El Tiempo/GDA
Hace cerca de 200 años, los pescadores del puerto de Paita, en la zona norte de la costa del Pacífico peruano, fueron los primeros en detectar que, en las semanas previas a la Navidad, una corriente cálida dominaba las aguas y reducía de manera sustancial los cardúmenes de merluzas, anchovetas y caballas. Por la cercanía a la conmemoración del nacimiento de Jesús, bautizaron estas aguas del inicio del verano austral como “corriente de El Niño”, aunque los grados de temperatura que marcaban por encima del promedio eran todo menos una bendición celestial.
Con los años, los meteorólogos asociaron esas corrientes a una anormalidad general que eleva las temperaturas de las aguas del océano Pacífico central que, en la misma línea impuesta por los pescadores peruanos, los científicos llamaron “el fenómeno de El Niño”.
Muy avanzado el siglo XX, estudiosos de las variaciones del clima fueron relacionando ese calentamiento oceánico con otros fenómenos atmosféricos, como la abundancia de lluvias torrenciales en países como Ecuador y Perú, o la sequía en Colombia, Centroamérica, Australia y Sudáfrica.
Hoy, no hace falta ser experto para identificar El Niño con una serie de cambios climáticos severos que en unas regiones producen devastadoras inundaciones, arrasan poblados y siembras, y causan letales deslizamientos de tierra; mientras que en otros generan tal falta de agua que vastas extensiones de siembra quedan asoladas y los servicios de acueducto y energía eléctrica deben ser racionados, como ocurrió en Colombia en 1991 y 1992.
El Niño más devastador ocurrió entre 2015 y 2016. Solo en América Latina, decenas de millones de personas sufrieron inseguridad alimentaria por el daño de las cosechas y la inflación en los alimentos, mientras las tarifas de energía aumentaron entre 4 y 10 por ciento.
El que viene, el peor
Los expertos temen que El Niño que arranca vaya a ser muchísimo peor. La semana pasada, la Organización Meteorológica Mundial (OMM) declaró el 4 de julio como el día más caliente desde que existen estadísticas planetarias completas, cuyo seguimiento se consolidó en 1979.
La temperatura promedio mundial, incluidas las zonas de verano boreal y de invierno austral, así como los trópicos, alcanzó los 17,18 grados Celsius, casi un grado más que el promedio entre 1979 y 2000.
Todo ello consecuencia del cambio climático y de su principal manifestación, el calentamiento global. Al mismo tiempo, la OMM anunció el inicio formal de una nueva temporada de El Niño, justamente ese 4 de julio.
Para los expertos, la combinación de ambos fenómenos puede llevar a que el planeta viva, entre 2023 y 2026, los tres años más calurosos jamás registrados por las estadísticas. Según dijo la OMM hace algunas semanas, “hay un 93 por ciento de probabilidades” de tener, en los tres años venideros, uno al menos que bata todos los registros de altas temperaturas.
Para las autoridades meteorológicas del Reino Unido, cuyos cálculos son fuente principal de la OMM, “hay un 50 por ciento de probabilidades de tener, durante un periodo importante en estos años, una elevación de más de 1,5 grados Celsius”, un límite considerado como línea roja por los expertos que estudian el cambio climático.
En décadas pasadas, El Niño causaba estragos por exceso de lluvia o sequía en la mayoría de las regiones afectadas. Pero a la vez, aliviaba algunas ocurrencias climáticas. En el Caribe, por ejemplo, reducía el riesgo de huracanes.
Pero esta vez, al calentamiento de las aguas del Pacífico central, que está en el origen de todo Niño, hay que sumar que las aguas del golfo de México también se han calentado, por cuenta del cambio climático.
A inicios de año, la revista Nature Geoscience divulgó un estudio que demuestra que, en un escenario mundial de calentamiento de los océanos, las aguas del golfo de México se están calentando el doble que los mares del resto del planeta. Aparte de afectar la fauna marina, y hacer más escasa la pesca, un golfo de aguas más cálidas eleva la probabilidad de ocurrencia de huracanes devastadores, según explica la investigación.
De modo que, en El Niño que se avecina, a las catástrofes por sequías y lluvias torrenciales en diferentes zonas de América Latina, y en otras regiones con costa en el Pacífico, hay que sumar el riesgo de huracanes más poderosos y destructivos en la costa sur de los Estados Unidos en el Atlántico.
Desastres que vienen
Meteorólogos y ambientalistas colaboran cada día más, desde hace ya varias décadas, cuando quedó en claro que el cambio climático era resultado de la actividad humana en la tierra, incluida la producción de gases de efecto invernadero, y la destrucción de bosques cuyos árboles sirven para captar carbono y limpiar así la atmósfera.
Expertos de ambos campos vienen trabajando desde el anterior Niño (2015-2016) para predecir las principales consecuencias que tendría la nueva ocurrencia del fenómeno, ya declarada formalmente por la OMM para 2023-2026. Hay al menos cinco grandes desastres previsibles.
El Niño suele aumentar las precipitaciones en buena parte del Ecuador, y en Perú, Bolivia, Chile, Argentina, Paraguay, Uruguay y el sur de Brasil. A manera de ilustración sobre la intensidad del fenómeno, basta decir que en Perú los ríos llegan a aumentar hasta 15 veces su caudal.
En zonas como California, que ha vivido décadas de grave sequía, El Niño suele aliviarlas. Pero esta vez, los meteorólogos temen que la frecuencia y el volumen de las precipitaciones sea tal que, más que mitigar los daños por la sequía, cause estragos por inundaciones y crecidas de los ríos.
Sequía y daño a la agricultura. Para naciones como Colombia y Venezuela, los países centroamericanos y buena parte de México, El Niño significa sequía, falta de agua para consumo humano y riego, destrucción de cosechas y aumento de la inseguridad alimentaria, la pobreza y el hambre.
La falta de agua en los embalses de generación eléctrica también genera riesgos de racionamiento del servicio, que producen un freno en la producción industrial y el comercio. Con economías que, por cuenta de la coyuntura mundial de freno en el crecimiento, verán en 2023 y 2024 lánguidos aumentos del PIB, un Niño catastrófico en materia de sequía puede llevar a algunos países de la región a la recesión.
Situación en el Amazonas
La selva más grande del mundo, el Amazonas, depende para sobrevivir de un régimen de lluvias muy intenso. El Niño frena las precipitaciones, y aunque siguen siendo más altas allí que en muchas otras regiones del hemisferio, el descenso de la pluviosidad hace que la selva crezca menos y lo haga más lento, con lo cual la capacidad de sus árboles de absorber carbono se reduce, y se completa así el círculo vicioso del cambio climático.
Del mismo modo que el calentamiento de las aguas del golfo de México puede aumentar la frecuencia y la ferocidad de los huracanes del Caribe, el aumento de la temperatura en las aguas del Pacífico eleva los riesgos de ocurrencia y el potencial devastador de los ciclones, tifones y monzones que suelen golpear a Japón, Filipinas, las islas polinesias, el sudeste asiático y la India.
El aumento de las temperaturas del océano afecta de manera grave las formaciones coralinas. Entre 2015 y 2017, en plena ocurrencia del anterior Niño, los expertos que siguen la evolución de la Gran Barrera de Coral al noreste de Australia aseguran que pueden haber muerto hasta el 30 por ciento de los corales de esa maravilla de la naturaleza de 34 millones de hectáreas.
Y no solo la Gran Barrera. También los excepcionales corales de Guam —mucho más al norte—, un tercio de los cuales resultó dañado entre 2015 y 2017. Según Peter Houk, del Laboratorio Marino de la Universidad de Guam, que estudia el coral de micronesia, “lo que predicen (para el nuevo Niño) da mucho miedo”.
Un mayor deshielo en la Antártida también se registrará. La capa de hielo del continente antártico también sufre con el calentamiento de las aguas del Pacífico. “Los modelos que proyectan un mayor aumento de El Niño —le dijo a CNN Wenju Cai, de CSIRO, la agencia científica nacional de Australia— producen un derretimiento de la capa de hielo más rápido que los modelos que proyectan un cambio menor en El Niño”.
En resumen, a diferencia de lo que ocurría cuando era inminente la llegada de un nuevo ciclo de El Niño, esta vez —y por cuenta del cambio climático— hasta las noticias buenas que el fenómeno traía, como el alivio de la sequía en California o la reducción de los huracanes del Caribe, pueden no ser tan positivas.
Solo queda esperar que El Niño que está por comenzar no sea tan largo ni tan extenso. Pero la lista de razones para el optimismo se reduce cada año, mientras los temores de mayores desastres, y de graves consecuencias económicas y sociales, no hacen más que crecer.