EMIGRACIÓN PELIGROSA
La odisea cotidiana las expone a riesgos que nunca imaginaron.
Cuando Nelsmar recibió el “kit de dignidad”, que traía dos pantis, festejó como los niños ilusionados al abrir los regalos de Papá Noel. Eran dos bombachas azul marino, con el elástico fucsia y una red suspensora en la que calzaba la toalla absorbente. Aquel día también celebró el shampoo y el cepillo de dientes. Y la lista sigue. ¿Para qué seguir?
Nelsmar es apenas una víctima entre literalmente miles. O entre los 120 venezolanos que, por minuto, ingresan a Colombia a través de cada trocha, esas largas filas de personas que, sin control migratorio, cruzan el río Táchira pensando que el Edén está del otro lado de la frontera. La crisis en Venezuela la golpeó de un día para el otro.
Tiene 15 años y ya conoce la desesperación. Nadie está preparado para ello, menos a esa edad. Apenas ayer asistía a un colegio de clase media-alta en Valencia, al centro de Venezuela. Hoy duerme en una cama compartida con sus hermanos. Ayer soñaba con ser azafata de avión o psicóloga, hoy sueña con obtener toallitas descartables para la menstruación. Pasó sin ellas durante meses, hasta que consiguió el kit del Fondo de Población de Naciones Unidas.
En Venezuela hace cuatro años empezaron a evidenciarse las deficiencias alimenticias que derivaron en una crisis humanitaria y en un éxodo que, al término de este 2019, alcanzaría a más de 5,3 millones personas viviendo en la diáspora. Incluso emigrando a países vecinos menos inestables la suerte de los venezolanos está en jaque todos los días. Eso es lo que sucede en Cúcuta, ciudad del oriente colombiano que visitó El País y una de las más populosas entre los más de 2.200 kilómetros de frontera con Venezuela.
A esta urbe que vive de la industria del calzado y la arcilla, y que otrora albergaba a 700.000 pobladores, llegan de a miles todos los días. Nelsmar lo hizo hace menos de dos años, tras ocho días caminando y el resto en ómnibus. Y aunque pensó que aquella travesía era lo peor, recién en Cúcuta tomó consciencia de los peligros de la migración no planificada. Y sintió la carga de ser venezolana.
Para el común de los mortales, las diferencias de acento entre un poblador de uno u otro lado de la frontera son casi imperceptibles. Pero a Nelsmar le recuerdan cada día que es venezolana. Primero porque su nombre es la combinación del nombre de sus padres (Nelson y María), un juego típico de las familias venezolanas. Y segundo porque, salvo por urgencias, no accede a las prestaciones de salud.
A su madre -36 años, morocha, excomerciante y que también recibió uno de los 2.364 kits que el Fondo de Población entregó en Cúcuta en 2018- el acceso a la salud también se la ha hecho cuesta arriba. Por eso agradece el día en que le colocaron un implante subdérmico, un anticonceptivo de larga duración que, por al menos cinco años, le da la confianza de acostarse sin el temor a quedar embarazada.
La crisis.
Se le nota. El vientre está tan crecido que estira la camiseta negra y la poca brisa que corre en el amanecer cucuteño se le cuela por debajo. A Vanessa (25) el embarazo se le nota y su delgadez no hace más que resaltarlo. No hace falta siquiera que acaricie la panza, como la hace mientras espera su plato de comida en La Parada, el corregimiento inmediato al puente internacional Simón Bolívar.
Al comienzo, cuando aún no estaba esa panza salida ni las patadas del bebé repiqueteaban contra su útero, ella no notaba este embarazo. Nunca fue muy regular en el período y en Monagas, en el oriente de Venezuela, la mayoría de los ginecólogos habían migrado.
Por eso cuando partió a Colombia, y durmió en la carretera, y pasó frío, y hambre, no estaba segura si andaba sola o acompañada, con alguien en su panza.
El tercer miércoles de marzo, el comedor de La Parada entregó la ración de comida número 1.000.000. Los más de 4.000 platos que se reparten cada día son, para los venezolanos como Vanessa, el único bocado del día.
Hacía un tiempo, cuando la crisis no era tal, las mujeres embarazadas tenían el beneficio de pasar primero. Pero el desborde de la demanda y el aumento de gestantes hizo que el orden se resuelva por quién llega primero.
A Vanessa poco le importa. Esperar unos minutos más parece un detalle luego de lo que vivió hace tres meses, cuando de Cúcuta se fue caminando 556 kilómetros hasta Bogotá.
Sucede que los caminantes, como le dicen a aquellos que dejan Cúcuta y se meten al interior colombiano andando al borde de las carreteras, ven un cartel que dice “Bogotá” y empiezan, sin más, a gastar suela de zapato. Algunos apenas toman las previsiones necesarias para sortear el pasaje de los más de 30°C que hay en el oriente colombiano a los 12° o 13° de la capital.
Vanessa fue una de las que partió sin demasiados recaudos. Y cuando llegó a Bogotá, con su embarazo y ocho días de caminata, se desilusionó. Extrañaba a otras embarazadas con las que había hecho amistades en La Parada. Intentó realizarse un control prenatal en uno de los hospitales de la capital, pero no consiguió turno. Así que se dio media vuelta y regresó a Cúcuta.
Se le nota. Está con “siete u ocho” meses de embarazo. No sabe con precisión. Recién ahora la verá un médico gracias a que Naciones Unidas le coordinó un control, el primer control.
El riesgo obstétrico es el principal motivo de consulta en la atención médica que queda a menos de una cuadra del comedor de La Parada. Todos los meses, unas 250 embarazadas piden turno para la revisión ginecológica; paradójicamente el triple de lo que había antes de que se cerrara el pasaje fronterizo.
Algunas de esas embarazadas aprovechan para revisar, también, a sus otros hijos. “Muchos niños llegan sin vacunas o llenos de parásitos”, cuenta Alejandra León, la trabajadora social responsable de la clínica del lugar.
Es que las condiciones de vida están lejos de ser dignas. A Vanessa una vecina de La Parada le cobra 2.000 colombianos (US$ 0,65) por ducharse con agua fría, casi un tercio de lo que gana al día reciclando chatarra.
El embarazo es un riesgo extra en una población de por sí vulnerada. Según los cálculos de Naciones Unidas, de cada diez niños que nacen en hospitales de Cúcuta, seis son hijos de madres venezolanas.
“Gran parte de nuestro trabajo consiste en explicarle a cada migrante para qué sirve cada anticonceptivo, sus pros y contras. Aprender para empoderar”, cuenta Tania Velasco, una de las voluntarias de ONU.
Su tarea, como la del resto de voluntarios, parece titánica ante la inmensa marea humana que llega a Cúcuta. Cada día 4.000 niños que residen en Venezuela cruzan a estudiar del lado colombiano. Pese al cierre de fronteras, el corredor humanitario hace que, por día, se sellen unos 1.300 pasaportes. Eso equivale al 30% de lo que, se estima, está habiendo de migración irregular (por trochas).
Cúcuta, la capital del Norte de Santander, es “casa de duendes” en las lenguas indígenas. Pero hoy no es precisamente una ciudad fantástica o salida de un cuento de Disney. Allí se hace de todo por sobrevivir.
La resistencia.
El pelo es el elemento más fino de la dignidad humana. Un proverbio chino se preguntaba: “Todos los días la gente se arregla el cabello, ¿por qué no el corazón?”. Sansón perdió su fuerza cuando le cortaron el pelo. Los nazis hacían mantas y colchas con los vellos de sus prisioneros. Las religiosas judías usan peluca para no tentar la infidelidad. Las musulmanas también cubren su cabellera porque así lo determina el Corán. Los ticos le dicen “pelo de gato” a la llovizna. A “medios pelos” es cuando algo está embriagado. Me “viene al pelo”, cuando calza como anillo al dedo.
Nelsmar notó que su pelo era importante tras pasarse un mes sin shampoo. Otras venezolanas, en cambio, se dieron cuenta cuando un mechón de cabello equivalía a comer. A pocos metros del río Táchira y de camino al comedor de La Parada, ya del lado colombiano, se ha montado una feria improvisada, un mercado que de tan desordenado parece armónico. Hay calles de tierra en las que los caminantes levantan polvareda al pasar. Hay feriantes que ofrecen yuca, plátano maduro o la fruta de estación. Hay cajas de zapatos y adentro cajas de medicamentos a precios más económicos que el talco. Hay chatarra para reciclar. Hay peluquerías en las que los clientes en lugar de pagar, reciben dinero a cambio.
Tres o cuatro dólares por un mechón de pelo. Todo depende del grosor, del volumen, de qué tan bien les quedarán las extensiones a esas coquetas colombianas compradoras. No se imagine una barbería como la de antes, mucho menos un local iluminado con revistas de moda a la vista y un catálogo con los cortes de pelo que usan las estrellas de fútbol del momento. Alcanza con un cajón en el que se sienta la cliente venezolana, en la calle, unas tijeras y unas gomitas para recoger los mechones. Cuando lo que apremia es las ganas de comer, aflora el “venderlo todo”.
En el centro de Cúcuta se venden obras de arte sin derecho de autor. Nadie conoce a su creador ni siquiera se está seguro si la crisis humanitaria dio lugar a su invención. Pero en las calles que rodean al Parque Santander, el punto más neurálgico de la ciudad, hay dos o tres puestos por cuadra en la que se expone (y comercializa) el arte de la migración. O la crisis hecha arte.
El turpial, el ave nacional de Venezuela, hecho de papel. Una cartera de dama, en colores, también de papel. Posavasos de papel. Billeteras de papel. Todo de papel, de papel moneda.
Los bolívares valen tan poco que es preferible aprovecharse de las bondades de sus colores, tornearlos, encastrarlos y venderlos como arte. Es que el billete de 500 bolívares, que es el de mayor denominación y hace un año tenía cinco ceros más, no alcanza siquiera para cambiarlo por un dólar oficial.
Cuando el ser humano está al límite (frontera que se impone al ver a un hijo hambriento o una abuela sin medicamentos) es capaz de realizar las obras más inauditas para sobrevivir.
Y en el peor de los casos, hay que vender hasta el cuerpo.
En el Parque Mercedes Abrego, en el corazón de Cúcuta, lo que menos se ven son árboles o bancos, como en cualquier parque. Es una marea de gente que va y viene, ofreciendo y comprando de todo. En especial sexo. Cientos de mujeres venezolanas se exponen allí, a pleno rayo del sol, a cambio de unos miles de colombianos.
Los hoteles de la zona son, en el mejor de los casos, los lugares para ese intercambio carnal. Las ONG y Naciones Unidas no dan abasto en el reparto de anticonceptivos que, literalmente, las usuarias se los sacan de las manos de los repartidores. Los proxenetas dan vueltas cada tanto. La policía juega al distraído.
Es una vitrina sexual que se extiende hasta la terminal de ómnibus, donde uno va encontrándose adolescentes cada vez más chicas a las que ordenan venderse por poco y nada.
Una encuesta que realizó la ONG Oxfam en Colombia, Ecuador y Perú, revela que “casi la mitad de la población considera que las mujeres venezolanas inmigrantes acabarán ejerciendo la prostitución”.
Puede discutirse hasta el hartazgo si la prostitución es un derecho de la mujer a hacer con su cuerpo lo que quiera o es un sometimiento. Lo cierto es que en las condiciones que migran muchas venezolanas, esta es la única vía de supervivencia y, a la vez, es una exposición más en una de las zonas más violentas del planeta.
La policía de Cúcuta identificó 69 bandas armadas que este 2019 operan allí, paramilitares y guerrilleros incluidos.
Pero esta no es solo una lucha armada. Tampoco política. Es la lucha por sobrevivir.
Miles van a Brasil para compras esenciales
La reapertura del paso fronterizo entre entre Brasil y Venezuela llevó a miles de ciudadanos del vecino país hacia la ciudad limítrofe de Pacaraima, sea para comprar medicinas o para solicitar refugio.
La frontera había sido cerrada en febrero por decisión del presidente venezolano, Nicolás Maduro, quien con esa orden impidió el paso de la “ayuda humanitaria” que pretendían transportar varios gobiernos, entre ellos el de Brasil.
El paso fronterizo fue reabierto también por una decisión de Maduro, que del mismo modo restableció la comunicación marítima y aérea con la isla da Aruba, pero no así con Colombia y otros países.
A pesar del bloqueo fronterizo, el flujo de venezolanos hacia la ciudad brasileña de Pacaraima no llegó a interrumpirse, aunque sí el tránsito de vehículos. Según cálculos de las autoridades brasileñas, por las trochas de la región amazónica que comparten ambos países, mientras se mantuvo el cierre unos 370 venezolanos llegaron cada día a pie, en su enorme mayoría para abastecerse de diversos productos y otros para intentar una nueva vida en Brasil.
La Policía Federal indicó que desde que se reabrió la frontera ya llegaron desde Venezuela poco más de un millar de vehículos, aunque en su gran mayoría sus ocupantes sólo pretendían hacer compras. (Fuente: Efe)