La “calesita” imposible de la tuberculosis, una enfermedad que avanza

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Persona que espera para poder ser atendida. Foto: Darwin Borrelli.
Darwin Borrelli

DILEMÁS DETRÁS DE UNA INFECCIÓN SILENCIOSA

Unos cien pacientes entran y salen del Saint Bois sin curarse. Son un reservorio de la infección porque siguen circulando y contagiando, pero no se los puede obligar a terminar el tratamiento.

Cada nuevo contagio de tuberculosisen Uruguay recibe un número, un “score” que se estima al momento del diagnóstico en un centro de salud y denota el riesgo alto, medio o bajo de que esa persona abandone el tratamiento. Si vive en la calle, si estuvo presa, si consume drogas o si tiene otras enfermedades previas, su puntaje será “alto” y se transformará en alerta roja para las trabajadoras sociales de la Comisión Honoraria para la Lucha Antituberculosa (CHLA), que irán tras ellos.

Lucía y Ana -no son sus nombres reales- tienen la misión a veces imposible de que estos pacientes tomen su antibiótico a diario. Buscan la vivienda o, en caso de que no la tengan, la calle en la que estos suelen estar, y se presentan diciendo que los quieren “ayudar”. Que se enteraron de que faltaron cuatro o cinco veces a retirar su medicación y quieren saber qué dificultades tienen para hacer su tratamiento. “Empiezan a contarte y cada situación es un mundo”, dice Lucía. En sus acercamientos confirman que detrás de los abandonadores lo que más prevalece es el alcohol u otras drogas.

Un estudio que hizo años atrás junto a un colega la actual directora del Programa Nacional de Tuberculosis, la neumóloga Mariela Contrera, confirma que el consumo de droga es un factor independiente del abandono de tratamiento. “Quiere decir que más allá del nivel económico, es un predictor de abandono y muerte”, indica Contrera. Cuando encuentran que el obstáculo es el consumo, las trabajadoras sociales intentan hablar con el paciente pero también con sus familias, para indagar qué apoyo existe para acompañarlos y aportar información sobre a dónde recurrir.

Sin embargo, en general, en el paciente que está “en pérdida de tratamiento” coexisten varios factores que hacen aun más difícil la situación. La tuberculosis no es su prioridad. Importa más conseguir algo para fumar, algo para comer o un lugar seco donde dormir.

Las trabajadoras sociales ponen especial atención en los hogares donde hay niños. Esta semana, por ejemplo, visitaron a una familia en la que la mamá fue diagnosticada de tuberculosis pero el papá no llevó a sus hijos al médico, que por haber estado expuestos a la enfermedad deben controlarse. El hombre adujo que el policlínico le quedaba muy lejos y no tenía plata para el traslado, y Lucía y Ana activaron coordinaciones para facilitarle la consulta.

Así y todo, algunas situaciones más complejas ameritan recurrir a la Justicia. Dice Contrera, la directora del programa, que las veces que lo han hecho se cuentan con los dedos de las manos. Sucede cuando ya han insistido sin éxito con varias estrategias. Los jueces han adoptado distintas medidas, desde exigir fotos que atestigüen la ingesta de la pastilla cada día, hasta la separación de los niños de sus padres.

Elena, que consume pasta base desde su infancia y vive en situación de calle, tiene a sus hijos bajo el cuidado del INAU. En su vida la tuberculosis es el enésimo factor de preocupación, pero es también lo que cada tanto la devuelve al hospital Saint Bois. Tiene menos de 40 años. La semana pasada la ingresaron para intentar, por tercera vez, que permanezca allí el tiempo necesario para que el bacilo que le anida hace años y se vuelve a multiplicar cuando ella cede, desaparezca del todo.

En el mismo piso de la antigua “colonia de convalecientes”, en Colón, también está José, un hombre de 32 años que tenía una vida más armada pero a quien la adicción a la cocaína lo llevó a perderlo todo. Su hijo también está en el INAU y su pareja falleció. La tuberculosis fue el golpe de gracia para sus pulmones. José será parte de un 3,7% de los pacientes del Saint Bois que, según datos de 2021, se va del hospital con un tanque de oxígeno a cuestas y una pensión por invalidez del Banco de Previsión Social, porque nunca más podrá trabajar.

Calesita

Es viernes de tarde, llueve a cántaros y el Saint Bois luce casi vacío en sus amplios pasillos de baldosas negras y blancas. Pero no: sus salas de internación están repletas.

En el “ala común” de tuberculosos, donde casi siempre hay 95% de ocupación, las 20 camas disponibles están en uso porque los días anteriores ingresaron varios pacientes, entre ellos Elena. También está en un sector separado Milagros, una paciente que tiene resistencia al tratamiento antibiótico habitual y que hace poco, cuando pensaban que ya había vencido al bacilo, volvió a dar positivo. Además, en la sala penitenciaria están ocupadas las seis camas para presos con tuberculosis.

El criterio de internación en el ala común del Saint Bois no es tanto la gravedad o la complejidad de los pacientes, sino sus “características sociales”: necesitan estar en un lugar con asistencia médica que les permita iniciar, realizar y completar el tratamiento, explica la directora del hospital, Soledad Olivera.

“Son personas en situación de calle, exreclusos que están también en situación de calle, y hay mucho policonsumo. Entonces, son tres tipos de población que por su vulnerabilidad no tienen sostén familiar ni social, y tampoco se adhieren mucho a refugios y otro tipo de cuidados como para completar el tratamiento”, agrega Olivera.

La mayoría son viejos conocidos para el personal del Saint Bois. Son los que informalmente llaman “abandonadores”: unas 100 personas que se mantienen en las estadísticas de la CHLA porque nunca terminan del todo su tratamiento. Recurren a la emergencia de algún centro de salud cuando la fiebre y la tos los tienen mal; son derivados al Saint Bois, allí se tratan unos meses hasta que se sienten mejor y piensan que “ya está” porque les dicen que ya no contagian. Luego regresan a su casa, a la calle o al refugio, y un día “se olvidan” de la pastilla. Como “no pasa nada”, reinciden en el olvido una y otra vez, hasta que las trabajadoras sociales o el Mides los captan nuevamente y vuelven.

“Hay un pool de gente que conocemos, que tiene múltiples internaciones y múltiples abandonos. Se tratan y dejan. Con ellos a veces das dos pasos para adelante y otros dos para atrás. Se comportan como un reservorio de enfermedad que se va trasladando”, dice Emanuel Manzur, adjunto a la dirección del hospital. “A su vez, tenemos muchos problemas porque se fugan por abstinencia y son reingresos a la brevedad”, agrega Olivera. La droga, otra vez, es el principal enemigo. “El que piensa en consumir no piensa en la pastilla del tratamiento. Es más urgente fumar que comer”, dice ahora Manzur.

Con los que dan vueltas en esta calesita no hay otra receta más que la paciencia y “el don de la palabra”, que aplican médicos, enfermeros y trabajadores sociales del hospital y de la comisión para convencerlos de tratarse. Pero no pueden obligarlos. “No están presos, están en un hospital”, recuerda Manzur. “Ellos deciden hasta cuándo quedarse. Y son libres de irse, de continuar el tratamiento, o de no continuarlo”, complementa Olivera. Ambos consideran que esta es una discusión pendiente en Uruguay.

“Es muy complejo”, reconoce por su parte Contrera. “La única forma de cortar con esta calesita es la expresión que todo el mundo usa: el abordaje multidisciplinario. Con solo perseguirlos con un comprimido no vas a lograr nada. Algunos países hacen internaciones compulsivas, pero para mí la vía no es esa, aunque lo compulsivo puede ser una herramienta con otras más. Hay que sentarse y ver qué se puede hacer, porque también es cierto que la persona sigue circulando y contagiando”.

En esa línea, en el Saint Bois están diseñando un proyecto enfocado en pacientes jóvenes, muchos con tuberculosis, para “sacarlos del círculo vicioso del consumo”. Hoy combinan terapia grupal, trabajo social y atención psicológica para acompañar la internación y lo que venga después. “La idea es generar actividades con distintos organismos y ONG que trabajen adicciones para empezar a desvincularlos de la droga, y ver de a poco qué otras opciones tienen a la hora de salir de acá”, cierra Olivera.

Retroceso

En 2021 se registraron 951 contagios de tuberculosis, entre casos nuevos y recaídas. La cifra bajó respecto a años anteriores. La letalidad se mantuvo encima de 11%, bastante más que el 7% promedio regional. Significa que 120 personas mueren al año por tuberculosis. “Es un número vergonzoso para Uruguay”, dice Contrera, y señala tres factores que lo explican: diagnóstico tardío, coinfección con VIH, y abandonadores.

Durante las peores etapas de la pandemia todo esto empeoró porque, como sucedió con otras enfermedades, disminuyeron los controles. En la CHLA sacaron cuentas y concluyeron que hubo 37% menos muestras diagnósticas en 2021 contra 2019 (en 2020 fue similar), con lo cual la baja de los contagios constatados no es una buena noticia. El efecto es tan notorio que los gráficos lo reflejan: durante las olas más grandes de covid-19 hubo menos diagnósticos de tuberculosis, y en los períodos siguientes a las olas, muchos más.

Ese delay, advierte Contrera, no será gratuito. Las muestras contienen mayor carga bacteriana, lo cual coincide, a su vez, con una presentación clínica peor de los pacientes. Se acentuó el diagnóstico tardío.

“La pandemia causó un retroceso mundial y nacional de varios aspectos de tuberculosis. Estiman que se va a volver a cifras de siete u ocho años para atrás. En Uruguay, a pesar del nivel de ingresos medio o medio alto y un sistema de salud poderoso, y aunque no hubo una situación de pandemia descontrolada como en otros países, hubo una mayor repercusión de la esperada”, dice Contrera.

Uno podría creer que el aislamiento y los cuidados que impuso el covid-19 favorecieron, pero Contrera está segura de que no. Después de 16 años de tendencia ascendente, “para decir que el aislamiento favoreció tendríamos que haber estudiado igual o más”, y fue lo contrario.

Además, explica la especialista, la tuberculosis se contagia en períodos prolongados de exposición, en familias o lugares hacinados, y no en el ómnibus o en una fiesta. Entonces, “el hecho de haberse quedado adentro más tiempo, sobre todo en hogares con poca ventilación e iluminación, generó condiciones propicias para la transmisión”, detalla. Por último, el covid hizo que cayera también el seguimiento de los contactos: al haber menos diagnósticos, se rastreó menos.

¿El resultado? Un combo terrible cuyas consecuencias se verán más adelante.

Laura, la fonoaudiologa que se contagió en el Pereira Rossell: “No sabía que estaba tan expuesta”

Laura Borrelli es fonoaudióloga. Trabaja de forma particular y también en el Pereira Rossell, donde se ocupa de hacerles el estudio auditivo a los bebés recién nacidos. Si bien había visto mamás internadas con tuberculosis, demoró mucho en imaginar que sus síntomas podían ser consecuencia de un contagio.

“Uno no sabe que está tan expuesto, o que circule tanto”, dice ahora. “Al principio pensé ‘qué horrible, ¿cómo puede ser?’”, cuenta. Se encontró con gente que creía que la tuberculosis no existía más, y para su sorpresa, los padres de sus pacientes fueron muy empáticos.

El caso de Laura es ejemplo no solo de lo extendida que está la enfermedad, sino también de lo que cuesta el diagnóstico. Ella empezó con síntomas en diciembre. Primero, por ser algo respiratorio, se pensó en covid. Una vez descartado eso sobrevinieron las consultas, las placas, los estudios. Como no surgía nada específico, tomaron su cuadro como una infección respiratoria baja y le dieron antibióticos de amplio espectro. Mejoró unos días, pero luego recayó y siguieron más estudios, hasta que le dijeron que tenía “clínica de tuberculosis”. Consideraron que por tener una enfermedad autoinmune y trabajar en un hospital podía ser más propensa. Al final, asumieron que daba negativo porque tenía carga bacteriana baja, y empezaron el tratamiento antituberculoso. Al verla mejorar, lo reafirmaron.

Como paciente vivió en carne propia la necesidad de “mucho acompañamiento, comprensión, y respeto de los tiempos”. “No es fácil asimilar el tiempo de tratamiento, que es vigilado, que tu núcleo familiar tiene que controlarse”, describe. Además, quedó “bastante disconforme y preocupada por la falta de información” que recibió al principio: “Pienso en la población más vulnerable. Yo trabajo en la salud; tengo mucha gente a la que puedo preguntarle”.

Las cifras de la vergüenza

Pacientes. En 2021se registraron 951 casos nuevos y recaídas. La cifra bajó porque se tomaron menos muestras.

Incidencia. La tasa de incidencia es 26,8 casos por 100 mil habitantes, pero la estimada por OPS para Uruguay es mayor: 32. El promedio de América es 29.

Distribución. Predomina en varones jóvenes. El 70% tiene entre 25 y 54 años. Montevideo mantiene la mayor incidencia (sobre todo municipios A, D y F) y le siguen San José y Rivera.

Letalidad. Es 11,3%.

Mortalidad. Es 3,1 por cada 100 mil; 107 pacientes murieron en 2021.

VIH. De los 951 diagnósticos, 115 están infectados también con VIH. Su letalidad es mayor: uno de cada cinco fallece.

Cárcel. Hubo 109 casos: 107 reclusos y dos policías.

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