No es necesaria ninguna excusa para entrevistar a Rafael Radi. Pero cuando ésta tiene la dimensión que los últimos días han proporcionado, no deja de ser reconfortante para el Uruguay. Porque Radi, doctor en Medicina y, además, en Ciencias Biológicas, presidente de la Academia Nacional de Ciencias, doctor honoris causa de la Universidad de Buenos Aires y de la Universidad Autónoma de Madrid, miembro internacional de la National Academy of Sciences fundada por Abraham Lincoln, Postdoctoral Fellow de la Universidad de Alabama, director del Centro de Investigaciones Biomédicas de la Universidad de la República, grado 5 de la misma universidad y nominador al Premio Nobel de Medicina, ahora también es miembro ordinario de la Pontificia Academia de las Ciencias, cuyo origen se remonta a la Academia Nacional de los Linces, que lideró Galileo Galilei.
Sin embargo, esta distinción del Papa Francisco no sorprendió a Radi, porque formó parte de un proceso integral y progresivo. Pero lo conmovió mucho, porque comprende el simbolismo que supone integrar hasta el último de sus días la academia de número a la que, con un criterio más emparentado con el rigor científico que con el dogmatismo religioso, pertenecieron Alexander Fleming, Luis Federico Leloir, Bernardo Houssay, Niels Bohr y Eduardo De Robertis, la misma a la que el científico uruguayo ingresó junto a dos ganadores del Premio Nobel.
A partir de ese disparador, y a cuatro años del comienzo de la pandemia, Radi repasó algunos sucesos clave de los últimos tiempos, reflexionó sobre ciencia, actualidad, vida espiritual y redes sociales, y recordó la luz primigenia de Belvedere, que tanto bien le sigue haciendo.
-A partir del nombramiento que el Papa acaba de realizar, me gustaría preguntarle si sería provechoso, aunque todavía no pueda hacerlo, creer en Dios.
-En lo íntimo, concibo el agnosticismo como una posición de mucho respeto intelectual. Por eso prefiero no declararme ateo: entiendo que eso separa las aguas entre los que tienen una convicción profunda y los que tienen otra. Yo intento buscar la verdad a través de la ciencia, en términos de todo lo que se pueda objetivar en la realidad. Pero en lo que pertenece al dominio de la espiritualidad quiero ser amplio, en el entendido de que hay distintas sensibilidades y de que todas son válidas. Y en la medida que sirvan para mejorar a las personas tanto individualmente como respecto de su vida en sociedad, es válido. En ese sentido, respeto todas las variantes religiosas, aunque yo tuve una formación cristiana que me ayudó muchísimo, y no sentí que correspondiera ponerme del otro lado del mostrador una vez que me volví científico. Entonces, mi definición de agnóstico encierra una mirada de respeto y comprensión tanto a los que creen como a los que no creen. Y disfruto y trato de poner en práctica con mis viejos amigos aquellos valores que desarrollamos en la comunidad franciscana de Belvedere.
-¿Nunca siente cierta orfandad o un deseo de creer en Dios?
-No, pero tampoco siento la necesidad de negarlo, porque creo que hay mucho de construcción humana en nuestra creencia en Dios. Y esa construcción humana suele albergar un conjunto de valores positivos para la vida en sociedad. Por otra parte, respeto mucho la obra hacia la infancia, el adulto mayor o las personas solas que algunas religiones desarrollan, y a la que la ciencia en ocasiones no llega. Eso no quiere decir que esté de acuerdo con cualquier forma de expresión religiosa. Pero si es balanceada y aporta al modelo de convivencia, sí. Y rescato los valores que me forjaron en mi juventud, y que se podrían sintetizar en el sacrificio y en extenderle la mano al prójimo. Los franciscanos son eso.
-Retrocedamos algunos años a esa luz primigenia de Belvedere, ¿por qué este barrio sigue siendo mágico para usted?
-Porque encierra muchas cosas que lo convirtieron en un universo autocontenido en aquella década de los 70: el fútbol de Liverpool, su colegio, el San Francisco de Asís, sus dos cines, la cuchilla de Juan Fernández, ese accidente geográfico que le da nombre y hace tan característico al barrio, el centro comercial del Paso Molino, donde se congregaban personas de todo el oeste a caminar y hacer sus compras, la cercanía del Prado y del Miguelete, y, luego, los barrios hermanos, con las curtiembres de Nuevo París, las fábricas de La Teja y la Ancap, los frigoríficos del Cerro y el paisaje del Paso de la Arena, de Pajas Blancas y de la Barra de Santa Lucía. Belvedere fue un aglutinador de una cantidad de sensibilidades y orígenes de personas de clase trabajadora y de clase media baja, y allí confluía desde el obrero hasta el pequeño comerciante, desde el propietario de un pequeño bar hasta el conductor del ómnibus. Esa mezcla es la que constituye a Belvedere, representa mucho de nuestra ciudadanía y, si bien ya estoy más alejado, mi conexión casi semanal es con el barrio, donde aún vive buena parte de la familia Radi.
-Qué año para Belvedere, ¿no? Lo digo, ahora que los Zíngaros salieron campeones, pensando en Ariel “Pinocho” Sosa, quien fue su viejo compañero de escuela y dejó un testimonio precioso en “Todo un país detrás”, el libro del GACH editado por El País. Y también pensando en Liverpool, que por primera vez ganó el Campeonato Uruguayo.
-El libro, ¡qué lindo recuerdo y qué linda experiencia! Mirá: “Pinocho” fue un queridísimo compañero de más de diez años del San Francisco de Asís, compartimos muchas cosas, entre otras una gran cantidad de partidos de fútbol -era un número 9 habilidoso-, y cada vez que nos encontrábamos nos abrazábamos con mucho cariño. Y hay una anécdota hermosísima de “Pinocho” con Aldo Martínez, otro amigo de la misma época. Al volver del homenaje al GACH en el Sodre, me encontré con un video que ellos grabaron juntos en algún lugar, en el que brindan a mi salud y nos agradecen por lo que hicimos durante la pandemia. Obviamente, les respondí tanto a “Pinocho” como a Aldo, con quienes el afecto continuó inalterado y con quienes, además, me crucé en tantos tablados. Respecto a Liverpool, este fue un quinquenio fenomenal, empezando por el Intermedio de 2019, con Pezzolano y después con Méndez y, sobre todo, con Bava, un período de cuatro años que nos fueron ilusionando cada vez más, para terminar jugando con un cuadro grande en el Campeón del Siglo y salir campeones. Aparte, tuve la fortuna de bajar a la cancha para el festejo, y fue hermoso. Liverpool cumplió 119 años, pero esta es la primera vez que sale campeón. Así que imaginate. Es increíble lo que significa el club para Belvedere. Cuando juega Liverpool, el barrio está en la cancha.
-Hablando del GACH, ¿hay algo que extrañe de esa experiencia riquísima pero agotadora?
-Lo único que extraño es el contacto fluido y cotidiano que teníamos con cada integrante y, por supuesto, con Henry Cohen y Fernando Paganini. Eso fue de una riqueza humana y profesional extraordinaria, una oportunidad única en la vida pese a las dificultades del momento, un proceso que nos cambió para bien porque nos enseñó a trabajar en una gran red y con gente de enorme valía, un contacto en el que cada uno aprendió del otro. Yo extraño ese contacto, esa electricidad que teníamos y el buen ambiente que hubo durante todo aquel tiempo. La verdad es que fue una experiencia impresionante, impensada y superadora, en términos de lo que uno dio y recibió como ser humano. Cuando se cortó la actividad, nosotros seguimos muy enganchados, estudiando y conversando, y a mí me llevó más de un año poder decir: “Esto parece una película del pasado. Pero ta, lo logré, me desconecté”. Era fundamental salirse de eso, porque como grupo siempre dijimos que estábamos para cumplir con una labor concreta. Sin embargo, el factor emocional existe, y yo miro aquellos dos años de enorme intensidad con una linda sensación de tarea cumplida. Son cosas que te marcan para siempre, tanto desde el punto de vista personal como grupal. Porque el GACH fue una experiencia de vida con mayúscula.
-¿Dónde está el límite entre la opinología barata de las redes y el verdadero saber científico y, por otro lado, entre las sociedades que vuelcan recursos económicos y educativos para incentivar la ciencia y la tecnología, y aquellas en las que algunas élites iluminadas caen en lo que Ana Ribeiro y Gerardo Caetano han llamado “el horror de la sofocracia”?
-Voy a empezar por lo más difícil. Creo que no hemos podido resolver el tema de cómo se procesa, se jerarquiza o se cura el contenido de las redes sociales. Ahí no hay jerarquización, y no tenemos forma clara de definir qué es valioso ni qué viene de un lugar auténtico o apócrifo. De manera que en líneas generales las redes son un motivo de gran confusión y no parecen estar ayudándonos a mejorar nuestro modelo de convivencia, a entender mejor la realidad, ni a ser mejores como especie. Y, de la misma manera en que discutimos de los alcances de los patógenos emergentes, del cambio climático o de la inteligencia artificial, considero que hay que discutir los alcances, la regulación y el impacto de todo eso que está ahí y que, en un 95%, es energía fútil. Así que hoy las veo como una fuente de confusión. Respecto de esto Umberto Eco dijo cosas muy fuertes a las que, en su mayoría, adhiero. Por algo, y pido disculpas por hacer alusión a nuestro proceso, decíamos: “El GACH no tuitea”. ¿Qué significaba eso? Que no queríamos resolver en una comunicación inmediata y poco curada elementos que tenían una cierta complejidad y que requerían de un análisis, de una síntesis y de un consenso. Obviamente, leer informes es más aburrido que leer un tuit, pero la forma que elegimos servía para evitar la confusión de la gente. Además, en estos procesos que involucran eventos complejos hay que ser cuidadoso, sobre todo por parte de quienes tenemos cierta responsabilidad social, respecto a cómo utilizamos la herramienta. Por otra parte, quienes gobiernan en una democracia son los representantes de la sociedad. Por lo tanto, quienes no somos representantes pero tenemos saberes no debemos intentar gobernar desde la sapiencia, sino trabajar, colaborar, asesorar y, si cabe, iluminar a las personas que cuentan con la representación democrática, para que ellas sean el vector de transformaciones basadas en la evidencia o, cuanto menos, informadas, algo especialmente relevante en el siglo del conocimiento. Pero yo nunca estaré de acuerdo, por más importante que sea el rol de los científicos, con la sofocracia. Después, por supuesto que a veces nos enojamos y pensamos que ciertas decisiones no son las correctas. Pero, así como la política debe honrar a la política, la ciencia debe honrar a la ciencia, en lugar de intentar influir en forma espuria en decisiones políticas. Creo que debemos ser muy humildes y, a la vez, muy firmes.
-Usted ha dicho que Magdalena y Catalina, sus hijas, representan la parte de su vida “donde la ciencia deja el espacio total para el afecto”. En ese sentido, ¿cuánto y cómo lo cambió haberse convertido en abuelo?
-Mucho, porque es una experiencia preciosa. Tanto con Felipe, que tiene cuatro años, como con Ramón, que tiene dos -hijos de Catalina, mi hija mayor- y con Magdalena, mi segunda hija, nos disfrutamos muchísimo, vivimos a pocas cuadras y pasamos conectados. Además, Felipe y Ramón vienen todo el tiempo a jugar al fútbol con su abuelo. Es maravilloso, porque su padre los hizo socios de Peñarol y, con el permiso de ellos, yo los hice socios de Liverpool para que puedan elegir bien cuando sean más grandes (risas). Pero el otro día, que jugaba Liverpool de tarde y Peñarol de noche, Felipe fue a ver a Peñarol y me dijo: “Abuelo, ¿qué te parece si yo te cuento el partido de Peñarol y vos el de Liverpool?”. Así que esa conexión tan linda con mi padre, con quien fuimos más de 50 años a la cancha, es probable que se reproduzca en mis futuros diálogos con mis nietos, cuya llegada me ha hecho sumamente feliz.
-Para terminar, hagamos un ejercicio. Carmen India Isola, su madre, lo está mirando y sonríe. Está viva. Ella siempre confió en usted. ¿Le gusta lo que ve? Y, ¿qué le dice?
-(Hace una pausa). Me emociona mucho lo que me preguntás. Mamá siempre confió en mí, y la verdad es que estaría repleta, desbordante de emoción, llamando a sus amigas y a sus conocidos. Y lo que yo le diría es: “¿Qué te parece si hoy de noche paso por tu casa, nos comemos una rica pizza casera y charlamos?”.
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