ADIÓS AL 10
Más que un futbolista, Diego Armando Maradona fue la encarnación de los sueños de la gente común de ese país, sin dejar de asumir sus debilidades.
Nada más previsible que los tumultos, los incidentes y desbordes durante el velatorio de Diego Maradona ayer, incluso en plena pandemia: era Maradona y era Argentina, con todas sus grandezas y miserias.
Más que un futbolista, Diego fue la encarnación de los sueños de la gente común de ese país, sin dejar de asumir sus debilidades. Acaso con menos pasión, salvo con seguridad en Nápoles donde también fue elevado a los altares, en todo el mundo se replicó esa admiración intensa y a la vez tolerante, porque al fin y al cabo los seres humanos son parecidos en cualquier parte. Por eso el duelo de estos días es universal.
Argentina siempre fue una tierra de potencialidades sometida a avatares diarios que no le permitieron despegar. Tuvo dictaduras terribles, una economía en permanente zozobra y corrupciones galopantes. Y también a Borges, Favaloro, Fangio, Gardel (digamos que compartido con los uruguayos), todos ellos admirados universalmente. Pero hace mucho que el fútbol está en un sitio preferencial porque le da alegría a grandes mayorías, sobre todo cuando juegan los seleccionados nacionales, que muchos identifican con el propio país.
Maradona le entregó a los hinchas la máxima felicidad posible en ese terreno. Casi nadie ignora que el fútbol no soluciona los problemas de la vida diaria, pero contribuye tanto a hacerlos olvidar.
“Diego nos hizo sentir la fantasía que genera el ídolo. El ídolo, el mito, la leyenda hace que un pueblo crea que lo que hace esa persona somos capaces de hacerlo todos. Por eso la pérdida de un ídolo golpea tanto a los más excluidos, a los más indefensos, porque son los que más necesitan creer que es posible triunfar”, comentó desde Inglaterra el técnico Marcelo Bielsa.
Sin embargo, incluso el mayor crack no se convierte en un fenómeno social, como lo es Maradona, si allí no hay algo más. Al mismo tiempo que jugaba como los dioses, era una personalidad directa, sin frenos, que podía ser intransigente sin abandonar su simpatía.
Como deidad no se olvidó de sus fieles y les recordaba que compartía su origen. Por ejemplo, defendió a sus colegas contra los dictados de la FIFA. Es casi imposible encontrar a un viejo compañero que hable mal de él. Cuando jugó en Napoli reinvindicó la causa del sur pobre contra el norte industrializado.
Bien argentino.
El escritor Martín Caparros recordó en estas horas algo que anotó hace tiempo y no perdió vigencia: “Alguna vez terminaremos de aceptar que para dos o tres mil millones de personas la Argentina y los argentinos -todos los argentinos, las vacas, las montañas, los presidentes, los violadores fugitivos, el novio de tu hermana, aquel triciclo, los inmigrantes bajando de los barcos, el cielo de Humahuaca, el peronismo, la esquina de Carabobo y Cucha Cucha, la marcha de San Lorenzo, tu futuro, los ovejeros belgas y las rayas y los sánguches de miga, las pastillas refresco, Tlön uqbar orbis tertius, este papel manchado- no somos nada más o nada menos que la confusa nube de pedos que aureola la pierna izquierda del Gran Diez. En el mundo -para todos los que no son vecinos o europeos con parientes o tercermundistas más o menos cultos-, la Argentina somos él. Digo: para miles de millones de personas somos él. Es un destino -para él, para nosotros. Supongo que podría ser mejor. Y podría ser, también, mucho peor. Era un modelo complicado: peleador, simpático, quejoso, drogón, desaforado, ingenioso, creído, ilimitado, machista, popular, oportunista, cálido, cursi, inteligente. Fue difícil adaptarnos a la idea de que los argentinos éramos eso, pero hicimos todo lo que pudimos”.

Realidad política.
Maradona incluso reflejó la cambiante realidad política argentina, cuya única continuidad, el peronismo, puede ser de izquierda o de derecha, nacionalista o neoliberal.
Las imágenes más recientes lo muestran con Fidel Castro, Hugo Chávez, Nicolás Maduro o Cristina Kirchner, pero se asegura que no siempre fue de izquierda ni peronista. Incluso tuvieron que convencerlo una vez para que fuera a Cuba a retirar un premio. Quizás era radical, como su padre.

Cuando Raúl Alfonsín era presidente y gozaba de amplio respaldo, lo visitó en la Casa Rosada. Después estuvo cerca de Carlos Menem, que le entregó un pasaporte diplomático para representar al país, aunque allí pudo jugar la conveniencia mutua: Diego necesitaba el documento para zafar de problemas judiciales y el entonces presidente quería tapar problemas políticos.
Las largas estadías para rehabilitaciones en Cuba lo terminaron de acercar a Fidel Castro. Desde entonces no dejó de reivindicar a líderes latinoamericanos como Evo Morales o Luga, incluso al muy cuestionado Maduro. Las posturas políticas de Maradona, como su excesiva vida privada, no afectaron su popularidad.
La propia realización del velatorio en la Casa Rosada fue una decisión política, aunque si el presidente Alberto Fernández quiso anotarse un tanto puede salirle mal, pues la desorganización resultó evidente.
Nadie como él.
Maradona fue el mayor ídolo argentino, porque el amor que recibía resistió la decadencia y los tropiezos de su figura. Gardel, por ejemplo, murió en su apogeo, lo cual evitó que un día su voz llegara a quebrarse. Evita representó la promesa frustrada de un futuro mejor para el pobrerío. Diego, en cambio, dio todo lo que podía dar un futbolista, y cuando no pudo dar más y empezó a autodestruirse, nadie se lo reprochó.

Otro ícono, de origen argentino pero más internacional, es el Che Guevara, cuyo tatuaje llevaba Maradona en un brazo. Otros brazos llevarán a Diego.
Los escritores Camila Osorio y David Marcial Pérez, en un análisis de la presencia de Maradona en la cultura popular, pronostican que la imagen del rostro del futbolista durante los himnos en el Mundial 1986 -la que ayer ocupó la portada de El País- rivalizará con la foto del Che tomada por Alberto Korda en 1960, el retrato más reproducido de la historia de la fotografía.
Todo puede ser. Ya se sabe el impacto de Maradona vivo y recién fallecido en el mundo de hoy. Quién sabe qué ocurrirá en medio siglo, con una leyenda que no dejará de crecer.

Para los comentaristas deportivos estuvo claro que el triunfo de Argentina sobre Inglaterra en México 86 anunció que el seleccionado albiceleste era un serio candidato, porque Maradona demostró ser capaz de ganar un mundial él solo.
Para los argentinos, aquel partido tuvo un significado más profundo. Se sabe que desde niños son educados en la consigna “Las Malvinas son argentinas”, una aspiración territorial y política que pareció convertirse en realidad en 1982. Enseguida se supo que era apenas la trasnochada aventura de una dictadura malherida. Pero Gran Bretaña se lo tomó en serio y recuperó sus dominios sin escatimar poder de fuego, aunque eso significara por ejemplo hundir el crucero Belgrano con cientos de conscriptos a bordo.
La Junta Militar argentina terminó cayendo por su ineptitud moral, política y bélica, pero los argentinos no olvidaron a “los ingleses”.
El escritor Paul Auster escribió una vez que el fútbol era el vehículo a través del cual los pueblos encontraron “una manera de odiarse como en los viejos tiempos, pero sin necesidad de acudir a la guerra”.
Cuando se jugó el Mundial 86, los “viejos tiempos” de la guerra entre argentinos e ingleses databan de apenas cuatro años. Era inevitable que se hablara de Malvinas. Barra bravas argentinos trataron de continuarla, de manera literal, pegándose con los hooligans.
En la cancha del estadio Azteca no hubo sin embargo incidentes, solo un partido de fútbol, con todas sus alternativas, que ganaron los argentinos, una revancha simbólica. Las Malvinas siguieron en manos británicas, pero en el imaginario de los hinchas argentinos, que eran entonces como hoy la mayoría de la población del país, Maradona les había permitido saborear la venganza más dulce.
Y lo hizo de una doble manera. El primer gol, con la mano, representó para ellos la devolución de todas las piraterías reales o supuestas cometidas por el Imperio Británico. La explicación a a través de “la mano de Dios” significó el toque final de picardía porteña.
El segundo gol, eludiendo a medio equipo inglés desde más allá de la mitad de la cancha, fue la quintaesencia de la habilidad futbolística, al punto incluso de borrar el último rastro de polémica por el gol con la mano. “Más que vencer a un equipo de fútbol, estábamos derrotando a un país", comentó mucho después Maradona en su biografía. Diego, además, había colocado aquella tarde el último ladrillo en su pedestal de ídolo eterno.