Por María de los Ángeles Orfila
Que pasara las rodillas, de manga larga y sin escote. Así debía ser la ropa que Antonella Sinacore (36) debía vestir para llegar a Afganistán. Solo tuvo 15 días para prepararse, así que las únicas piezas que encontró fueron en Emaús. “Sentía que me estaba disfrazando. Ahora ya es parte de mi vida”, dijo la arquitecta uruguaya que cumple seis meses de misión en la ciudad de Khost, a unos 150 kilómetros al sur de Kabul.
No fue un comentario sobre moda. Es el estricto código de vestimenta que impone el régimen talibán y que, en el caso de incumplimiento por parte de las mujeres se castiga con azotes y golpizas. Sinacore, aunque es extranjera, colaboradora de Médicos Sin Fronteras (MSF) y cuya circulación por el territorio se reduce únicamente a las necesidades de su trabajo, debe respetarlo, aunque eso le implique llevar un velo debajo del casco y otras prendas que, a su juicio, hacen “peligrosa” la presencia en una construcción.
La primera vez que vio a una mujer vestida con su burka -el velo que cubre de la cabeza a los pies- por la calle o vio las carpas “gigantes” de la tribu nómade kuchi, sintió que “vivía en una película surreal” (por ejemplo, al llegar a Kabul, las autoridades le advirtieron que le iban a retener el pasaporte por “un tiempito”).
Esta arquitecta fue designada como directora de la obra de un nuevo edificio para la maternidad de Khost -descrita como un “hospital de mujeres, para mujeres”- y para la renovación de tres clínicas ubicadas en lugares remotos de la provincia a las que viaja una vez por semana. “Quedan en las montañas y el camino se hace siguiendo el cauce del río, muy lento; ni siquiera hay ruta”, contó a El País. MSF abrió la maternidad en Khost en 2012 con el objetivo de brindar atención materna y neonatal segura y gratuita a las mujeres y a sus hijos en un contexto de agitación política, conflictos armados y pobreza. El nuevo edificio ampliará sus instalaciones: más salas de parto, más unidades de recién nacidos y más unidades de cuidados intensivos neonatales. Y, para lograr eso, es fundamental el trabajo de la uruguaya.
No es un hospital cualquiera: es el centro de la llamada “fábrica de bebés” de Afganistán, donde se registran 2.000 nacimientos por mes. “Una ginecóloga nos contaba que en una noche habían nacido 60 bebés”, comentó a El País.
Otra particularidad de Khost es la alta tasa de nacimientos múltiples. Incluso, una foto de cuatrillizos que nacieron a fines de 2022 y que llegó a la prensa fue tomada por Sinacore.
Pero este proyecto tiene una característica para la que la arquitecta no estaba preparada: debe asegurar y cumplir con la segregación de género que obliga el movimiento talibán (que retomó el poder a mediados de 2021). “El hospital, que es el edificio del centro (del predio), lo usan las mujeres y un personal casi exclusivamente femenino; en el perímetro se da la circulación de los hombres encargados del mantenimiento. Son dos circulaciones paralelas que nunca deben cruzarse. Yo tengo que pensar en cómo hacer esas vías para que entren, usen las instalaciones y salgan las mujeres y los hombres cada uno por su lado; es increíble”, señaló.
En este sentido, Sinacore debe planificar la construcción de lo que se conoce como “refugios de visibilidad” o “mallas de visibilidad” para que los géneros permanezcan sin posibilidad de contacto. Es más, tuvo que agregar techos al hospital para que las mujeres no sean vistas desde un edificio cercano.
No obstante, la uruguaya, como miembro de MSF, tiene la posibilidad de trabajar directamente con tres hombres afganos. “Son mis ojos en Afganistán”, dijo sobre ellos. Dado que Sinacore no puede recorrer la ciudad libremente, ellos les muestran fotos e incluso le llevan lo que ella necesita del mercado local. Muchas mañanas llevan comida que preparan sus esposas para compartir. Lo que más le ha gustado, hasta ahora, es el bulani, una especie de “torta frita rellena con papa” (o espinaca, pero prefiere la versión de la papa) que se come con una salsa de yogur y menta. También dice que las usuarias del hospital la invitan con té en señal de agradecimiento.
Ella confiesa que no siente miedo -y que nunca lo sintió- pero sabe que convive con la realidad de un “pueblo golpeado que resiste y aguanta todo” y que atraviesa una profunda crisis humanitaria. “Aceptar fue un salto al vacío”, dijo sin arrepentimiento. Ya comunicó a MSF que, al terminar esta misión, volverá a Uruguay dos meses para descansar; luego ya estará lista para ir a servir a otro destino.