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No siempre un asteroide provoca una extinción, ni siquiera depende de lo grande que sea.
Desde que en 1981 se publicó la teoría que explica cómo desaparecieron los dinosaurios, la humanidad tiene tan claro el peligro que representan los meteoritos que la NASA ensaya estos días si puede desviarlos.
Pero no siempre un asteroide provoca una extinción, ni siquiera depende de lo grande que sea. Puede que la clave esté en el suelo contra el que choca.
La Sociedad Geológica de Londres, la más antigua del mundo en su disciplina, publica este mes en su revista un trabajo de dos investigadores del Instituto Volcanológico de las españolas islas Canarias (Matthew James Pankhurst y Beverley Claire Coldwell) y uno de la Universidad de Liverpool (Christopher Stevenson) sobre el papel que juega un mineral en concreto, el feldespato potásico (Kfr), en los procesos de extinción ocasionados por meteoritos en el pasado de la Tierra.
Los autores recuerdan que, por el momento, solo hay dos impactos de meteoritos contra la Tierra a los que con carácter general la ciencia reconoce el hecho de haber desencadenado extinciones masivas en los últimos 600 millones de años: el de Chicxulub, en México, al que se atribuye la gran extinción del Cretácico, ocurrida hace 66 millones de años, y el de Acraman, Australia, hace 580 millones de años.
El más reciente de esos dos cataclismos dejó un cráter en la península de Yucatán de 85 kilómetros de diámetros, mientras que el anterior, en las montañas australianas, formó otro de 51 kilómetros.
"Eso ha creado la impresión de que si un tipo específico de impacto de meteorito puede provocar cambios a escala global, se requiere que tenga un tamaño extremo", señalan los investigadores, porque el mecanismo de extinción que activa esos fenómenos es el del "invierno del impacto", el periodo en el que la enorme cantidad de polvo proyectada por el choque bloquea la luz del sol, detiene la fotosíntesis de las plantas y cambia el clima del planeta.
Sin embargo, apuntan, si eso fuera así, tendría que haber una correlación casi inmediata en términos geológicos entre el choque del meteorito y la extinción masiva de seres vivos, porque los inviernos posimpacto son fenómenos pasajeros que duran generalmente menos de un año, aunque la capa de escombros dispersados por todo el planeta pueda perdurar muchos siglos.
Este estudio analiza 33 impactos de meteoritos contra la Tierra ocurridos en tiempos en los que esta ya albergaba vida, incluidos los once a los que, con mayor o menor aceptación, se les atribuye el haber puesto en marcha procesos de extinción masiva en el planeta.
Y su conclusión muestra que no es el tamaño del asteroide lo que determinó que su choque contra el planeta diera lugar a una extinción. De hecho, han encontrado que algunos impactos de meteoritos enormes coincidieron en momentos relativamente estables para la vida, entre ellos el cuarto en tamaño en todo el registro geológico: el que formó hace 215 millones de años el lago Manicouagan, en Canadá, con 48 kilómetros de diámetro.
En cambio, impactos más pequeños aparecen en el registro geológico en momentos en los que se aprecia un vuelco ecológico en el planeta.
Estos tres investigadores destacan que hay un elemento que se repite en todos los impactos asociados a procesos de extinción masiva en los últimos 600 millones de años: en las capas de polvo que depositaron abunda el feldespato potásico, un mineral inofensivo por lo general, pero que suspendido en la atmósfera, donde es raro encontrarlo en condiciones normales, cambia las propiedades de las nubes: reduce la proporción de radiación solar que reflejan, lo que a su vez calienta el clima y potencia el efecto invernadero.
Y esa constatación les lleva a proponer como modelo que son los meteoritos que impactan contra suelos ricos en feldespato potásico los que tienen capacidad de desestabilizar el clima a escala global, cambiar las condiciones para la vida en la Tierra y activar procesos de extinción masivos.