EN PRIMERA PERSONA
Adrián Aguiar, internista del Hospital Británico, cuenta cómo fue la previa y la expedición hasta el crucero australiano.
“Sin ponerte en compromiso, y me podés decir que sí o que no. ¿Podés darnos una mano con la población del crucero australiano que está sufriendo la epidemia del coronavirus?”
Con esta llamada telefónica de mi colega y amigo el doctor Marcelo Chiarella empezó mi mañana del 4 de abril. De inmediato me vino un torbellino de ideas y sentimientos desencontrados. Por un lado, estaba el riesgo de ponerme a mí y probablemente a mi familia en la boca del lobo; y por otro el sentido del deber y solidaridad que hacen parte de mi profesión como médico.
No sé si fue la responsabilidad, el juramento hipocrático, la garra charrúa o sencillamente mi inconsciencia, pero bruscamente me vi respondiendo: Sí, contá conmigo…
Luego de cortar la llamada, me encontré con la mirada interrogante de mi esposa, que había escuchado la conversación. Le conté la propuesta y con un: “si te necesitan…”, recibí su reconfortante aprobación.
Se trataba de una misión sin precedentes. Nos enfrentábamos a una situación desconocida por todos. Teníamos que ir a un crucero australiano llamado Greg Mortimer que se encontraba varado a 20 millas del puerto de Montevideo, porque había muchos pasajeros infectados por coronavirus y no podían arribar a tierra.
En una reunión, esa misma tarde, se dio a conocer cuál era la situación a bordo del crucero y se explicó el marco jurídico-legal de la misión. Participaron autoridades del Ministerio de Salud Publica (MSP), la doctora Rando, el propio ministro y los coordinadores de cada equipo, tanto del Hospital Británico como del Casmu, que ejecutarían el operativo en el barco.
“No son uruguayos, y están en un barco de bandera extranjera. Pero son seres humanos, somos los que estamos más cerca de ellos y las dos instituciones quieren apoyarlos, ¿estamos de acuerdo?”. “Por supuesto” fue la respuesta del grupo.
Sabíamos que había 128 pasajeros y 83 tripulantes. La mayoría de los pasajeros eran de nacionalidad australiana y la tripulación estaba compuesta por peruanos, chilenos y filipinos.
Debíamos definir la situación epidemiológica del crucero, saber en qué condiciones sanitarias se encontraban las personas a bordo, y poder establecer una estrategia para asistir a los más graves y contener e informar a los que se encontraban estables. Había más dudas que certezas. No sabíamos con qué equipamientos ni medicamentos contaban, ni en qué situación clínica real estaba la gente abordo.
Luego de la reunión fuimos a chequear y a a aprender a usar los equipos.
En casa todo parecía normal, pero me sentía como en las vísperas de un examen o de una cirugía. Me dormí a la una de la mañana y me desperté a las 5 y 30. Sentía el nivel de alerta de mi cerebro y de mi cuerpo como el previo a un concurso de facultad. Ya era hora y era imperioso comenzar el operativo. Como cuando uno decide nadar en una piscina de agua fría, no lo piensa más y se zambulle, así salí de mi casa, no sin antes despedirme de mi familia, pero sin pensarlo demasiado.
Participamos 21 personas: seis médicos, dos nurses y una enfermera del Hospital Británico, seis médicos y cinco enfermeros del Casmu, y la coordinadora del MSP. Algunos ya nos conocíamos y otros nos vimos por primera vez en el barco. Se hicieron seis equipos de tres personas cada uno (dos médicos y una nurse o enfermera/o).
La premisa era transmitirles en su idioma tranquilidad, explicarles a los pasajeros cuál era la situación sanitaria del Uruguay y que contarían con la asistencia necesaria si así lo requiriesen.
El crucero cuenta con 80 camarotes de pasajeros, más los camarotes de la tripulación que se encuentran en los sectores más bajos del barco. Nos dividimos previamente por áreas, para poder realizar el trabajo en el menor tiempo posible y disminuir así el tiempo de exposición y riesgo de contagio.
Contábamos con un dispositivo tablet y/o celular con el listado del número de camarotes y ocupantes que deberíamos visitar. Con un minucioso y tedioso trabajo nos vestimos con los equipos de protección personal (EPP), asegurándonos que todos estuviéramos listos y protegidos. Abordamos el crucero con ayuda de la tripulación del barco.
La mezcla de estrés, miedo y esperanza eran los sentimientos que nos inundaba a medida que nos adentrábamos en el barco. Y no fue hasta la primera puerta que golpeamos que supimos con qué nos encontraríamos. En lugar de descontrol o pánico, encontramos mesura y tranquilidad por parte de los pasajeros. Expresaban sí, su angustia por no conocer su futuro,
Con el transcurso de los minutos, se sumó la poca visibilidad porque el calor y transpiración hicieron que se empañaran las gafas que llevábamos puestas, al punto de que por momentos no veíamos más que siluetas.
Algunos lo sufrimos más que otros, incluso al borde del desmayo, apoyándonos para continuar con nuestro trabajo y nunca desistir. “Equipo, falta menos” era lo que repetíamos entre paciente y paciente. Siempre cuidándonos unos a otros y empujándonos a seguir.
Al finalizar, volvimos del crucero al barco que nos llevó. Comenzó la última pero muy importante tarea: quitarnos con extremo cuidado el EPP. Fue el momento de mayor probabilidad de cometer errores y así contagiarnos. Se delinearon en el piso del barco pequeñas estaciones numeradas donde deberíamos quitarnos por partes y en orden el equipo. Bajo la mirada atenta de nuestra guía y nurse encargada del comité de infecciones, la licenciada Pinto.
Como bien dijo una de mis colegas, fuimos con la idea de dar una mano, de forma desinteresada, cada uno con sus fortalezas, sin saber con lo que nos encontraríamos y no esperando nada a cambio. El país y sobre todo esas personas lo precisaban. El grupo respondió con vocación profesional y alto sentido humanitario.
Me siento orgulloso de haber sido parte de ese equipo humano, que demostró entrega sin descanso, incluso hasta el desmayo, haciendo hasta lo imposible para cumplir nuestra misión, y a la vez, cuidarnos unos a otros sin romper las normas de bioseguridad.
No recibimos más que agradecimientos por parte de los pasajeros del Greg Mortimer. Su tripulación nos despidió con aplausos.
Quizás lo más impactante de nuestra misión fue llevarle a un grupo de seres humanos una luz de esperanza en momentos de oscuridad.
Vuelto a la seguridad de mi hogar con la mascarilla obligatoria puesta, no pude abrazar ni besar a mi mujer, pero ambos sentimos la sensación gratificante del deber cumplido.