COLOMBIA
Jiménez Mendoza, de 72 años, fue por una década el fotógrafo del capo del cartel de Medellín. Armado con una cámara se la pasó fijando momentos triviales y episodios queridos de la vida de Escobar.
La única persona que podía disparar a Pablo Emilio Escobar Gaviria y hacer que se quedara dócil e inmóvil era Édgar Jiménez Mendoza. Este hombre, hoy de 72 años, fue durante una década el fotógrafo personal del capo del cartel de Medellín, y armado con una cámara y su mirada curiosa y escudriñadora se la pasó fijando momentos triviales y episodios queridos de la vida de Escobar, quien entre 1980 y 1993 se constituyó en el principal desafío del Estado colombiano, un reto dramático y sangriento por la serie de atentados, secuestros selectivos, magnicidios y asesinatos que cometió defendiendo su red criminal de narcotráfico.
Jiménez, conocido como el Chino, llegó al mundo de Pablo Escobar en 1963. Coincidió con él en el Liceo Antioqueño, donde compartieron los tres primeros años del bachillerato.
“Tres años en el mismo salón. Pablo era un estudiante del montón. Ni bueno ni malo. Anodino. Se hizo notorio por su hermano Roberto Escobar, el Osito, quien era ciclista y participaba en la Vuelta a Colombia, cuando esta competencia despertaba fervor y convocaba”, recuerda Jiménez.
En el mismo Liceo se hizo fotógrafo. Allí funcionaba un club de fotografía y el Chino se entusiasmó al ver compañeros que llegaban al salón de clase mostrando imágenes en negativos.
El ánimo fue creciendo cuando su hermano compró una cámara. Se matriculó en el club, y lo que comenzó siendo un pasatiempo se le convirtió en oficio.
Cuando terminó el bachillerato ingresó a la Universidad de Antioquia a estudiar Ingeniería Mecánica. Ahí estuvo hasta 1977. Sin embargo, no terminó porque “era buen estudiante, pero me degeneré”.
La fotografía seguía ahí. Incursionó tomando fotos en eventos familiares. Cobraba, y aunque le pagaban poquito, con eso sobrevivía. Pudo haber trabajado en los diarios locales e, incluso, en la Alcaldía de Medellín; no obstante, nunca aceptó por la vida bohemia que llevaba. “Esos eran trabajos de 24 horas, y yo jugando y bebiendo me dije: ‘Esto no es para mí’ ”, agrega.
En 1965 se desconectó de Pablo Escobar, hasta 15 años después cuando lo volvió a ver. Todo empezó en una convención de la desaparecida Alianza Nacional Popular (Anapo), fundada como movimiento por Gustavo Rojas Pinilla y que en los 70 alcanzó un gran número de votos en las elecciones presidenciales.
A dicha convención fue a tomar fotos. Allí se encontró con Nelson Cardeño, un amigo de su adolescencia.
Para ese entonces, Cardeño hacía parte de esa organización política y se desempeñaba como personero de Puerto Triunfo, en el Magdalena Medio antioqueño, y años después pasaría a ser secretario y relacionista público de Escobar.
Un día de 1980, Cardeño, quien fue asesinado 11 años después en un sector céntrico de Medellín, invitó al Chino a Puerto Triunfo para que le ayudara con unas fotos. Lo acompañó y después del jolgorio, en el abrasador calor de la tarde porteña, le dijo: “Vení, Chino, subamos a la hacienda Nápoles –que está en jurisdicción de Puerto triunfo–, y te presento a los dueños”.
Aceptó. Empezaron a subir por una vía entonces destapada. El Chino contemplaba atónito las cerca de 3.000 hectáreas de paisaje, en el que, además de carreteras, había 27 lagos artificiales, gasolinera propia, una pista de aterrizaje y una exótica arborización que incluía palmeras y establos con caballos.
También, una plaza de toros, carros de carreras, motos náuticas, motocicletas para paseos turísticos, además de un Chevrolet modelo 1934 al que habían agujereado de balazos para hacerlo parecer al de los legendarios delincuentes Bonnie y Clyde o Al Capone.
Y, como si fuera poco, rinocerontes, elefantes, camellos, hipopótamos, cebras, jirafas, grullas, impalas, venados, dantas, canguros, flamencos, avestruces, una pareja de loras negras únicas en el mundo, entre otros animales exóticos, eran exhibidos allí en un imponente zoológico al aire libre.
Al llegar, el Chino vio a algunas personas reunidas. No les prestó mayor atención. Cardeño, sin embargo, se acercó hasta donde se encontraba Pablo Escobar y le dijo: “Pablo, te presentó a un amigo”. Pablo giró y se quedó mirando pasmado a quien Cardeño le señaló. “¡Qué más, Chino!, tiempo sin vernos”, le gritó emocionado Escobar, al tiempo que lo abrazaba.
Édgar le correspondió el abrazo, conmovido.
–¿Qué estás haciendo? –le preguntó Pablo.
–Hago fotos, Pablo –le respondió.
–Justo lo que estoy buscando. Necesito hacer un archivo fotográfico de la hacienda y un inventario de todos los animales que he traído.
“Ahí empecé mi relación con Pablo. Me busqué un ayudante, Rodrigo Agudelo. Entonces, a mí me empezaron a decir el narcofotógrafo y a él, el narcoayudante. A Nápoles iba seguido. Yo viajaba en helicóptero o en avión desde el hangar del aeropuerto Olaya Herrera. Los fines de semana los viajes se multiplicaban”, recuerda.
A Édgar le dicen el Chino por un trastorno llamado rotacismo. Es una incapacidad para pronunciar correctamente ciertos sonidos o grupo de sonidos; en su caso, la letra r.
Además de la dificultad para hacerse entender al hablar, encierra en el rostro ciertos rasgos que lo asemejan con la raza asiática. Su cara es redonda, sus ojos son pequeños, usa anteojos, y su pelo, lacio y canoso, cae hacia adelante. Es de contextura delgada, huesuda.
“Yo sabía que lo habían nombrado el capo de capos, que era poderoso y que estaba en una lista de los hombres más ricos del mundo. Pero no me dio miedo trabajar con él haciendo fotos, porque yo no soy bandido”, dice el Chino.
Agrega que nunca hablaban de los negocios, tampoco él preguntaba. Y aunque sí veía gente armada, no le parecía raro.
“Pero, viendo bien las cosas hoy, en la distancia, sí pienso que estoy vivo de milagro. Porque, después, mataron a todo el que tuviera que ver con Pablo. Más sabiendo que yo tenía el archivo de fotos. Yo pensaba: ‘Aquí va a pasar algo y me puede pasar a mí’. Pero es que era tal mi inconsciencia que me vengo a dar cuenta años después. O, creo, es que esa inconsciencia es la que me ha salvado”, dice.
De fotografiar la fauna de la hacienda Nápoles, el Chino pasó a coordinar la campaña política de Escobar y a retratarlo en todas sus actividades, como en ‘Medellín sin tugurios’, ‘Civismo en marcha’ y la construcción e iluminación de canchas en los barrios populares de la ciudad.
En plena campaña electoral, en 1982, Escobar aparece fotografiado en distintos actos con figuras políticas de la época, representantes de los medios de comunicación y prelados de la Iglesia.
También están las fotos de los lugartenientes ‘Popeye’, ‘Arete’, ‘Pinina’, ‘Otoniel’, ‘Pasarela’, el ‘Zarco’, entre otros. Así como con otros jefes mafiosos, Carlos Lehder, Gonzalo Rodríguez Gacha.
Entre los álbumes y negativos que conserva Jiménez sobresalen las fiestas de Navidad, disfraces, bodas, bautizos, primeras comuniones y cumpleaños que, en la intimidad de su hogar y con su familia, Escobar festejaba.
Pero ¿el haber trabajado con el poderoso y temible jefe del cartel de Medellín le dejó algo de dinero al Chino?
“No, yo cobraba racional. Me ganaba seis o siete salarios mínimos. A mí no me gusta pedir, yo soy muy orgulloso. Aunque mucha gente sí lo buscaba pidiéndole plata”, cuenta Jiménez.
El mínimo en 1982 estaba en 7.410 pesos mensuales, para 1983 era de 9.261 pesos. Es decir, el Chino ganaba entre unos 52.000 y 65.000 pesos al mes.
“No era constante tampoco”, advierte. Por eso, a Jiménez le tocaba rebuscarse tomando fotos en cuanto evento social era requerido. Era de todos los estratos sociales. Un día estaba en el barrio Popular o en Santo Domingo, en el extremo nororiental de la ciudad, comiendo manzana y papas con mortadela en una primera comunión, sin problemas. Al otro día podía estar en El Poblado en un lujoso y abundoso bufé.
Los años de miedo han pasado. El Chino, con la ayuda del fotógrafo estadounidense Tom Griggs, viene haciendo una curaduría entre lo estético y lo histórico de las imágenes, levantando la pesada losa de silencio que sobre ellas había.
Las fotos, una gran parte inéditas, las tiene agrupadas en diversas categorías en las cuales resume no solo la vida de Pablo Escobar, sino también la suya.
Jiménez estima en 2.500 el número de reproducciones que posee, entre películas sin revelar y reveladas. Una buena parte fueron tomadas en 1982, durante la campaña electoral de entonces, y algunas más en diciembre de ese mismo año.
Escobar en el plan ‘Medellín sin tugurios’, en la represa que estaba construyendo en la hacienda Nápoles, rodeado de personajes políticos, micrófono en mano o con un vaso de agua entre las manos. Entre ellos, Alberto Santofimio Botero; el dirigente, ya fallecido, Bernardo Guerra Serna y Federico Estrada Vélez, senador antioqueño asesinado el 21 de mayo de 1990. Hay otro grupo de fotografías tomadas en el Olaya Herrera en las cuales aparecen, descendiendo de un avión Cheyenne, privado, el entonces representante a la Cámara Ernesto Lucena Quevedo, el precandidato liberal David Turbay y el ya fallecido William Jaramillo Gómez, ministro de Comunicaciones en aquella época.
En otras, una fiesta de disfraces, Pablo aparece serio contemplando a sus familiares caracterizando a la muerte, y en unas más, evocando el esplendor egipcio.
El Chino repasa esas imágenes y recuerda que se las entregaba a la esposa de Pablo o a alguno de sus secretarios. Jamás a él. “Fueron, dice, ocasiones únicas, como de un mundo irreal e irrepetible”, agrega.
Ese apogeo terminó. El Chino tiene actualmente un negocio, Mundo Imagen, del que deriva su sustento. Pero ya no es lo mismo. “A raíz de la fotografía digital y todo esto de los celulares, pues todo el que quiera ser fotógrafo lo puede ser. Entonces es muy escasa la gente o las casas de banquetes que cuentan con el trabajo de uno”, afirma.
Ahora vive en Aranjuez, un barrio popular de la comuna nororiental de la ciudad, con su mamá de 94 años, una hermana y seis perros recogidos de la calle a los que saca a pasear en la tarde por los alrededores de la parroquia San Cayetano.
Tiene una novia desde hace 60 años, con quien tuvo una hija, hoy de 38. Nunca han convivido en un mismo espacio.
No tiene rutina alguna, salvo sacar a los perros. “Me acuesto a la hora que me da la gana, y me levanto igual. Llego al centro de la ciudad y no sé lo que va a pasar porque me gusta tomar aguardiente y sé cómo empiezo, pero no cómo acabo”, cuenta.
La última vez que vio a Pablo Escobar fue el 24 de febrero de 1989, en la hacienda Nápoles. Ese día Juan Pablo, el hijo mayor del capo, cumplía 12 años y era su fiesta.
Jiménez cuenta que esa vez alcanzó a tomar una de sus fotos predilectas. A medianoche Escobar aparece al lado de su madre, Hermilda, cabizbajo, con un coctel espumoso servido y un plato sin probar sobre la mesa.
A mediados de ese año fueron asesinados en Medellín el coronel Valdemar Franklin Quintero, entonces comandante de la Policía de Antioquia, y en Soacha, el precandidato presidencial por el Partido Liberal Luis Carlos Galán.
Tras intentos de negociación y múltiples secuestros y asesinatos selectivos de jueces y funcionarios públicos, el cartel de Medellín, con Escobar al mando y ya en la clandestinidad, declaró la guerra total contra el Estado.
Jiménez piensa que ese instante congelado, la mirada abismada y perdida de Escobar, era el presagio terrible de la ola de violencia que desataría y lo llevaría a su muerte tiroteado por el Bloque de Búsqueda en un tejado de una residencia en el barrio Los Pinos, en el occidente de la ciudad, a los 44 años, el 2 de diciembre de 1993.