El viejo fantasma de los muros acecha de nuevo a Europa. Tres décadas después de la caída del muro de Berlín, resurge un polémico debate: ¿Debe la Unión Europea levantar vallas y alambradas para proteger sus fronteras exteriores? La realidad es que ya lo está haciendo -en los últimos ocho años los Estados miembros han construido más de 1.700 kilómetros de murallas- aunque no para protegerse de tanques o soldados, sino de migrantes y refugiados. Pero la clave ahora es quién lo paga, si los fondos europeos deben financiar las barreras de cemento, acero y cuchillas, como ya financian la compra de radares o drones. La discusión es agria, pero las conclusiones de la última cita del Consejo Europeo, el pasado 9 de febrero, sugieren que los partidarios de la mano dura también ganan terreno en este debate.
La Comisión Europea, y países como España o Alemania, se resisten a que el dinero comunitario sirva para levantar más muros, creen que hay herramientas más efectivas para frenar la inmigración irregular. Pero el bloque a favor, con el grupo de Visegrado a la cabeza -República Checa, Polonia, Eslovaquia y Hungría- y el respaldo de Italia, Grecia y Austria, recurre a la lógica doméstica: hay que construir puertas para poder cerrarlas. En el fondo, el asunto es mucho más trascendente. Se trata de hacia dónde se dirige Europa ante el desafío migratorio, presente y futuro, y de si va a seguir endureciendo sus políticas para abordarlo. De momento, todo apunta a que sí.
La tentación de dividir el mundo en parcelas de tierra y mar nunca ha dejado de estar presente en la Unión Europea, que se ha construido eliminando fronteras internas mientras fortificaba las externas.
Las barreras físicas protegen parte de la frontera exterior europea desde hace décadas. Las de Ceuta (1993) y Melilla (1996) fueron de las primeras, pero se han multiplicado hasta cubrir más de 2.000 kilómetros. Bulgaria, por ejemplo, el país más pobre de la Unión, mantiene una valla que cubre el 98% de su frontera con Turquía. La crisis de los refugiados de 2015, con la llegada de más de un millón de personas que huían, sobre todo, de la guerra de Siria, justificó un nuevo ímpetu en construir muros para frenar a quien intentaba entrar en el continente. Las vallas se multiplicaron en Hungría, Letonia, Eslovenia, Austria y hasta en Francia.
Años después, con los flujos migratorios en cuotas relativamente bajas, Europa vio cómo socios y vecinos explotaban la inmigración como arma para desestabilizar el continente y reclamar concesiones. Ocurrió en 2020 cuando Turquía abrió fronteras y amenazó con la llegada de millones de refugiados o cuando Marruecos dejó que más de 10.000 personas se colasen en Ceuta en mayo de 2021. El último episodio, bautizado en términos bélicos como “amenaza híbrida”, se vivió en el verano y otoño de 2021, cuando Bielorrusia promovió la entrada de decenas de miles de personas en Polonia, Lituania y Letonia. La respuesta fue construir o ampliar nuevos muros de cientos de kilómetros entre los tres países y Bielorrusia. Ahora, la guerra en Ucrania ha resucitado los temores de algunos países a que Moscú añada la inmigración como arma contra Europa. Finlandia, el país con la frontera más extensa con Rusia, ya ha anunciado sus planes de construir una valla que lo separe del país soviético.
La Unión Europea no duda en invertir grandes sumas de dinero para frenar los flujos migratorios y sirven como ejemplo los 6.700 millones de euros que la Comisión ha destinado para la gestión de fronteras desde 2021 a 2027. Pero hasta ahora, pagar muros de acero coronados con concertinas era un tema tabú.
La directiva europea es ambigua y, aunque varias fuentes comunitarias consideran que no habría impedimento legal para hacerlo, la Comisión no quiere. El pasado 9 de febrero, la presidenta del Ejecutivo europeo, Ursula von der Leyen, volvió a insistir en que lo que se necesita es un “enfoque integrado” que implique la movilización -y refuerzo, ahí donde sea necesario- de Frontex, la agencia europea de fronteras, así como la financiación de infraestructura móvil y estática como torres con equipo de vigilancia o vehículos. Habla de infraestructuras, pero no de “muros” o “vallas” y se le tuerce el gesto cada vez que se los mencionan, como se pudo ver durante el último Consejo Europeo.
Los muros, en cualquier caso, ya están dividendo ideológicamente a Europa. Von der Leyen diverge de las tesis de su familia política, el Partido Popular Europeo (PPE), uno de los principales partidarios de desempolvar el debate sobre las vallas.
Las tesis de quienes se oponen a apostar por los muros son similares: son caros, dividen y no solo no impiden que las personas los traspasen, sino que promueven la creación de nuevas rutas, más largas, más costosas y más peligrosas, con dos claros ganadores, las empresas que los construyen y los traficantes que los sortean.
“Los muros y las barreras rara vez funcionan tan bien. Generan agravio e ira para los migrantes y brindan falsas esperanzas a las comunidades locales”, afirma Klaus Dodds, profesor de Geopolítica de la universidad londinense Royal Holloway y autor del libro Border Wars: The conflicts of tomorrow (Guerras fronterizas: los conflictos del futuro), aún sin traducción al español.
Gil Arias, exdirector ejecutivo de Frontex, también se declara un “escéptico” de las vallas. “Los obstáculos físicos nunca han tenido un efecto disuasorio radical. Ya lo hemos visto en Ceuta y Melilla a lo largo de estos años; si tienen la necesidad de saltar, lo hacen aun a riesgo de morir como ocurrió el 24 de junio en Melilla”, mantiene. Arias apuesta por que las fronteras se defiendan con Inteligencia y no con concertinas.
Los muros tienen también implicaciones directas en el respeto de los derechos y la dignidad de los migrantes y en su capacidad para pedir asilo. “Las vallas no distinguen entre personas que tienen derecho a pedir asilo o no”, lamenta Ainhoa Delas, investigadora del Centre Delàs, una entidad de análisis de paz, seguridad, defensa y armamentismo.
En base a El País de Madrid