un poco aburrida / porque no han brotado palmeras de 100 metros. / Una jirafa empantanada en Andes y 18, / incapaz de cruzar la calle, / por miedo a que los autos / se le metan entre las patas y le hagan caer".
Poema del rascacielos de Salvo, Alfredo Mario Ferreiro.
Ciudad querida
"Con cuánto amor te canto, Montevideo,/ a pesar de lo amarga que haces mi vida./ Eres en mi existencia llaga y recreo; / herida, y venda y bálsamo de mi herida".
De Poemas montevideanos, Emilio Frugoni.
Letras para el Barrio
Jacinto Vera
LÍber Falco
"Yo nací en Jacinto Vera, / qué barrio Jacinto Vera. / Ranchos de lata por fuera / y por dentro de madera. / De noche blanca corría, / blanca corría la luna, / y yo corría tras ella./ De repente la perdía,/ de repente aparecía,/ entre los ranchos de lata/ y por adentro madera".
Calle Inca
Idea Vilariño
"Faroles inca ruben/subiendo por la cuesta/ flores de paraíso por el suelo / la escuela / mil novecientos cuánto / la esquina las estrellas.(...) Frío ruben lo oscuro / olor de aquellas flores/ de aquellos años fiestas./ Una hormiga subiendo/-faroles inca ruben- /su camisa celeste.
Pocitos
Felipe Polleri
".... había plantas florecientes y sillones cómodos donde los viejos panzudos, los que habían amasado su fortuna a partir de la falta de escrúpulos y de un almacén en Tacuarembó, fumaban un habano en soledad porque sus mujeres no les permitían fumar en los apartamentos"
La ciudad que soñó Alexandre Dumas
LA NUEVA TROYA.
Alexandre Dumas, 1850.
"Cuando el viajero llega de Europa en una de esas naves que los primeros habitantes del país tomaron por casas volantes, lo primero que divisa, una vez que el vigía ha gritado ¡tierra!, son dos montañas: una de ladrillos, que es la catedral, la iglesia madre, la matriz como allá se dice; la otra de piedra, salpicada de algunas manchas de verdor y coronada por un fanal: esta montaña se llama el Cerro.
Luego, a medida que se va aproximando, por debajo de las torres de la catedral cuyas cúpulas de porcelana centellean al sol, a la derecha del fanal colocado sobre el montículo que domina la vasta llanura, distingue los miradores innumerables y de variadas formas que coronan casi todas las casas; luego esas mismas casas, rojas y blancas, con sus terrazas, frescos refugios en la noche; luego, al pie del Cerro, los saladeros, vastas construcciones donde se salan las carnes; y después, en fin, al fondo de la bahía y bordeando el mar, las encantadoras quintas, delicia y orgullo de sus habitantes y que hacen que, los días de fiesta, no se oigan por las calles más que estas palabras: `¡Vamos a la Aguada!`; `¡vamos al arroyo seco!`."