La exclusión en Uruguay tiene cara de afro, trans, mujer y discapacitado

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Gente en situación de calle. Foto: Gerardo Pérez

SECTORES INVISIBILIZADOS

Un informe del Banco Mundial identifica cuatro grupos que están más relegados del mercado, de los derechos sociales y del espacio.

En el continente más desigual del mundo, Uruguay es el país más igualitario. En las últimas dos décadas, tras una de las peores crisis de su historia, ha eliminando la pobreza extrema, ensanchado su clase media y universalizado el acceso a la salud y la educación. Pero entre tantos atributos de los que “los uruguayos deberían sentir orgullo”, advierte el Banco Mundial, hubo quienes en la “carrera del progreso” han quedado relegados.

Un 8% de los uruguayos vive en hogares que están por debajo de la línea de pobreza (es la cuarta parte de quienes lo estaban quince años atrás). Pero un 20% de los afrodescendientes está sumergido en la pobreza. Ocho de cada diez adolescentes uruguayos asisten a la educación formal. Pero entre aquellos que padecen una discapacidad severa, apenas superan la mitad. El desempleo de hombres trans es seis veces mayor que el resto de la población. Y las mujeres dedican a las tareas no remuneradas casi el doble de tiempo que sus pares varones.

Las cifras, cualquiera de ellas, gritan que “¡la exclusión persiste!”

“Uruguay siempre aparece como referente regional, pero, las discusiones que mantuvimos con los gobiernos del país eran sobre por qué algunos se estaban quedando atrás”, cuenta María Elena García Mora, especialista senior en desarrollo social del Banco Mundial (BM). Por eso en los dos años anteriores a la llegada del COVID-19, ella y un equipo del BM lideraron una investigación sobre la “Inclusión Social en Uruguay”.

En el reporte, de casi cien páginas, los técnicos reconocen los avances del país e identifican cuatro grupos que están más relegados del mercado, de los derechos sociales y del espacio: los afrodescendientes, las mujeres jefas de hogar, las personas trans y con discapacidad.

Y aunque no se trata de un “fenómeno exclusivamente uruguayo”, dice el investigador y antropólogo Germán Freire, son grupos que “ante el mínimo sacudón pueden retroceder” y que, en el marco del COVID-19 “es probable que se vean más afectados”.

El informe del Banco Mundial da una pista de por qué, pese al éxito general de Uruguay, las brechas no se han cerrado: “con el tiempo, una plétora de programas gestionados por diferentes agencias (para atender objetivos similares o incluso iguales) ha hecho difícil evaluar el progreso y asegurar la cobertura de los focos de exclusión que persisten”.

Un relevamiento de la Oficina de Planeamiento y Presupuesto demostró que, hace un lustro, en el país había 330 programas sociales y más de la mitad (187) tenía al menos dos entidades responsables de ellos. Y “si bien los programas bien diseñados e implementados adecuadamente pueden cambiar la cara de la exclusión social, un número desproporcionado de iniciativas y actores, sin responsabilidades o una división de tareas claras, puede tener un efecto adverso”.

Lo que sucedió con los programas de inclusión de afrodescendientes es, según el Banco Mundial, un ejemplo de la atomización de miniprogramas que no dieron en la tecla: “entre 2004 y 2019, se crearon 31 espacios institucionales en apoyo a la inclusión étnico-racial, de los cuales únicamente 17 siguen activos. En promedio, estos espacios tienden a durar de tres a cuatro años, pues los cambios de gobierno han conducido a interrupciones frecuentes”.

No es solo un tema de dinero: los afrodescendientes uruguayos fuman más (12% contra el 9,7% de la población en general), abandonan antes la educación (el porcentaje de universitarios es la tercera parte de la media nacional), y hasta viven en peores contextos (el 67% habita en viviendas en condiciones peligrosas).

La infancia de Freddy era, como la mayoría de sus compañeritos de Cerro Marconi, en Rivera, feliz. Incluso cuando tuvo que mudarse con sus abuelos porque su madre se había ido a vivir con su nueva pareja. Pero una tarde, cuando salía de una capacitación de herrería, una moto que la Policía venía persiguiendo lo atropelló. Sus piernas y cadera resultaron gravemente heridas y le costó mucho tiempo volver a caminar. No pudo recibir servicios de rehabilitación en su comunidad y debía ir al centro de la ciudad, pero no tenía vehículo.

Ahora, con 31 años, volvió a caminar, pero sus limitados logros educativos han reducido su capacidad de buscar otras oportunidades laborales más allá de la tediosa recolección de naranjas en Paysandú.

El testimonio de Freddy es uno de los recabados por los estudios etnográficos que realizó la Universidad de la República y que forman parte del informe del Banco Mundial. Según Freire, antropólogo de profesión, estos relatos hablan de personas que “se sienten invisibles, que nadie las escucha”. Y eso escapa a toda estadística.

Para que la voz de estos excluidos sea tenida en cuenta, dice Freire, no pasa tanto por la cantidad de programas, sino por la capacidad de hacer foco, de estar en constante evaluación, de no superponerse con otros programas.

Los programas nacionales, por ejemplo, tienen una cobertura geográfica del 60% del territorio. Según el Banco Mundial, los departamentos como Rivera, “con alta concentración de grupos excluidos, incidentalmente cuentan con los niveles más bajos de municipalización, lo que puede limitar la disponibilidad de programas o reducir la participación de actores locales”.

Así como el Plan Ceibal ha sido señalado por los técnicos como un proyecto que favoreció en mayor medida a los más relegados -ha brindado computadoras al 64,4% del quintil más pobre y alrededor del 48% de los niños afrodescendientes han recibido su equipo-, otros programas no han tenido un efecto tan beneficioso para los más relegados.

Para quienes viven en asentamientos informales, hubo un aumento del 8% en propiedad de vivienda para no afrodescendientes entre 2009 y 2017, pero solamente un 1% de aumento para afrodescendientes.

Así como el programa Jóvenes en Red -dirigido a la inclusión de personas en condiciones vulnerables al mercado de trabajo- “hace buen uso de recursos de base comunitaria y equipos socioeducativos para crear mapas georreferenciados que ayudan a ubicar mejor a la población objetivo, los programas dirigidos a ampliar el acceso a la vivienda, al mercado de trabajo o a mejorar las condiciones de vida de los grupos vulnerables en los asentamientos informales carecen de una clara definición de grupos excluidos en su conjunto de beneficiarios”. Y eso, concluye el estudio, merece una revisión.

Aquello que Uruguay “podría aprender”

Detrás de la exitosa respuesta de Uruguay al COVID-19 hay, según el antropólogo Germán Freire, una apuesta de larga data: en la última década el gasto social del país creció más del 87%.

“Parece increíble, pero Uruguay destina algo más del 20% de su Producto Interno Bruto a la inversión social, un porcentaje similar al promedio de la OCDE”. Incluso ese esfuerzo de la sociedad uruguaya supera a países como Irlanda, Corea, México, Turquía y Chile. El dinero, sin embargo, no lo es todo. La especialista en políticas públicas María Elena García Mora precisa que Uruguay bien podría aprender de lo que “Chile y Costa Rica hicieron para incluir a las escuelas a los niños con discapacidad”.

Cuenta que “se capacitaron a los maestros para que hagan el esfuerzo de que todos los niños aprendan y sean parte, se crearon currículums focalizados pero haciendo que las escuelas les abran las puertas a todos y, sobre todo, se quitaron los prejuicios”. En este sentido, la educación es el área que más programas sociales tiene en Uruguay (155), aunque, como señaló el Instituto Nacional de Evaluación Educativa en su último informe del Estado de la Educación, el sistema no ha podido revertir la inequidad y los niños con algún tipo de discapacidad están entre los más relegados.

A la inversa, agrega García Mora, Uruguay podría dar lecciones a otros países de la región sobre la caída de la pobreza y de programas que “aún no dieron su fruto, porque es muy prematuro para su evaluación, pero que es de esperar que sean ejemplo, como el Sistema Nacional de Cuidados”. ¿Por qué? Porque podría ayudar a las personas con discapacidad, podría hacer más justo el reparto de horas de cuidados (de mujeres vs. hombres, y de mujeres afro vs. no afro) y porque es “una política universal que hace foco a la vez”.

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