Por Luz Sánchez-Mellado, El País de Madrid
Llega a la cita, puntualísima, tras caminar una hora por las calles de un Madrid tórrido desde su casa hasta el finísimo hotel donde quedamos. Viste de trapillo veraniego con una falda larga y una camiseta imperio y no lleva ni gota de maquillaje bajo su sombrerillo de playa. Aun así, el camarero la reconoce en el acto y se desvive por complacerla. Sigue minuciosamente sus instrucciones para prepararle la “limonada” que pide, aunque no figure en la carta, y la somete a su examen como si Verdú fuera la gran jueza de un concurso de cócteles. Ella sonríe, hace como si tanto agasajo fuera normal y charla por los codos con y sin grabadora por medio con esa confianza que otorga, a veces, haber coincidido alguna vez en el camino a ambos lados de la misma. Al irnos, el azorado barman ni confirma ni desmiente que vaya a incorporar la limonada Maribel Verdú a la oferta de refrescos del hotel como nota de prestigio. Puede que en eso consista ser una clásica viva.
Premio, serie, película. Menuda cosecha de septiembre.
Y en octubre cumplo 40 años de carrera, tía. Me he pasado la vida cosechando porque llevo toda la vida labrando y sembrando. A veces la cosecha se echa a perder y otras es maravillosa. Pero cada año creo que es la última.
¿Síndrome de la impostora a estas alturas de sus docenas de películas?
Te lo juro. Y no es falsa modestia. A veces pienso en los personajes tan versátiles que he hecho, y me pregunto qué va a quedar. La inseguridad va unida a este oficio.
La entrevisté a sus 16 años, antes de salir a escena como doña Inés en una representación del Don Juan (le muestro un vídeo del momento). ¿Qué ve en esa Maribel adolescente?
Veo a una niña repelente y cursi, que quería hacerlo todo perfecto y agradar a todo el mundo. Por otra parte, me muero de la ternura. Esa vocecita: tan aplicada, tan repipi, tan entregada. Algo que no se me ha quitado es la capacidad de ilusionarme con las cosas y esa vena tan vehemente para todo.
¿Nunca ha actuado de oficio?
No. Sé que he hecho cosas mejores y peores, pero no sé hacer nada a medias. Pongo toda la carne en el asador. Luego el resultado no depende solo de una.
¿Qué hace falta para aguantar 40 años en la élite de su profesión?
Suerte, resistencia y profesionalidad.
Esa se da por supuesta.
No te creas. Yo llego a la hora, con el guion aprendido, bien dispuesta, creo buen ambiente con los compañeros y doy cero problemas. No todo el mundo lo hace.
Algún dengue de diva tendrá.
Sí, te reconozco que, cuando acabo de grabar, no soporto que me hagan esperar. Una cosa por otra.
Después de resistirse a rodar fuera y en inglés, ahora no deja de hacerlo. ¿Qué le ha pasado?
Me pasó la pandemia. Perdí el miedo de cuajo. Una cosa es la inseguridad y otra el miedo. Y yo tenía miedo del que paraliza. En la pandemia dos personas muy cercanas estuvieron a punto de palmarla y me di cuenta de que no somos nada. En un hospital, con la batita, somos todos igual de vulnerables. ¿Y voy a tener miedo a que no me salga bien un papel o la crítica me ponga mal? Mira, me da igual, no me voy a perder hacer nada por eso. Me cambió la cabeza. Solo tengo miedo a perder la salud o la de los míos. Ahora soy dueña de mi vida.
De su papel de madre del héroe en ‘The Flash’, se destaca su “mirada latina” ¿Eso qué es lo que es?
Es una mirada cero fría, muy apasionada y muy cálida. Los latinos somos casa. Nos abrazamos, nos miramos, hablamos, nos besamos. Yo soy casa. Andrés Muschietti me dijo: “tienes que mirar a tu hijo con cariño, dulzura y ternura. Tú tienes todo eso de serie en los ojos, y no lo voy a encontrar en una rubia americana de ojos azules”.
Hablando de besos. ¿Cómo vio el de Rubiales a Jenni Hermoso en el podio de Sídney?
Como lo que es: un abuso de poder. Imagínate que me dan el Goya, después de cinco nominaciones y el presidente de turno de la Academia me coge la cabeza y me planta un beso en la boca delante del notario y de todo el mundo sin yo quererlo. Sería inaudito. Me da la sensación de que lo de Rubiales ha sido la gota que ha colmado el vaso. Esos abusos de poder existen en todos los ámbitos laborales: en el cine, en el fútbol, en los periódicos y en los centros comerciales. Que ya no se toleren es la gran noticia. Sobre todo en un deporte y un espectáculo como el fútbol, que mueve masas. La pena es que, por ese impresentable, las futbolistas no hayan disfrutado del reconocimiento que merecen como campeonas del mundo.
Hay mujeres actrices, y mujeres a secas, que se quejan de que, a partir de los 50, se vuelven ‘invisibles’. ¿Ha notado el tránsito?
Claro que lo he notado, las cosas no están como a los 20. Pero si me quejara de invisibilidad sería una falsa. Se me sigue viendo, pero también porque yo soy una polilla: voy hacia la luz y la luz, en escena, lo es casi todo. Soy objetiva y sé que soy una de las tres o cuatro que no hemos parado de trabajar. Emma Suárez, que es un referente para mí, y veo que se puede cumplir años y seguir haciendo personajes visibles, interesantes, llenos de aristas y de matices.
¿Y usted, se siente referente?
Para nada, no tengo esa sensación. No soy referente de nada ni de nadie. Quizá porque vengo de donde vengo. ¿Tú sabes lo que es trabajar con Fernando Rey, con la Ponte, con Florinda Chico? He trabajado con esos monstruos, he aprendido de ellos y los he ido enterrando. Ahora soy la mayor en los rodajes. Y lo he asumido de forma natural, vas madurando fuera y dentro de la escena, forma parte de la vida.
Ahora es usted la clásica.
No, por Dios, pero es cierto que algo ha cambiado. Muchos actores jóvenes no saben quién es Billy Wilder ni han visto El padrino. Pero otros te dan mil vueltas. Mirela Balic, la chica que hace de mi hija en Élite tiene 24 años, habla cuatro idiomas y toca dos instrumentos. Por cierto, que mi personaje en Élite es uno de los más interesantes que he hecho, lo he disfrutado muchísimo. Otra vez mis miedos. Con la pandemia, también, perdí los prejuicios.
Contó que había hecho el amor antes en una escena de cine que en la vida real. ¿Hasta qué punto han influido sus vivencias en su forma de actuar?
El sufrimiento, el gozo, la experiencia, se te van posando en los ojos. La mirada te cambia de repente. En la primera película que yo me vi eso en los ojos fue en El laberinto del fauno. Venía de dos años en los que me habían pasado muchas cosas muy duras en España. Cuando volví al cine con esa película, me había hecho mayor. Había muchas cosas dentro de esos ojos.
¿Cómo se llevan esos baches?
Eligiendo el camino para no convertirme en una amargada ni una resentida, que es lo último en la vida: ser una quejica. La actitud y el cómo llevas los reveses son fundamentales.
¿Es de las que llaman si no la llaman para trabajar?
Quiero ser productora ejecutiva y tengo algún proyecto en ese sentido. Antes tengo muchas ganas de trabajar con (Nacho) Vigalondo, y con la Coixet (Isabel), porque me dicen que crean atmósferas increíbles y quiero formar parte de eso, pero no me sale escribirles, soy incapaz, me muero de la vergüenza.
Bueno, ahora se está postulando.
Lo que estoy es declarándome. Soy igual de apasionada como actriz que como espectadora o lectora. Para lo bueno y para lo malo, lo magnifico todo. Cuidado conmigo, no soy de términos medios.
El camarero, al reconocerla, se ha azorado. ¿Se azora usted también?
Sí, qué mono. No me gusta la lisonja: me azora, me paraliza y me quiero meter debajo de la mesa, pero el cariño se agradece. Mira, este hotel es relativamente nuevo, pero, hace un año, me llamaron porque iban a reformar uno de toda la vida, querían decorarlo con retratos de iconos de Madrid: desde la Puerta de Alcalá hasta Alaska, y me pidieron permiso para poner el mío. Al principio, me dio cosa, pero luego me hizo ilusión. Dije: qué coño, pues es verdad. Soy parte del paisaje.
¿Un fondo de armario?
Exacto, me encanta eso. Soy un fondo de armario como actriz. Una blazer negra, tía. Una buena, no de esas cutres de poliéster. Una que no se pasa de moda. Te saco del apuro, no te fallo y, bien dirigida, resalto el conjunto.
Una actriz de elite
Durante décadas, Maribel Verdú (Madrid, 52 años) se resistió, por motivos diversos, pero no tan diferentes, a dar el salto al cine anglosajón y a participar en determinados productos televisivos de masas. Sus cautelas tenían un denominador común: el miedo. A no llegar a cumplir con las expectativas propias o ajenas, o a pasarse. Las incertidumbres y los varapalos personales y colectivos de la pandemia acabaron con eso y ahora Verdú se atreve a todo y con todo y, además, lo disfruta. La niña que empezó siendo la más joven en todos los rodajes es ahora, muchas veces, la más veterana. Pero conserva, dice, la ilusión y las ganas de la principiante.