La casa estaba en Malvín, cerca del Parque Rivera, en Montevideo. Allí, en una construcción antigua y chiquita, todos los días de todas las estaciones —con frío, con calor, con lluvia, con viento— Irma y José Alberto elegían las flores que habían comprado esa semana, le cortaban los tallos, armaban los ramos, los ponían con cuidado en un carrito, y salían a recorrer el barrio. A veces llegaban hasta Carrasco. Golpeaban las puertas, vendían todo lo que podían. Cuando volvían a casa, al final del día, sacaban las flores del carro y las ponían en recipientes con agua. Había que tratarlas con delicadeza, cuidarlas a todas para que resistieran, para que se mantuvieran brillantes, frescas. A la mañana siguiente se repetía todo otra vez: las flores, el barrio, la venta, el regreso a casa.
Había días en que la venta era en ferias. El mecanismo era más o menos parecido. Pero había que ir y estar a disposición desde el comienzo hasta el final, conversar con las personas que se acercaban, responder a sus preguntas, mostrar todo lo que había, contar cómo cuidar cada flor.
A Rodolfo Reyes, que entonces era un niño, le gustaba mirar a sus padres trabajar con las flores. Pasaba tiempo observando cómo las cuidaban, cómo las trataban, cómo envolvían los ramos en papel de diario. Y también los ayudaba: los sábados y los domingos, como no iban a la escuela, él y sus siete hermanos salían a recorrer el barrio para vender flores. Su padre se había encargado de enseñarles el camino, les había dicho qué y cómo tenían que decir, hasta qué hora podían quedarse, qué tenían que hacer con las flores cuando volvían a casa.
Eran los años 70 y solo se trabajaba con flores que crecían en el país: claveles, felpillas, estatiches, siemprevivas, caléndulas. Pero en invierno las flores no crecían. Y como no se importaban de ningún otro lugar, había que arreglárselas para continuar con el negocio. Entonces, Rodolfo, sus hermanos y sus padres, juntaban ramas, hojas de eucalipto, cardos y cardillas, y las pintaban, las dejaban lindas, armaban ramos con lo que tenían y esperaban, así, a que llegara la primavera.
Es una tarde a finales de octubre. Todavía no hace un calor de verano, pero el termómetro marca que hay 24 grados. El sol cubre todas las cosas, las vuelve resplandecientes. El tránsito, en el centro de Montevideo, es como siempre: autos, ómnibus, motos, bicicletas. Cientos de personas van y vienen, salen y entran, cruzan, esperan, miran vidrieras y toman un café con medialunas. Ahí, en medio de ese caos de la cinco de la tarde, el puesto de flores de Rodolfo Reyes, en Yi y 18 de Julio, se ve desde lejos: colorido, brillante, vivo.
—Caballero, dice Rodolfo, y se para de la silla playera con dos almohadones en la que suele sentarse, al lado del puesto.
—Buenas tardes. ¿A cuánto están las plantitas chiquitas que tiene ahí?
—Depende, ¿cuál le gustó?
Rodolfo no recuerda muy bien cuándo fue que sus padres, Irma y José Alberto, floristas de toda la vida, consiguieron el permiso para poner el puesto ahí, en esa esquina de la ciudad.
Sabe, sí, que él todavía era niño, y que era al único de sus hermanos al que le interesaba el negocio de las flores. Así que cuando se instalaron en el centro de Montevideo él también los acompañaba. Hasta que tuvo 18 años atendió el puesto siempre en presencia de un adulto. Cuando su padre se enfermó y ya no pudo seguir, Rodolfo ya sabía todo lo que necesitaba saber.
—Me gusta esa chiquita con las florcitas rojas, pero no sé si a mi señora le gustará, responde un hombre, 70, 75 años, camisa gris y gorro de visera, sostenido en un bastón.
—¿Qué es exactamente lo que está buscando?, insiste Rodolfo. El hombre dice que mejor vuelve mañana, que así puede preguntarle a su esposa qué planta quiere, que sí, dice, que es mejor que elija ella.
“Esto es así, hay que pararse y hablar con todas las personas que vienen a preguntar, porque esa es la única forma de vender, no alcanza con venir y sentarse acá a esperar, hay que conversar con todo el mundo que se acerca”, dice Rodolfo, mientras vuelve a la silla con los almohadones.
No pasará demasiado tiempo sentado, porque cada pocos minutos, alguien se parará frente a sus flores, las mirará, preguntará alguna cosa y elegirá, una por una, cuáles quiere. Él, que habla bajo y pausado, que pareciera tener el don de la paciencia como una forma natural, hará siempre lo mismo: se parará, explicará, agarrará cada flor con cuidado, armará el ramo, lo atará con un hilo verde, pondrá las flores mirando al piso y lo envolverá en un papel blanco. Después, como si nada, se sentará.
Todas las mañanas, poco antes de las 10, Rodolfo llega con las flores en el auto, arma una estructura con estantes de madera que el restaurante frente a su puesto le guarda todas las noches en el sótano, y acomoda, una a una, cada flor, cada planta. Armar todo le lleva cerca de una hora. Desarmarlo un poco menos. Después, cuando regresa a su casa, repetirá aquello que hacía con sus padres en la casa de Malvín: poner las flores en agua, recortar lo que haya que recortar, dejar todo listo para el día siguiente.
Rodolfo tiene 66 años. Viste una camisa celeste con rayas blancas, lentes de aumento, el pelo entre el negro y el gris peinado hacia atrás. Trabaja de lunes a sábados. Todos los días, de todas las estaciones —con frío, con calor, con lluvia, con viento— repite lo mismo —carga y descarga las flores, las cuida, las pone en agua— como si fuese, más que un rutina, un rito.
No sabe cuándo fue la última vez que se tomó licencia. A veces su esposa le insiste, le dice que pare, que descanse, pero él no lo hace. Frena unos pocos días a comienzos de enero, después de Año Nuevo, y luego vuelve. Aunque la ciudad aun esté quieta, aunque las veredas estén hirviendo, aunque el sol amenace a sus flores, Rodolfo vuelve.
“Esta, la primavera, es la mejor época. La gente compra muchas flores, para decorar su casa, para regalarle a alguien, para cumpleaños, para parejas, para amigos, para una fiesta, para todo se usan las flores. Pero la verdad es que hoy en día los inviernos no son tan duros como cuando yo era chico, ahora se consiguen flores todo el año porque se importan de Colombia, de Ecuador. Mirá esas rosas azules”.
Alguien pasa, le toca el brazo, le dice “Hasta mañana, Rodlofo, cuídese”. Él corta lo que iba a decir sobre las rosas y responde un hasta mañana casi como al pasar. Después, sigue: “Esas rosas azules, por ejemplo, son de Ecuador, mirá lo que son. Las rosas son unas de mis favoritas, tienen una presencia imponente, alcanza con que te regalen una sola rosa que ya está, ya dice algo”.
Al lado de las rosas azules, que parecen pintadas a mano con el azul más azul que alguien haya visto jamás, hay rosas rojas y, al lado, otras en las que los colores se mezclan en las hojas como si no existiera ningún criterio, como si no siguieran ningún patrón. Es verdad: las rosas tienen algo, una presencia, una personalidad, una contundencia que las diferencia del resto.
En los más de 45 años que lleva en la esquina de Yi y 18 de Julio Rodolfo ha visto cómo, alrededor, todo ha cambiado: cómo los comercios abren, cierran, se van, vienen otros, cómo pasan más autos, cómo las cosas suceden más rápido, cómo el centro de Montevideo pasó de ser un lugar de paseo a uno en el que las personas transitan para llegar a otros sitios—él cree que ahora se pasea en los shoppings.
Piensa que aunque las cosas cambien, todo sigue y seguirá funcionando. Mientras, en medio de los cambios, de las bocinas de los autos y del ruido de los ómnibus, de la velocidad, del apuro, del calor, de la lluvia y del viento, está él y con él, están sus flores, como un recordatorio de que, aun en el caos, aun en el desorden, alcanza con frenar y mirar alrededor para encontrar algo de belleza.