Por Martín Rodríguez Yebra / La Nación (GDA)
Javier Milei arrojó definitivamente a Victoria Villarruel al otro lado de la barrera con la que divide a la Argentina entre los buenos y los malos. La acusó de “estar cerca de la casta”, ese conjunto que agrupa a los “colectivistas que odian el cambio” y a sus cómplices interesados. Lo que otras veces llama “los zurdos”. Completó así un giro paradójico que retrata su forma disruptiva de hacer política.
En la campaña que lo llevó al poder, Villarruel representaba los valores tradicionales, con mucho foco en lo social, mientras Milei alzaba el estandarte libertario, centrado en la economía y la demolición del Estado. El quiebre explícito entre ellos dos coincide con el momento en que el Presidente abraza como una causa prioritaria la defensa de ideales de la derecha más conservadora, en nombre de una “batalla cultural” a la que se siente convocado. Con la economía no alcanza, pontifica, en sintonía con su gurú Agustín Laje.
Los logros del programa antiinflacionario le abren la puerta para pelear por la misión verdadera, consistente en derrotar el relato del comunismo global que, a su juicio, está llevando al mundo a la decadencia. El éxito de Donald Trump encaja en el plan como una señal divina.
Al desprenderse simbólicamente de Villarruel, Milei da un paso más en el camino hacia la pureza. Envía, además, un mensaje a toda la dirigencia política, incapaz aún de descifrarlo por completo. Su lógica de construcción es la ruptura.
Los meses de bonanza sirven para depurar a los propios antes que para ampliar la base de sustentación, como recomendaban los manuales clásicos que prefiere quemar.
Desde “El reino”
Milei consigue reinar en el desconcierto ajeno. Con una abrumadora minoría, dominó a un Congreso hostil, a la liga de gobernadores y a los sindicatos peronistas sin habilitar más canales de diálogo que los estrictamente necesarios. Solo recula cuando siente que está a punto de pisar una mina antipersonal. Así pasó en los momentos en que parecía trabarse peligrosamente la aprobación de la Ley de Bases o esta misma semana cuando su negativa inicial a firmar el documento final de la cumbre del G20 ponía a la Argentina ante el peligro de convertirse en un paria diplomático.
A los que se han ofrecido como aliados los trató con un desdén apenas disimulado. Despreció la mano tendida de los radicales dialoguistas, salvo la de aquellos que se abrazaron con fervor al nuevo oficialismo y renegaron hasta de Alfonsín. Se enemistó con Miguel Pichetto, vital para evitarle fracasos dolorosos en los meses iniciales. Ahora fastidia al Pro de Mauricio Macri, con la amenaza de no tenerlo en cuenta para un acuerdo electoral en 2025. Piensa en ellos cuando habla de los “tibios” que fracasaron en el pasado. Los bloques libertarios se encogieron en lugar de agrandarse.
Las encuestas de popularidad son como un látigo contra el disenso, detrás del cual reluce siempre la sospecha de una conspiración.
De Villarruel no molesta tanto el contenido de sus posicionamientos públicos, que en gran medida sintonizan con el vuelco conservador de Milei, sino la convicción de que ella ha establecido vínculos políticos para quedarse con el poder en el hipotético caso de un fracaso económico.
La obsecuencia tiene premio hasta cuando bordea la caricatura, como ocurrió en el acto de lanzamiento de Las Fuerzas del Cielo, del tuitero Daniel Parisini (Gordo DAN) y otros funcionarios incondicionales. Los que juran “dar la vida” por Milei y sueñan con “brazos armados” son los mismos que suelen apelar al sarcasmo para celebrar los mensajes de Milei en las redes: “Genial, Javo, después te leo”.
Son actores de reparto, pero relevantes en una estrategia de provocación permanente pensada para doblegar a una corporación política en crisis, sin reacción ni recambio a la vista.
Se acerca al fin de año sin que se apruebe la ley de presupuesto, lo que le daría a Milei manos libres para manejar partidas en 2025, de cara al desafío de las urnas. Amaga con una reforma electoral que le quitaría herramientas competitivas al macrismo. Y pisó el freno con la ley de ficha limpia, que el antikirchnerismo histórico promueve para impedirles ser candidatos a los condenados por corrupción en dos instancias. Léase, Cristina Kirchner.