Julio María Sanguinetti
Hace unos días escribimos en El País que si hace medio siglo perdimos la libertad fue porque antes habíamos perdido la tolerancia. Y si perdimos la democracia fue porque antes habíamos perdido la paz, en un extravío de violencia política que inició un grupo de jóvenes inspirados en la revolución cubana y culminó con el mesianismo liberticida de una conducción militar embriagada de su éxito al derrotarlos.
Fueron dos sinsentidos. Como había dicho el Ché Guevara en Montevideo, en 1961, la democracia uruguaya era la más auténtica de América Latina y que “es algo que hay que cuidar”, porque “el camino de la lucha armada, un camino muy triste muy doloroso” solo tiene sentido contra la tiranía. Este mensaje fue desoído y dos años después comenzó un movimiento insurreccional, sin fundamento en aquella democracia, con problemas sí, pero con libertad.
Si esto no fue racional, menos aun lo fue el que las Fuerzas Armadas, que se sintieron victoriosas en 1973, después de desmantelar todo foco subversivo se abalanzaron sobre las instituciones, que ya no corrían riesgo alguno, salvo el que ellas mismas provocaron.
El golpe empezó en febrero, cuando sacaron los tanques a la calle, desafiaron al gobierno al rechazar el nombramiento del Ministro de Defensa Nacional y anunciaron su intención de participar en la conducción del Estado, desde un Consejo de Seguridad Nacional, conforme al programa delineado en sus comunicado 4 y 7. A partir de allí, la democracia, cojitranca, se fue derrumbando hasta que los mandos militares, que hacían una injusta y falsificada campaña contra los partidos políticos y los legisladores, dieron el golpe final, cerrando el Parlamento en la mañana del 27 de junio de 1973.
Estos son hechos, no teorías, como suelen invocar algunos historiadores, que tomando el concepto que nació en la Argentina luego del Informe Sábato, le llaman “de los dos demonios” y la descalifican por considerar que el golpe tuvo otras causas. Que las hubo, no hay duda: la democracia estaba frágil, el proceso económico mostraba inestabilidades, los partidos habían perdido viejos líderes, la guerra fría -además- azuzaba la revolución del lado soviético y cubano y los golpes para enfrentarla desde el Pentágono (como se vio claro en el caso chileno). Esto es verdad, pero ninguno de estos factores, por sí solo explica el golpe uruguayo o es imprescindible para su ocurrencia, como sí lo es -en cambio- la acción subversiva. Si los militares van entrando progresivamente en la vida política hasta atropellarla fue por estas acciones que le alfombraron el camino. Es más: en setiembre de 1971 toda la dirección tupamara estaba presa en Punta Carretas, por la exitosa acción de la Policía; al producirse su espectacular fuga, a dos meses de la elección, no dejó al gobierno otro camino que encargar a las Fuerzas Armadas, con nefastas consecuencias para todos.
No se trata hoy de arrojarnos responsabilidades recíprocas, en un debate que no nos llevaría a ningún lado. Sin embargo, evocar los hechos es fundamental para que se entienda que el extravío estuvo precedido también de planteos doctrinarios que despreciaban los valores de las constituciones liberales, de un formalismo vacío -se decía- cuando había pobreza y desigualdad. Se precisó la caída para diluir esa confusión. Como la otra, que también se dio en febrero y que era que “el problema no es el dilema entre poder civil y poder militar; que la divisoria es entre oligarquía y pueblo, y que dentro de éste caben indudablemente todos los militares patriotas que estén con la causa del pueblo” (frase textual del diario comunista El Popular). Fue ese otro espejismo, el de un posible “peruanismo”, que al estilo del Gral. Velasco Alvarado hiciera posibles reformas socialistas con gobierno militar.
La dictadura fue un sin sentido. Se perdieron libertades, se sufrieron abusos y crímenes y el país no avanzó en ningún terreno. Hasta hoy se pagan consecuencias, pero el país está en paz. Las instituciones republicanas resplandecen, la prensa es libre, la Justicia independiente. Si algún legado dejó aquel tiempo de tormenta es que hemos de cuidarlas en el día a día. La regla es no caer en descalificaciones personales, en agravios o protestas violentas que orillan el desborde y generan inútiles situaciones de riesgo. Adentro de la ley todo, afuera de ella nada, aun con alguna buena razón.