El gobierno tiene decidido implementar un plan —que pretende cuente con la colaboración de todo el sistema político— que persigue lograr la reducción en el número de homicidios que se cometen en Uruguay, apelando al trabajo social de los ex presos en el combate a la violencia en los barrios. Se busca así que los conflictos que hoy desatan las bandas criminales en muchas zonas se resuelvan “de otra manera” que no sea a través de una serie interminable de venganzas y muerte.
La intención fue mencionada el pasado martespor el ministro del Interior, Luis Alberto Heber, al presentar el último balance oficial que indicó que durante 2022 se registraron 383 asesinatos, lo que representa un 25,2% más que los relevados el año anterior.
El jerarca amplió los detalles de esta idea este miércoles al ser entrevistado en Desayunos Informales de Canal 12. Allí se habló de que se procurará entender y eliminar las causas de la violencia. Se trata, precisó, de apelar a “gente que ha tenido vinculación con el delito” y que intervengan para interrumpir nuevas situaciones de violencia en los barrios, aprovechando que estas personas suelen tener una conexión y dominar un lenguaje que, por su propia condición, la Policía no puede tener y que produce hoy una “grieta muy profunda de incomunicación” a la hora de resolver conflictos.
“Es gente que tiene un nivel de léxico y de contacto que no lo podemos tener nosotros, porque no podemos meternos en una célula delictiva”, precisó el ministro.
La idea está lejos de resultar una innovación ya que refleja en términos generales un programa que viene siendo apadrinado por el Banco Interamericano de Desarrollo (BID) en varios países de la región, que está dispuesto a financiar su aplicación en Uruguay con US$ 2 millones. Se trata de Cure Violence, cuyo objetivo es combatir la violencia callejera enfocándolo como un problema de salud pública. Consiste en un programa de “control epidémico” que, se afirma, permite reducir la violencia a través de cambios de normas y comportamiento.
Su ideológo es Gary Slutkin, un epidemiólogo estadounidense famoso por haber ayudado a detener la propagación del SIDA y el ébola en África. Su teoría —descrita en varias exposiciones que ha realizado en todo el mundo— radica en que si se observa la violencia a través de mapas, tablas y gráficos, se puede comprobar que se comporta como cualquier problema epidémico.
Slutkin dice que al igual que con cualquier contagio la violencia tiende a agruparse, ya que un evento conduce a otro. Así, el mayor predictor de la violencia es un acto previo de violencia. Y si la violencia es predecible, también puede ser interrumpida.
Para hacerlo el plan se basa en el accionar de personas que operan como “interruptoras”, interviniendo en situaciones críticas para prevenir eventos con uso de armas, por ejemplo en las disputas entre bandas. No solo se busca “interrumpir” esos actos, sino también identificar e intentar cambiar las formas de pensar y actuar de las personas más violentas en esos grupos, para que la reducción de la violencia se mantenga en el tiempo.
Los resultados
Un documento del BID relativo al programa, fechado en noviembre de 2021, y al que accedió El País, subraya que es de los pocos programas que han resultado ser efectivos en prevenir la propagación de un delito de gran impacto social como es el homicidio. Según el banco, el modelo de Cure Violence se ha implementado en varias partes del mundo con resultados muy prometedores. Por ejemplo, una evaluación independiente en la ciudad de Chicago, citada por la institución, demostró que la implementación de esta alternativa generó una reducción del 73% en los tiroteos en los barrios más violentos de esa ciudad.
En Nueva York, la aplicación de este método contribuyó a reducir en 63% los enfrentamientos con armas en el Bronx, en tanto que en Baltimore —uno de los lugares con mayor índice de criminalidad en los Estados Unidos— produjo una reducción de 56% en los homicidios.
Basado en esta evidencia, se afirma, es que el BID ha venido apoyando su implementación en algunos países de la región. Por ejemplo en Trinidad y Tobago, donde a un año de su aplicación se registró una baja de 45% en los delitos violentos y una reducción de 23% en las llamadas la Policía por tiroteos y asesinatos.
En Cuauhtémoc, una de las 16 zonas en las que se divide Ciudad de México, los resultados preliminares indicaron que el plan permitió reducir en 65% los conflictos comunitarios. En Honduras, en las comunidades en los que se implementó el programa los tiroteos se redujeron en 88% en 2014 y en 94% durante 2018. El BID citó en particular el ejemplo de la ciudad colombiana de Cali. Allí, entre 2018 y 2020 el plan generó la interrupción temprana de casi 2.500 conflictos, con una tasa de éxito cercana al 85%, según el documento.
Habrá que adaptarlo
Para su aplicación, el banco remarca una serie de recomendaciones. Una de ellas es que el modelo se adapte cuidadosamente a las realidades específicas de cada comunidad. En Honduras, se subraya, fue implementado por fases, para así permitir la consolidación de relaciones sólidas entre los trabajadores del programa y los “socios” locales asegurando así la seguridad y la credibilidad de los involucrados. También se subraya que para que sea efectivo será necesario priorizar e invertir en una fuerte capacitación para las personas que sirvan como “interruptores de violencia”.
Un desafío importante que enfrentó el programa es, a su vez, la escasa oferta de servicios sociales para apartar a los jóvenes de los factores que los hacen vulnerables al crimen y a la violencia. En ese sentido, el BID remarcó que será crucial garantizar el acceso de los participantes a programas de educación y empleo, emprendimientos, terapias conductuales y programas de desintoxicación.