Lo más difícil de estar en la Antártida es eso, estar. Caminar por la nieve, hundirse, sentir las piernas atrapadas por un peso helado, entender cómo tirar el torso hacia atrás para desenterrarse, acostumbrarse al viento, a la piel seca, a los labios resquebrajados, al reflejo del sol en el hielo, intentar acomodar el cuerpo hasta que el frío no sea infernal.
Lo más difícil de estar en la Antártida es eso, estar. Entender cómo vestirse -una capa de ropa sobre la otra, no sentir demasiado calor, que el cuerpo no transpire para que no se enfríe- aprender a leer la marea -cuándo sube y cuándo baja, cuándo permite el paso, cuándo hay que regresar-, entender los caminos y las formas de andar, animarse a estar solo, a estar lejos, a sentirse lejos, a mirar todos los días el mismo paisaje, a vivir sin matices, sin colores -a que todo sea blanco, negro y lo que sea que haya en el medio- aprender a leer el paisaje, a ver, de a poco, los cambios. Por ejemplo, prestar atención a la manera en la que cambia el viento, distinguir la forma de la nieve, la densidad de la nieve, escuchar cómo suena el deshielo, presenciar el momento justo en el que un trozo de hielo cae desde un risco hacia el océano.
Lo más difícil de estar en la Antártida es eso, estar. Habitar un sitio que parece haber sido arrancado del mundo -tal vez cuando hace 230 millones de años una única masa continental empezó a dividirse y esta porción de tierra de 14 millones de kilómetros cuadrados llegó hasta el extremo sur del planeta y se congeló- en el que nada pareciera poder sobrevivir, salvo, lo propio.
Para estar en la Antártida hay que saber. Hay que prepararse. Hay que cuidarse. No hay que improvisar. La naturaleza está tan llena de repleta como de violencia y no hay ninguna posibilidad de dar un paso en falso.
Hace 40 años, en 1984, un grupo de uruguayos, todos hombres, la mayoría personal militar, se subió a un avión Fairchild de la Fuerza Aérea con una misión: construir la primera base uruguaya en la Antártida. No sería en el continente, sino en la Isla Rey Jorge, parte de las islas Shetland del Sur, en la Península Antártica, la zona más cercana a América.
No sabían. No estaban preparados. No conocían el sitio al que iban, ni cómo tenían que moverse, o cómo manejarse, o cómo lidiar con el terreno, o cómo hacer agua, o cómo aislarse del frío, o cómo obtener luz, o cómo comer.. Por sugerencia de los chilenos, que ya tenían su base instalada en la isla, eligieron un sitio con un lago, en una bahía, la bahía Fildes, rodeado por un glaciar. Levantaron, como pudieron, una base pequeña, austera, un galpón para dormir, otro para la radio, otro para la estación meteorológica.
El 22 de diciembre de 1984 fue un día despejado en la isla Rey Jorge. La nieve del invierno se había derretido. El cielo estaba celeste y liso, el sol caía sobre las rocas negras y sobre el océano y, también, sobre la bandera uruguaya y los pabellones patrios que fueron izados por primera vez en la Antártida. Ese día, así, de esa manera, quedó inaugurada la Base Científica Antártica Artigas (BCAA).
Hoy se cumplen 40 años desde aquel día. Hoy, en este lugar frente al Océano Austral en el que todavía flemea una bandera uruguaya, un montón de personas -científicos, militares, autoridades, personal de bases vecinas a la uruguaya, como rusos, chilenos, argentinos, chinos- se reunirán para celebrar la historia, pero también, la permanencia de Uruguay en un continente que no se parece a ningún otro sitio del planeta.
La Antártida es un lugar complejo de entender. Yo, por ejemplo, viví en la BCAA durante los últimos 40 días y aún me resulta difícil comprender ciertos temas, correr los velos para llegar más profundo. Pero podría, después de haber entrevistado a más de 30 personas, de haber mirado, de haber contemplado, de haber leído, decir algunas cosas.
Para dar contexto: es el continente más austral del mundo; contiene la reserva de agua dulce más grande del planeta; las corrientes oceánicas que suceden en sus aguas regulan la temperatura de la Tierra; tiene la especie animal más abundante que existe, el krill, y es rico en recursos minerales; está regulado por el Tratado Antártico, un acuerdo que firmaron 12 países en 1959, en medio de la Guerra Fría, para prevenir cualquier conflicto de intereses respecto a esta porción del mundo, que abarca todo lo que está por debajo del paralelo 60; en la actualidad 58 países forman parte del tratado, aunque solo 29 son miembros consultivos, es decir, solo 29 toman decisiones; todo lo que pasa acá se decide por consenso, los progresos son lentos, pero son seguros; es un territorio destinado a la “paz y a la ciencia”; para ser parte del tratado y permanecer en el continente los países tienen que hacer ciencia antártica de relevancia y demostrar que la están realizando; al final, la presencia en este lugar termina siendo un asunto político o geopolítico -está previsto revisar el Tratado Antártico en 1948 y hay quienes sostienen que el continente y todos sus recursos serán explotados- pero la ciencia es la razón que justifica todo. También, es la que brinda datos y evidencias para poder tomar las decisiones correctas.
La BCAA es, sobre todo, una base científica. Existe porque hay científicos uruguayos y de otras partes del mundo que cada verano se instalan en ella para estudiar, para investigar.
“Lo que pasa acá impacta en el resto del mundo y lo que pasa en el resto del mundo impacta en la Antártida, por eso es importante la investigación que se desarrolla en la Antártida”, dice Natalia Venturini, Doctora en Oceanografía que estudia los efectos del derretimiento del glaciar Collins en el ecosistema marino.
La ciencia antártica sirve, sobre todo, para incidir en la toma de decisiones sobre el continente.
Por ejemplo, Álvaro Soutullo, doctor en Biología, y su equipo, estudian el comportamiento de las colonias de pingüinos Papúa y Adelia en la isla Ardley, un área especialmente protegida. Por el comportamiento de esos animales -por cómo se mueven, por cómo comen, por qué comen, por dónde comen, por qué tantos metros tienen que bucear para encontrar alimentos- pueden entender los efectos antrópicos sobre los ecosistemas y, así, generar información para que se tenga en cuenta a la hora de regular la pesca.
La BCAA es un universo en sí mismo. Acá conviven científicos y personal militar, que es quien la dirige y maneja. Es decir: para que los científicos puedan hacer su trabajo durante el verano, un grupo de militares del Ejército, de la Fuerza Aérea y de la Armada sostienen esta base los 365 días del año, desde hace cuatro décadas.
La base uruguaya nunca cierra. Un equipo de ocho personas vive aquí, muy lejos de todo, muy lejos de todos, cuidan, reparan y mantienen una base a pesar del frío, de la hostilidad, de la nieve, del viento, de la oscuridad -durante el invierno hay tres o cuatro horas de luz- para que, cuando el hielo se derrita y el Hércules de la Fuerza Aérea haga el primer viaje de la temporada de verano, todo esté listo y en condiciones para que los investigadores puedan trabajar. De alguna forma, unos no existirían sin los otros y eso se ve, en la rutina, en las decisiones, en el trabajo de todos los días.
Tal vez, entre los cerros, el frío, la nieve, el viento, las focas, los pingüinos, entre todo esto tan difícil de contar, de reducir, de entender, haya algunas certezas posibles: este lugar no es solo el paisaje, los animales, la brutalidad de la naturaleza. Este lugar es la historia de cada una de las personas que llega, se queda, investiga, cuida, arregla, mantiene, pasa frío, extraña, se siente lejos, tiene claridad, se siente bien, vuelve o se va. Para estar acá siempre se necesita de alguien más. Quizás la historia de este lugar siempre se ha tratado de eso.
El presidente del IAU y los desafíos para el futuro
La BCAA tiene varios edificios: un alojamiento general, un alojamiento para el grupo de trabajo que viene durante el verano a trabajar en reparar los daños del invierno, un comedor con una cocina, una sala de radio, un almacén, una planta de reciclaje de agua, un incinerador donde se quema basura, un sitio muy lejos de todo, en la parte más alta, en el que refugiarse en caso de que sea necesario. Todos están pintados de rojo, menos el alojamiento, el AINA -Área de Interpretación de la Naturaleza Antártica- que tiene el pabellón nacional.
En Uruguay, el Programa Nacional Antártico y todo lo que refiere a la actividad en el continente está regulado por el Instituto Antártico Uruguayo (IAU).
En el marco de los 40 años de la BCAA, el presidente del IAU, Brigadier Fernando Colina, dijo a El País que es un orgullo ver el trabajo que ha hecho Uruguay dentro del sistema del Tratado Antártico.
“Es una alegría ver el trayecto que ha hecho el país, ha marcado historia por el compromiso, la dedicación, por realizar una actividad científica de relevancia dentro del continente, siempre estando preocupado por el cuidado y la preservación del medio ambiente”.
En ese sentido, dijo que están trabajando en dos ejes, uno tiene que ver con la modernización de la BCAA, y, otra, con reducir al máximo posibles los impactos que puede tener en la naturaleza.
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