Hace exactamente veinte años, el 23 de diciembre de 2004, las calles de Damasco lucían tranquilas, bajo el repetido eco del “Alah Akbar” amplificado desde las mezquitas.
Con una población mayoritariamente musulmana, indiferente a la Navidad, el gran bazar árabe exponía sus alfombras, narguilas y todo el peso de su antigüedad, mientras que el pequeño barrio copto, a pocos metros del barrio Zeituna, se animaba con guirnaldas de colores en las ventanas.
Recuerdo mi asombro en Damasco, pero sobre todo al recorrer Alepo, que en ese entonces se mantenía intacto como patrimonio de la humanidad, con la Ciudad Vieja y sus callejones de piedra; hoy entre escombros.
En la gente había esperanza de que el país, castigado por los regímenes duros de Medio Oriente y la intolerancia de grupos religiosos, se preparara para asumir un nuevo rol en la convulsionada región.
Algunos años antes, en 2000, Bashar al Asad había heredado la presidencia de su padre, Hafez al Asad, y muchos aún pensaban que marcaría un punto de inflexión en el poder.
Después de todo, era un médico formado en Londres, que hablaba de “reinventar” a su país y que luchó en sus inicios contra la corrupción de su propio régimen, el cual se perpetuaba en el poder y gozaba de los privilegios de una burocracia erigida de antaño de lo que quedó del gobierno otomano y la colonia francesa.
Casado con Asma al-Akhras, una ejecutiva bancaria educada en Occidente y dedicada a programas de alfabetización, Bashar al Asad parecía distanciarse de la crudeza radical de su antecesor y para muchos sirios no era una mala “opción”, comparado con otros dictadores de la historia en la región.
Se veían normes carteles en la vía pública de Damasco con la imagen de Bashar al Asad, cual culto totalitario que todos decían respetar en voz alta.
Algunas eran gigantografías de más de tres pisos, mayores incluso que las vistas en el Cairo con las fotografías del aún incólume Hosni Mubarak, en un Egipto que se jactaba de su liderazgo como mediador en la región.
Tanto Damasco como El Cairo decían, en aquel momento, querer “modernizarse”. De hecho, Bashar al Asad privatizó el sistema bancario, creó parques industriales libres de impuestos y abrió una bolsa de valores para impulsar las inversiones nacionales y extranjeras. También llegó a emprender una iniciativa de actualización tecnológica, que enseguida fue bien recibida por los sirios, aún por las mujeres con espesos velos. Se las veía con sus celulares de última generación en mano, caminando y conversando animadamente en las grandes avenidas de Damasco.
Me consta que la publicidad de dispositivos tecnológicos era incluso mayor que en muchos países occidentales, específicamente de América Latina.
Los sirios no imaginaban ni por asomo -aunque algunos grupos sí lo vieron venir- que, tiempo después, ese mismo presidente pondría restricciones al internet, tomara nuevamente como prisioneros a quienes había liberado al principio de la década y terminara lanzándose con armas contra los insurgentes y contra el mismo pueblo.
Seguía el ejemplo de su padre, un Hafez que a los finales de los ‘70 no le tembló el pulso cuando ordenó a su fuerza aérea bombardear barrios densamente poblados del bastión de la Hermandad Musulmana en Hama, donde murieron unas 25.000 personas, según reflejó la prensa extranjera.
La guerra civil de 14 años se fue llevando aquella tensa calma de Damasco y de los otrora inmaculados Alepo, Homs y Hana, entre otras partes del país; la gente fue cayendo como moscas y, quienes pudieron, se exiliaron.
Ahora en Siria, a dos semanas de la huida de Bashar al Asad a Rusia ante la ofensiva de rebeldes islamistas de la organización Hayat Tahrir al Sham, la población celebra la “liberación” y “el fin de la tiranía”. El líder de facto, Ahmed al Sharaa, insistió ayer en que “Siria ha cambiado”.
Sin embargo, ¿realmente este movimiento, que hasta 2016 tenía vínculos con Al Qaeda, será capaz de llevar a Siria por un camino de liberación, o será un espejismo tal como lo fue, salvando las diferencias, la primera árabe?
La primavera árabe (2010-2012) sacudió Túnez, Egipto, Libia, Siria, Yemen y otros países, precipitando la caída de mandatarios de mano dura en Medio Oriente, pero también arrasó con numerosas vidas de civiles y no dio apertura a la vida democrática, sino al radicalismo islámico.
Lo cierto es que acabar con los dictadores no es lo mismo que cimentar las bases para construir un sistema democrático, o al menos, más justo.
Eso no se decreta, se construye con partidos políticos organizados y una sociedad civil educada en esos principios y con capacidad real para participar, entre otros ingredientes.
No obstante, la esperanza de una mejora profunda en el gobierno sirio está no sólo en su población, sino en parte de Occidente que ya se está moviendo para promover el diálogo y la ayuda humanitaria a ese país, además de otras acciones concretas. Tal vez algunos líderes occidentales lo hacen por convicción de que el cambio en Siria puede ser para mejor, o más probablemente por prudencia ante un nuevo régimen y entorno más que inciertos.
-
“La historia va a ser implacable con quienes no digan ni hagan nada”, afirmó María Corina Machado
Optimismo tras primera reunión entre Estados Unidos y el nuevo líder sirio: un hombre "bueno" y "pragmático"
Atropello masivo en Alemania: detenido es un psiquiatra saudita que odia el Islam y critica a Merkel
Putin rechaza haber perdido poder en Siria y asegura estar "listo" para hablar con Trump sobre Ucrania