Fue certero Víctor Hugo al diferenciar mérito de buena suerte. El autor de Los Miserables escribió que la “buena suerte” suele “engañar a los hombres” por su “falso parecido con el mérito”.
La imponente ceremonia que tiene como protagonista a un hombre recibiendo el cetro, puede generar la falsa impresión de que ese hombre ha ganado merecidamente el sitial de privilegio alcanzado. Pero no es así.
Detrás de la suntuosidad, lo que hay es un hombre que no hizo nada para merecer el privilegio al que accede. Igual que sus ancestros, Carlos III se convirtió en rey sólo porque su antecesor murió.
El mérito no existe en la monarquía. Quizá hasta quienes se entregan al cholulismo apasionado por la realeza tienen en claro que lo único que hizo el nuevo rey de los británicos para recibir la corona en la abadía de Westminster, fue estar vivo cuando su madre murió, así como ella fue coronada a los 26 años por la muerte de su padre, Jorge VI, sobre quien había caído la corona que su hermano, Eduardo VIII, arrojó para casarse con la plebeya, extranjera y divorciada de la que se había enamorado locamente.
Siglos atrás, muchos se convirtieron en reyes declarando guerras o tejiendo intrigas palaciegas. Hasta el transformador período del siglo 17 que fue desde la caída y muerte de Carlos I hasta la Revolución Gloriosa, aunque fundamentalmente a partir del siglo 20, los tronos se conquistaban en campos de batalla o en conspiraciones. Pero a partir del siglo XX, el que sigue en la línea sucesoria no tiene más que sobrevivir al antecesor para llegar al trono.
El sentido común reveló hace siglos que el origen divino del poder que justificó las monarquías durante miles de años, es una patraña. Sin embargo, una de las sociedades más desarrolladas y racionales siempre atrapa la atención mundial con las imponentes ceremonias de la realeza. Cautivar a propios y extraños es la finalidad que está apuntada a otros objetivos: simbolizar grandeza y generar en la nación británica la sensación de que hay un orden y una unidad que prevalecen a un mundo en vertiginosa transformación, porque Estado y sociedad avanzan hacia el futuro abrazando las tradiciones. Finalmente, por cierto, el objetivo es cautivar para sostener en el tiempo una sociedad jerarquizada.
Igual que Carlos, su abuelo y su madre no habían hecho méritos para llegar al sitial de privilegio que alcanzaron. Pero tanto Jorge VI como su hija Elizabeth Alexandra Mery, supieron durante sus reinados ganarse el merecimiento. Jorge, aportando a mantener el espíritu en alto bajo los bombardeos de la Luftwafe.
Su muerte prematura convirtió a su hija mayor en la reina Isabel II. También le tocaron tiempos difíciles: la Guerra Fría y revoluciones culturales como el arte pop y la cultura psicodélica, mostraban una juventud decidida a romper con un pasado plagado de injusticias, prejuicios y costumbres anacrónicas.
El mayor mérito de Isabel II fue la discreción, pero hizo un significativo aporte a algo que los británicos necesitan: lo que permanece inalterable en un mundo lanzado a vertiginosas transformaciones. Ante el vértigo de este tiempo, los ingleses, galeses, escoceses y norirlandeses saben que en Buckingham está lo que se mantiene quieto.
La pregunta es si Carlos III sabrá también ganar reinando el merecimiento que no tenía al ser coronado. Falta ver cuál es su aporte a la unidad y temple de los británicos en una Europa que puede hundirse en la guerra, y también cuál es su aporte a la supervivencia del Reino Unido, cuyas soldaduras crujen por el independentismo de Escocia y el que empieza a insinuarse en Gales, mientras en lo que fue el imperio de la reina Victoria se multiplican las voces pidiendo abandonar la Commonwealth.
¿Ganará Carlos el respeto que supieron ganarse Jorge VI e Isabel II? ¿O agravará la antipatía que generó aquel marido distante que hizo sufrir a la princesa de la que el pueblo se había enamorado? En ese punto, la nueva reina aporta poco a lo que necesita la corona, porque Camilla Parker era “la otra” en la historia novelesca cuya heroína sufriente fue Lady Dy.