MIGRACIÓN INTERNA
Según las estimaciones del Instituto Nacional de Estadística (INE), son menos de 165.000 los uruguayos que viven en casas desperdigadas por el territorio nacional.
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Antes de leer esta nota, cierre los ojos e imagine una persona que vive en el campo uruguayo. ¿Tal vez piensa en un hombre de boina y botas, caminando en la soledad de una pradera que llega hasta el horizonte? ¿O vislumbra a alguien sentado a la sombra de un árbol, tomando mate en la puerta de un rancho perdido o abriendo una portera? Apostaría a que, sea como sea, en su imagen hay un hombre (muy pocos piensan en una mujer) y hay demasiado espacio para él solo. Ese imaginario que los citadinos tenemos sobre el despoblamiento del campo es cada vez más real: la población rural cayó 15% en los últimos diez años.
Según las estimaciones del Instituto Nacional de Estadística (INE), son menos de 165.000 los uruguayos que viven en casas desperdigadas por el territorio, en fincas que ni siquiera se agrupan en manzanas o en conglomeraciones a las que, de tan desoladas, ni siquiera les cabe el título de “poblado”. Esa población dispersa que los demógrafos califican de rural, era, una década atrás, superior a los 193.000. Así lo señala el Anuario Estadístico 2019.
El éxodo rural no es nuevo. Es un fenómeno que empieza con el surgimiento de las ciudades y que en la Revolución Industrial tiene un auge. Al menos eso señalan los historiadores. El campo uruguayo, en particular, “está despoblado” desde hace más de medio siglo y en los últimos años ese proceso adquirió motivaciones bien específicas, dice el doctorado en Sociología Joaquín Cardeillac, especializado en Sociología Rural.
Resulta que la producción familiar padece un declive. “Antes era frecuente encontrarse con pequeños productores, o familias de productores, que residían en los predios y que carecían de contratos asalariados. Ese tipo de aglutinamiento se redujo una quinta parte en poco tiempo y dio paso a una producción más empresarial”, explica Cardeillac.
Muchos de esos pequeños productores continúan trabajando en el campo, pero viven en pequeñas comunidades urbanizadas. De hecho, un estudio del propio Cardeillac junto al demógrafo Mathías Nathan y el historiador Agustín Juncal estima que a la salida de la dictadura el 70% de los asalariados agropecuarios residía como población dispersa y, en la década de 2010, ese mismo porcentaje habitaba en localidades nucleadas (urbanas).
El resultado de esta tendencia se constata en el Anuario Estadístico 2019: mientras que la población rural cae ese 15% en una década, la de zonas urbanas de menos de 5.000 habitantes crece 4% en el mismo período.
¿Por qué esa mudanza? Aquella familia que antes vivía en la propia explotación productiva, ahora nota que en los poblados acede a mejores servicios de transporte, ofertas educativas, de salud y comunicación. “Entonces optó por trasladarse: va y viene”.
Pero no solo cambió la accesibilidad de esas pequeñas urbes, también el campo “incorporó tecnología que modificó el horario laboral o el tipo de mano de obra”, comenta Cardeillac.
Ese cambio de perfil laboral explica, entre otras cosas, que en la zona rural la población masculina se haya reducido más que la femenina (16% a 13%, según el INE).
En este sentido, aquellos pobladores dispersos se empiezan a parecer cada vez más a los de la ciudad: hay más paridad de sexo, las mujeres tienen menos hijos, aumenta el promedio de años en la educación formal y hasta trabaja en un terreno distinto al que vive.
Y es global. La población rural se redujo en 17 de los 19 departamentos. La excepción, por causas que aún se desconocen, son Soriano y Lavalleja.
El ocaso de la escuela de campo
La suerte de las escuelas rurales cabalga a la par de la cantidad de gente que vive en el campo. Cada vez que cierra un año lectivo, vuelve la pregunta: ¿hay que privilegiar el derecho del niño de estudiar cerca de donde vive o el sistema educativo tiene que ser eficiente y racional?
Mientras en algunas escuelas urbanas hay lista de espera para matricularse (en especial en las de tiempo pedagógico extendido de Pocitos), hay unas 600 escuelas rurales que sus estudiantes se cuentan con los dedos de las manos. Y en 300, informó La Diaria, hay menos de cinco alumnos.
Por normativa, la sola presencia de un niño es suficiente para que la escuela permanezca abierta. Prueba de ello es que a comienzos de 2019 había 34 alumnos que le costaban a Primaria una inversión de US$ 40.000 cada uno, porque eran los únicos de sus centros educativos. “Lo que uno podría catalogar como preocupante no son las escuelas con un niño, que en todo caso son muy pocas, sino las que tienen menos de cinco niños. La misma particularidad de una escuela con un niño se da cuando hay dos, tres o cuatro: son hermanos o son dos grupos de hermanos”, había dicho a La Diaria Límber Santos, director del Departamento de Educación para el Medio Rural de Primaria. Eso equivale a poca interacción y pérdida de socialización que genera la escuela. De ahí que Primaria esté pensando en “agrupamientos rurales”.