Quienes desde hace décadas se dedican a estudiar los potenciales beneficios de las sustancias psicodélicas en la medicina están un tanto abrumados por el interés que ha generado el tema de un tiempo a esta parte.
Sin ir más lejos, como informó El País, una clínica brasileña busca instalarse en Uruguay para ofrecer su tratamiento con ibogaína a pacientes que sufren de depresión y varias adicciones. Hay diversos testimonios sobre cómo este alcaloide fue la salvación para personas que habían probado antes todos los métodos convencionales de la medicina, sin éxito. Pero detrás de estos casos auspiciosos se esconde un detalle: ninguna agencia reguladora ha aprobado el uso médico de la sustancia y, según diversos estudios, el riesgo cardíaco al que se someten las personas es muy elevado.
“Es necesario que desde la academia se envíe el mensaje de que hay que investigar para poder después utilizar (los psicodélicos) masivamente en el terreno de la medicina tradicional”, indicó a El País la psicóloga María Penengo, doctora en Farmacología por la Universidad Autónoma de Barcelona.
Justamente, la investigación interdisciplinaria sobre los psicodélicos es el objetivo de Arché. Este equipo -integrado por profesionales de la Universidad de la República, la Universidad Claeh y el Instituto de Investigaciones Biológicas Clemente Estable- ha generado en poco más de cinco años 33 investigaciones académicas sobre tres psicodélicos en boga, cada vez más cotizados y buscados por los pacientes. Estos son la psilocibina (el principal componente de los llamados “hongos mágicos), la ibogaína y la ayahuasca.
Además de con la doctora Penengo, El País intercambió con otros integrantes de Arché para conocer sus líneas de trabajo. De la conversación participaron Ignacio Carrera, Juan Scuro, Gonzalo Hernández, Bruno Fernández, Mariana Pasos y Frank Lozano.
“Hay una especie de proyección fantasiosa de que los psicodélicos van a curar todos los males, cuando en realidad ese mecanismo es doblemente perjudicial. Por un lado margina conocimientos tradicionales, de donde vienen estos saberes, y por otro lado tapa el sol con un dedo sobre un montón de problemas estructurales. ¿Quiénes promueven una especie de hype, boom? Ante esto, nosotros nos paramos con cautela”, subrayó Scuro, doctor en Antropología y uno de los fundadores de Arché.
Terminales
Para que se apruebe la comercialización de un fármaco, hay estándares internacionales que cada país debe seguir a rajatabla. Todo comienza con la selección de unos 10.000 compuestos candidatos, moléculas, que en el laboratorio se van descartando hasta llegar a los idóneos para curar o tratar la enfermedad. Esa solución se prueba en animales y, si se confirma su efectividad, se hace la traslación del uso a seres humanos.
Allí empiezan las famosas cuatro fases del ensayo clínico, de las que tanto se habló cuando surgieron las primeras vacunas contra el covid-19. Pernego sintetizó cuál es el objetivo de cada una de ellas.
En la fase I se prueba la sustancia solo en voluntarios sanos, para determinar cuán segura es. Si se supera esta etapa llegará la fase II, en la que se incluye a no más de 500 pacientes con la enfermedad que pretende ser curada.
Luego vendrá la fase III, la última antes de que se autorice la comercialización. En ella se aumenta el número de pacientes y se afinan las medidas de eficacia. Con toda esta información sobre la mesa, la unidad regulatoria autoriza o rechaza la venta y, si la avala, en la fase IV se hace un seguimiento de cómo afecta al grueso de la población este producto.
“Los psicodélicos en términos generales se encuentran en fases tempranas del ensayo clínico en humanos. La mayoría no ha pasado de la fase I o II con dos excepciones: la psilocibina en el tratamiento de la depresión de pacientes resistentes al tratamiento convencional y de personas con enfermedades potencialmente letales como el cáncer, que están en fase tres”, precisó Pernego. También se ha llegado a este punto en estudios sobre el MDMA, si bien en Uruguay no hay una línea de investigación específica.
Sin embargo, Uruguay sí está a la vanguardia en cuanto al estudio de la psilocibina -los famosos “hongos mágicos”- para la cura de la depresión. Algunos integrantes de Arché, el grupo interdisciplinario, llevarán adelante un estudio que está en la fase II, a la espera de una resolución del Ministerio de Salud Pública -que debe aprobar el protocolo definido por los investigadores- para avanzar.
Lozano, psiquiatra de profesión, además está realizando su maestría que consiste en “una revisión sistemática y un análisis de la seguridad y eficacia de la psicoterapia asistida con psilocibina”, teórica, a partir de la información ya publicada.
Y allí es cuando se vuelve al punto de partida: no se puede aplicar a mansalva esta técnica, cuando no hay estándares fijados por agencias regulatorias.
Lozano remarcó que el uso terapéutico de hongos mágicos es una “intervención prometedora”, pero acotó que en los estudios clínicos “la selección de esta población ha sido exhaustiva, llevada a cabo por un equipo”.
“Cuando se dice depresión, en vox populi, se habla de una serie de cosas que quizás son distintas a las que se están tratando en los ensayos clínicos con psilocibina. Hay distintas modalidades de psicoterapia, pero no se ha establecido una que sea la estándar. Las personas tienen dificultades para acceder a lo que entendemos como un tratamiento estándar”, dijo.
Por lo tanto, en muchos casos, las personas que recurren a los hongos mágicos para curar sus males no reciben las indicaciones óptimas.
“El uso terapéutico de psilocibina se está convirtiendo, a mi criterio, en una pseudoterapia. Las personas buscan esto porque tienen una necesidad, pero quedan atrapadas entre la expectativa y la propaganda. Cuando se la utiliza en los ensayos clínicos, hasta ahora, solo en uno se lo ha comparado con el tratamiento estándar. (...) No estamos hablando de un tratamiento mucho mejor que el que tenemos, no podemos hacer esa aseveración”, sentenció Lozano.
Más allá de la sustancia psicodélica que esté en el tapete, los investigadores de Arché insisten en dos conceptos: “set” y “setting”, que condicionan la experiencia de quienes las consumen. Scuro señaló que el “set” abarca las predisposiciones mentales del usuario, sus motivaciones, su trayectoria de vida y de uso de sustancias, entre otros factores. El “setting”, en tanto, corresponde el escenario y el contexto en que se utiliza el psicodélico. “Tiene que haber un orden, un conjunto de personas con un conocimiento profundo de lo que están haciendo”, señaló particularmente en el uso de ayahuasca.
Un proceso patentado en Uruguay y Argentina
En los tratamientos con ibogaína, este alcaloide comúnmente se extrae del arbusto tabernanthe iboga, originario de África. Esto supone que para cada paciente se deban “sacrificar” varias plantas, por el alto gramaje necesitado y porque la sustancia se saca directamente de la raíz, explicó el químico farmacéutico Bruno González. “Ha llevado a que la especie, que tiene un valor simbólico muy importante, casi esté en peligro de extinción”, enfatizó.
El investigador de la Universidad de la República está a punto de terminar su doctorado sobre esta temática. En una fase previa, en vez de apelar a la planta original, se buscó recurrir a un alcaloide alternativo, pero igual de potente: la voacangina, que se extrae de una planta que crece con mayor rapidez y en más zonas. Después de transformarla en el laboratorio en ibogaína -explicó González- encontraron un método más eficaz para sintetizar el alcaloide. “Terminamos sacando alrededor de un 2% del compuesto a partir de la fuente natural, lo cual es un montón”, dijo.
Este proceso -que permite extraer ibogaína a través de la transformación de otros alcaloides, maximizando la cantidad de sustancia a utilizar- se patentó en Uruguay y en Argentina.
Con esta técnica se pudo avanzar en otro objetivo central del posgado: el desarrollo de fármacos a partir de ibogaína, pero evitando el alto riesgo de generar arritmias propio de la sustancia. “Para llegar a los mejores compuestos, uno tiene que generar una biblioteca de ellos”. Los químicos modifican muchas moléculas, pareciéndose todas a la ibogaína pero sin sus efectos nocivos. Luego, cuando llenan la “biblioteca”, se sigue el proceso descrito por Penengo, que puede desencadenar la prueba en animales y personas.