Irina, primera ucraniana que pide refugio en Uruguay: "No pienso irme de este maravilloso país sin guerras"

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Irina, la primera ucraniana que pide refugio en Uruguay. Foto: Leonardo Mainé.
@maineleo

TRAS INVASIÓN RUSA A UCRANIA

Su esposo no puede abandonar la zona de conflicto porque tiene que servir en las fuerzas de defensa.

"Empezó una guerra, el gobierno ordenó el reclutamiento de todos los hombres de entre 18 y 60 años y no puedo salir de Ucrania”. Las palabras de Dimitrii, aquel último jueves de febrero en que los rusos invadieron Ucrania,todavía resuenen en su esposa Irina. Porque aquella llamada que cruzó el Mar Negro, el Mediterráneo y el Atlántico la encontró, como de costumbre, con el cuello erguido y la mirada concentrada típica de las bailarinas del Bolshói o las gimnastas olímpicas, pero, por dentro, con la fragilidad de quien sabe que le había llegado la hora de pedir el refugio en Uruguay.

Irina Lahoda -38 años, tres títulos universitarios, un español aprendido a la fuerza y una sonrisa que deja ver sus dientes, por más que sus amigos uruguayos le insistieron con que el mate los tiñe de amarillo- es, junto a su hija de 14 años, la primera ucraniana solicitante de refugio en Uruguay desde que estalló la guerra. Los restantes cinco compatriotas suyos que cuentan con la protección del Estado uruguayo habían llegado años atrás e incluso décadas antes de este conflicto armado que viene dejando más de 23 mil muertos, al menos 1.800 edificios destruidos, dos millones de desplazados internos y más de cuatro millones de refugiados fuera de la frontera de Ucrania.

El gobierno uruguayo, a través de una nota oficial que lleva la firma de la vicecanciller Carolina Ache, puso en conocimiento de las agencias de Naciones Unidas su interés de ser considerado como un país de “puertas abiertas para recibir personas refugiadas de nacionalidad ucraniana”. Pero la inmensa mayoría de quienes escaparon de la zona de conflicto en el último mes -a un ritmo tan vertiginoso que supera las 77 personas en el poco tiempo en que usted lleva leyendo esta nota- se han quedado en Europa. La Agencia para los Refugiados (Acnur) estima que se trata de la crisis migratoria más extensa en ese continente desde la Segunda Guerra Mundial.

“No quiero irme, no pienso irme de este maravilloso Uruguay sin guerras”. Irina no escatima en elogios, por más que aún no recibió la respuesta a la carta que le envió al presidente Luis Lacalle Pou narrándole sobre su delicada situación. No abandona la “ternura” -incluso bromea con que la traducción de su apellido significa eso- aunque cada día le cueste más costear el alquiler de un apartamento en Montevideo y siga sin conseguir un trabajo en su especialidad: psicóloga dedicada al acompañamiento de niños huérfanos. No renuncia a la esperanza aunque la aterre escuchar la voz de su esposo Dimitrii escondido en Odessa, o de sus padres camuflados en un sótano de Orekhov, el poblado rural en que ella nació.

La huida

“Estando con un moskal’ (alguien proveniente de Moscú), ten una piedra preparada”, reza el proverbio ucraniano en alusión a que los rusos no son de fiar. Porque la tensión entre Rusia y Ucrania excede a la temporalidad de la guerra en curso. Irina fue víctima de ello. Cuando el gobierno regional de Crimea realizó el referéndum separatista y las fuerzas rusas intervinieron con su poderío militar, en 2014, Irina y su familia ya llevaban semanas viendo a los helicópteros sobrevolar sus casas o a los ucranianos pro-rusos recorriendo el vecindario. Incluso ella estaba cerca de un puente bombardeado cuando el conflicto escaló a la llamada guerra del Dombás, en la frontera este de Ucrania.

Los perros que su madre rusa tiene como mascotas, y que son la excusa para que parte de la familia siga prefiriendo quedarse en su tierra, se acostumbraron desde entonces a los bombardeos, a un estruendo más intenso que los petardos de fin de año con la diferencia de que allí no hay nada para festejar.

Irina y Dimitrii tenían un buen pasar económico, pero, como ella misma reitera en un español que está aprendiendo a conjugar: “No queríamos guerra para nuestra hija”. Huyeron a Polonia, un país que comparte más de 500 kilómetros de frontera con Ucrania (el mismo límite territorial que otrora delimitaba a la Unión Soviética previo a su colapso).

En Polonia, donde los inviernos de 20 grados bajo cero se combaten como en Ucrania a puro borsch (sopa agria), la pequeña de la familia empezó el liceo y los adultos trabajaron. Hasta que a fines de 2019 fueron forzados a dejar el país por falta de documentación.

¿A dónde ir? Dimitrii (38) aprovechó sus dones de empresario y demoró menos de dos semanas para concluir que a casi 12.000 kilómetros existe un pequeño país “sin guerra y en el que es fácil acceder a la documentación”: Uruguay.

Irina recuerda con vergüenza que pensaba que aquel exótico destino quedaba en África. “Pero nunca me opuse a esta opción: no teníamos tiempo, volver a Ucrania era imposible y sobre todo queríamos la paz”.

Volaron hasta Argentina y luego, en ómnibus, hicieron la travesía hasta Montevideo. En Facebook localizaron un club ruso -sí, la rivalidad entre Ucrania y Rusia es casi tan folclórica como la de dos países que comparten un alfabeto casi idéntico, que tienen familiares de las dos márgenes de la frontera y que, en el fondo, se consideran hermanos- y se hicieron amigos de un moskal’ que invitó a Dimitrii a hacer unas changas en la construcción.

La pandemia ya se empeñaba en hacer la búsqueda de trabajo cuesta arriba y Dimitrii aceptó el reto. Un día, mientras cargaba unos ladrillos en la construcción de una vivienda en El Pinar, sus piernas empezaron a adormecerse. Luego empezó un cosquilleo en los brazos y más tarde la internación en el hospital público Maciel.

“Estuvimos un mes con él internado, sin diagnóstico… al parecer es algo de los nervios de la espalda que tenía previo a la carga de ladrillos y que se agravó en la construcción”. Irina habla lento para elegir las palabras correctas y avanzó tanto en lo idiomático que pudo ser la traductora de un marinero ucraniano que enfermó en el puerto de Uruguay.

Tras el alta médica y ante la dificultad de conseguir un nuevo trabajo (más intelectual que físico), Dimitrii le dijo a su esposa que retornaría a Ucrania. Era febrero de 2022 y las cadenas internacionales de noticias anunciaban las amenazas bélicas del presidente ruso Vladimir Putin. Pero él pensaba que se trataba de una almoneda dialéctica de la que Putin ya había dado cuenta antes y que ni el fin de los Juegos Olímpicos de invierno llevaría a la concreción.

Tres días después de haber volado a Ucrania, con la voz entrecortada, Dimitrii le avisaba por teléfono a Irina que una guerra había empezado y que “los hombres de entre 18 y 60 años no pueden salir”.

¿Y ahora?

Es el primer viernes de abril y los montevideanos que descansan en la plaza de los Bomberos, en el Centro de la capital, buscan calentarse con los pocos rayos de sol que se cuelan entre los plátanos. Irina está sin tiempo para ello. Son casi las cuatro de la tarde y acaba de terminar una entrevista en el Servicio Ecuménico para la Dignidad Humana de Uruguay, la ONG que representa a la agencia de Naciones Unidas para los refugiados en el país.

No almorzó ni piensa en ello. Sus fuerzas y su (poco) dinero tienen dos destinos asegurados: buscar la manera de que Dimitrii pueda salir de Ucrania y volverse a Uruguay, así como la alimentación de su hija.

La Cancillería uruguaya “está colaborando en la búsqueda de soluciones para casos que se plantean a nivel local de ciudadanos ucranianos que viven y/o trabajan en Uruguay, cuyas familia quedaron en Ucrania”, dice la respuesta oficial del Ministerio de Relaciones Exteriores ante la consulta de El País.

Irina no se desanima. Las ofertas para que envíe su currículum que le hicieron llegar los televidentes de canal 12, donde dio una nota, la entusiasmaron. Aunque por las noches, cuando mira la heladera y se da cuenta que no tiene para deleitar a su hija con kholodet (gelatina con carne ucraniana), o cuando mira a Putin justificar en conferencia de prensa que “hay que desnazificar Ucrania”, se desmorona y le cuesta conciliar el sueño pensando... “¿por qué?”

La apuesta del gobierno para que los venezolanos refugiados lleguen al país

Uruguay fue reconocido por Naciones Unidas como uno de los pocos países que, incluso en los meses de mayor confinamiento, abrió sus fronteras por razones humanitarias. No es casual: los programas de todos los partidos políticos que estuvieron en competencia en la última elección nacional coincidían en la necesidad de que el país les abriera las puertas a los extranjeros.

Ahora el gobierno uruguayo apuesta dar otro salto en esa dirección. Junto a Naciones Unidas y las cámaras empresariales, la Cancillería está ideando una estrategia para que los venezolanos que están refugiados en otros países de América Latina puedan migrar a Uruguay, para trabajar en perfiles que los empresarios uruguayos no encuentran en el país. La puesta en funcionamiento de esta “vía alternativa”, como le llaman, se retrasó por la pandemia y la falta de financiamiento. Pero las autoridades quieren poner el pie en el acelerador dada la falta de demanda para satisfacer la oferta laboral en algunas áreas en las que Uruguay tiene escasez de profesionales.

Los refugiados venezolanos que cuajen en el programa se asegurarían, además de la garantía de un trabajo adecuado a su calificación, la protección internacional por parte del Estado uruguayo.

El País narró en octubre la historia del boxeador Eldric Sella, que tras competir en los Juegos Olímpicos por la bandera de los refugiados, consiguió su protección en Uruguay. Si bien él no era demandado por un empresario específico, el gobierno uruguayo y la Agencia para los Refugiados de Naciones Unidas pactaron que podía ampararse en la “vía alternativa”, inaugurando así un proyecto que buscaba traer al menos 40 refugiados venezolanos más en el corto plazo.

El recorte de presupuesto que Naciones Unidas destina a Uruguay (dado que es un país de renta alta y, por tanto, el asesoramiento es más técnico que financiero), hizo que el programa se dilatase aún más.

Canadá tiene un proyecto similar desde hace décadas. Allí es la comunidad organizada (incluyendo empresarios) los que financian la llegada de refugiados.

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