EFE
Cientos de barrios de Puerto Príncipe y de otras ciudades de Haití viven desde hace cinco años bajo el dominio de las todopoderosas bandas armadas, donde los vecinos resisten sin servicios básicos y con mucho miedo ante la delgada línea que allí separa la vida de la muerte.
En Bel-Air, un barrio en pleno centro de Puerto Príncipe, la vida no es la misma desde hace años. La zona se encuentra en el corazón de un conflicto que ha vivido episodios sangrientos, con cientos de muertos, personas quemadas vivas, casas destruidas y miles de desplazados.
Esta vasta área parece un campo de batalla, con calles desoladas, casas incendiadas, basura por todos lados. Los combates amainan, pero nunca cesan.
Aunque la ausencia de servicios básicos y de autoridad es total, sus habitantes, principalmente los jóvenes, se niegan a marcharse de Bel-Air, uno de los cientos de barrios rehenes de los más de 300 grupos armados que controlan zonas enteras de Haití y cuyas prácticas van desde el robo y el asesinato hasta la violación.
En estos barrios, los hombres armados se encuentran en zonas concretas que funcionan como bases y donde almacenan sus armas, mientras en los cruces se monta guardia.
Estas áreas, conocidas como “zonas de guerra” y donde no hay ley, existen en buena parte de Haití, pero sobre todo en Puerto Príncipe, donde el 80% del territorio está controlado por bandas.
“En estas zonas, la gente se organiza de distintas maneras. Algunos abandonan sus casas, otros resisten y se quedan llevando pequeños negocios que no les resultan realmente rentables y que suelen perder cuando estallan los combates”, explica Angelot Petit-Frères, vecino de Bel-Air.
Aquí pueden verse muchos frentes, los llamados VAR, fronteras erigidas con sacos de arena y que no se deben cruzar en unos barrios en los que las entradas y salidas están controladas.
En Brooklyn, en la comuna de Cité-Soleil, esas “fronteras” están hechas de adoquines. En los muros pueden verse los nombres de “combatientes” muertos y mensajes de resistencia al enemigo. Y por todas partes los “exploradores”, que alertan a las bandas de la presencia de extraños.
En estos barrios precarios, la gente vive en la indigencia total y en unas condiciones de insalubridad que explican, en cierta forma, la reaparición del cólera en octubre pasado.
“No hay agua potable en la zona. Los habitantes la obtienen de camiones que no vienen muy a menudo”, añade Angelot, quien pide a las autoridades acudir en auxilio de una población que vive en medio de la basura y los mosquitos.
En estas zonas de conflicto, muchas escuelas e incluso iglesias se han convertido en bases de los “soldados” locales. En Cité Soleil pueden verse centros escolares con impactos de bala.
En Bel-Air, Steeve Laroche, un profesor que trabaja en la escuela Dumarsais Estimé, ha sido testigo de las últimas convulsiones vividas en la zona y forma parte de un comité para garantizar el funcionamiento del centro.
Para poder operar, “hemos tenido que adaptarnos, familiarizarnos con ciertas ‘personalidades’ del área que quieren que las actividades escolares continúen y que no quieren que la zona muera. Por eso estamos aquí”, afirma.
Las familias que viven en las zonas contrarias no envían a sus hijos a esta escuela, por lo que esta funciona con un número reducido de alumnos. Se han dado casos de niños asesinados de camino al colegio.
De hecho, en estos barrios son las ONG las que desempeñan el papel del Estado, aunque sea a costa de enormes sacrificios porque sus instalaciones son a menudo atacadas.
Es el caso, por ejemplo, de Médicos Sin Fronteras, que se ha visto obligada a cerrar varios hospitales ante situaciones que han puesto en peligro la vida de su personal.