Seis horas de esperanza tras un año de encierro: crónica de los primeros vacunados en residenciales

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Margarita recibió la dosis de Pfizer aprobada para adultos. Foto: Tomer Urwicz

LA LUCHA CONTRA EL CORONAVIRUS

Las seis horas que duró la presencia de los vacunadores en las cuatro hectáreas del residencial se vivieron con las ansias de las grandes citas.

Siempre hay una primera vez. Margarita Bolonini tuvo su debut ayer, a los 79 años, cuando recibió la primera dosis contra el COVID-19 y, a la vez, la primera vacuna en su vida.

En los pabellones del hospital geriátrico Piñeyro Del Campo, el residencial público más grande de la capital uruguaya, las mañanas son largas y cansinas, casi igual que las noches. Pero la mañana del 16 de marzo de 2021 amaneció diferente. Tras un año de emergencia sanitaria, de visitas sin abrazos y el temor a ser la próxima víctima de un virus que se ha ensañado con los más adultos, la esperanza llegó dentro de unas cajas de espuma de poliuretano, a algunos grados bajo cero, y que llevaban la inscripción: “frágil, viales de vacunas”.

Las seis horas que duró la presencia de los vacunadores en las cuatro hectáreas del residencial (“seis horas de esperanza”, como le llamaron algunos de los residentes) se vivieron con las ansias de las grandes citas. Incluso cuando varios de los inoculados ya había sorteado otras epidemias como la polio o la viruela.

Margarita despertó con un temor que no sabe describir en palabras, esa mezcla de susto y ansiedad que da lo desconocido... la primera vez. Se puso la blusa de flores, se acomodó el tapaboca que “a veces le nubla la vista” y prestó su brazo para recibir el pinchacito en el deltoides derecho que “no duele nada”. Aunque la vacunación era en su “casa” (el residencial), quiso lucir “elegante”.

Tan impecable estaba que, “si tuviera la plata” y se pusiera fin a la emergencia sanitaria, saldría por la puerta de rejas verdes que da hacia Larravide, caminaría las cuatro cuadras que separan al residencial de las tiendas de la avenida 8 de Octubre, y se compraría “algo de ropa”.

Pero la pandemia en curso puso fin a esas escapadas de compras y dejó en suspenso -al menos por un año- la visita cara a cara con su único hijo. Fue a él, a través de una llamada por celular, a quien recurrió por un consejo: “¿Me vacuno?”. Y la respuesta fue así de directa: “Mamá, yo me voy a vacunar, hacé lo que te parezca”.

Atilio López, de 92 años, también sacó a relucir su ropa de gala: pantalón beige, camisa con finas líneas, una boina negra con cuadrado rojo que parece quitada a los anarquistas de la Guerra Civil Española y un chaleco que, dice él, “todo buen tanguero debe vestir porque arma mejor el cuerpo”.

Él, que recibió el nombre del dirigente de fútbol Atilio Narancio -quien por entonces había sido clave en la victoria de la Celeste en los Juegos Olímpicos-, ansiaba que le fuera administrada la vacuna. “Hace un año que no puedo salir, hace un año que ni siquiera cruzo la callecita que delimita el pabellón”, cuenta mientras con su mano un tanto tambaleante muestra el edificio en el que habita dentro del residencial, en habitaciones compartidas con otros 13 hombres, y que en el año de pandemia fue su “burbuja”.

Atilio, en el Piñeyro del Campo, fue uno de los 2.500 residentes en Montevideo que fueron vacunados ayer. Foto: Tomer Urwicz
Atilio, en el Piñeyro del Campo, fue uno de los 2.500 residentes en Montevideo que fueron vacunados ayer. Foto: Tomer Urwicz

Atilio, que desde pequeño anduvo correteando por los campos de Vichadero, en Rivera, está deseoso de que “este bicho” lo deje salir. En su caso no quiere irse de compras ni de visita a un familiar; solo espera fundirse en un abrazo con su amigo Enrique, el almacenero que lo “ha ayudado tanto”.

“Si le toca el bicho, le toca... ¡qué se le va a hacer! Mientras, hay que cuidarse y vacunarse porque lo que más se extraña son los amigos”, dice. Atilio gesticula para hablar, un poco por su incipiente sordera y otro tanto por el ‘actor que lleva dentro’. Cuenta que uno de sus compañeros de pabellón dio positivo, cuando un brote en el residencial, el pasado diciembre, dejó a unos 40 positivos. “Lo teníamos que ver a través de un vidrio, parecía una película”. Y eso que Atilio nació cuando todavía no existía la televisión. Mucho menos internet, por donde ahora ensaya teatro. Él, que vio a un primo enfermar de la polio y a otros tantos a los que le ha quedado la marquita de la pistola con la que se daba la vacuna contra la viruela (la única enfermedad extinta).

Los 40 residentes que habían dado positivo al COVID-19, pese a haberse curado, no pudieron vacunarse. Tampoco otros 10 de sus compañeros que no firmaron el consentimiento (la vacuna es voluntaria) y ocho que están recibiendo cuidados paliativos. El resto (Atilio, Margarita, otros 142 residentes y 238 funcionarios del Piñeyro del Campo), así como 2.500 adultos mayores de otros 16 residenciales, se pudieron vacunar ayer.

En la jornada de hoy se continuará la vacunación con otros 2.500 usuarios. También hoy llegan al país unas 50.000 nuevas dosis de Pfizer que permitirán continuar la administración en los próximos días.

Los vacunadores de la Lucha Antituberculosa -o contratados y capacitados por esta- partieron tempranito desde el estacionamiento del Antel Arena. A diferencia del resto de la población, en que la persona va al centro vacunatorio, aquí fueron los equipos de vacunación los que se trasladaron hasta los residenciales.

Y la tarea era calificada por las autoridades sanitarias como “clave”. Porque la sexta parte de los fallecidos por COVID-19 en Uruguay, en los primeros 10 meses de pandemia, fueron adultos que vivían en residenciales. La explicación es simple: la posibilidad de contraer una infección severa aumenta con la edad y, encima, en estos establecimientos habitan varias personas juntas.

Margarita no teme, pero sí sufre. Después de que terminó la Primaria en Argentina, y que el gobierno de Perón le dejó cruzar el Río de la Plata, se ha jactado de ser una mujer que anda “libremente”. Hasta que el nuevo coronavirus le trajo encierro y soledad. “Por suerte”, dice con los dedos de la manos entrelazados, “llegó la esperanza”. Luego solo se mira el brazo.

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