Murió Fernando Botero, el pintor y escultor colombiano más grande de todos los tiempos

Botero, considerado "uno de los más grandes artistas de Colombia y del mundo", falleció este viernes a los 91 años. Su obra visitó varias veces Uruguay, entre 1998 y 2018.

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Fernando Botero
Fernando Botero
Foto: EFE/Alfredo Aldai

Con base en El País de Madrid
Era el artista colombiano más universal, el pintor de su tierra más famoso del mundo. El que hizo grabar, aún en el imaginario de aquellos que no conocían su nombre y su impronta, las siluetas curvas y redondas que marcaron su obra, que fueron su sello. Fernando Botero, que además de pintar era escultor y dibujante, murió este viernes en su casa en el principado de Mónaco, donde se recuperaba después de haber sufrido una neumonía que lo mantuvo internado hasta el jueves. Tenía 91 años.

Ha muerto Fernando Botero, el pintor de nuestras tradiciones y defectos, el pintor de nuestras virtudes. El pintor de nuestra violencia y de la paz. De la paloma mil veces desechada y mil veces puesta en su trono”, escribió en sus redes sociales el presidente colombiano Gustavo Petro.

El maestro Botero, nacido en 1932 en Medellín —ciudad que declaró siete días de duelo tras conocerse la noticia—, fue un autodidacta en todo el sentido de la palabra. “El arte debe producir placer, cierta tendencia a un sentimiento positivo”, afirmaba en 2019 en una entrevista al diario El País de Madrid. “Pero yo he pintado cosas dramáticas. Siempre he buscado coherencia, estética, pero he pintado la violencia, la tortura, la pasión de Cristo… Hay un placer distinto en la pintura dramática, la pintura misma. El gozo mayor de la pintura, la belleza, no pone a reñir lo dramático y lo placentero”, decía.

Por ese tiempo, con ocasión del documental Botero: una mirada íntima a la vida y obra del maestro, su hija Lina lo definía así: “Es la historia inspiradora de una persona que empezó de la nada y que lo único que tenía claro era su vocación artística, su capacidad de trabajo, su pasión por lo que estaba haciendo. Todo eso le permitió salir adelante y nadar muchas veces contra las corrientes predominantes en el mundo del arte”.

El documental es una suerte de gran retrospectiva con un acceso inédito al artista, su familia y su intimidad. Dedicó más de 70 años a su obra, entre esculturas, óleos, pasteles, acuarelas y dibujos. Aquí se lo vio en el Monfic 2019.

La primera vez que la obra de Fernando Botero llegó a Uruguay fue hace 25 años. Entre el 24 de setiembre y el 15 de noviembre de 1998, una vasta exposición tomó las paredes del Museo Nacional de Artes Visuales con gigantes cuadros de vibrante paleta, dibujos en blanco y negro y esculturas.

Su trabajo regresó en 2013, cuando una serie de 50 de sus dibujos, ejecutados en diferentes técnicas, fue exhibida en el Museo Blanes del Prado; para entonces, su popularidad había crecido, sus “gordas” eran cada vez más famosas en el gran público y la convocatoria de la muestra fue abundante.

Lo último que se pudo ver en salas locales llegó en 2018. Piezas de Botero fueron parte de Trilogía: Colombia, México, Uruguay - Colección SURA - MNAV, una muestra que incluyó obras de Frida Kahlo, Diego Rivera y de decenas de artistas de los tres países. Ese mismo año, su trabajo integró la exposición Maestros latinoamericanos de Galería Sur de Punta del Este.

El largo camino de Botero tuvo numerosas escalas. De orígenes muy humildes, su carrera comenzó como ilustrador del periódico El Colombiano a finales de los años cuarenta. Muy temprano se reconoció como heredero de Piero della Francesca, y la génesis de su estilo inconfundible llegó a los 25 años, con el boceto de una mandolina que insinuaba su sentido de la monumentalidad.

Considerado desde hace mucho como uno de los mejores artistas vivos, la fama y popularidad que había adquirido con sus pinturas de colores luminosos se acrecentó en los noventa cuando sus enormes esculturas de bronce comenzaron a ser exhibidas en las principales capitales del mundo. Un estilo que nunca abandonó, ni siquiera cuando dedicó una etapa a las torturas de la prisión de Abu Ghraib, en Irak.

Uno de los pasajes más reveladores de aquel documental se dedica a la etapa de Botero en Nueva York, laboratorio de la vanguardia contemporánea, a donde llegó con 200 dólares en el bolsillo en los sesenta. Cuenta que en algún momento de esos años difíciles solo le quedaban 27 dólares en su cuenta de ahorros.

Ante las cámaras, dos de sus hijos, Lina y Juan Carlos —un reconocido escritor—, abren un depósito en la Gran Manzana que permaneció sellado por décadas. Allí descubren cartas, bocetos y pinturas que dan cuenta de las búsquedas y luchas de ese artista treintañero que nadaba en contra de las corrientes de su tiempo. Se sentía incomprendido, pero escribía instrucciones para darse ánimo, orientarse y depurar la maestría en su técnica. En esos tiempos predominaba el arte abstracto, el expresionismo abstracto y el pop art, pero el colombiano ya había escogido su derrotero en una dirección opuesta. Las voces críticas lo acompañaron a lo largo de una carrera extraordinaria.

Fernando Botero. Foto: Opera Gallery
La obra de Botero. Foto: Archivo

En los setenta se mudó a París, y allí lo alcanzó la mayor de las tragedias. Vio morir a los cuatro años a Pedro, hijo de su segundo matrimonio, en un accidente.

El propio Botero perdió parte de su mano derecha, por varios meses no pudo pintar y tuvo que hacer terapia física. Se encerró en su estudio a recrear una y otra vez el rostro de Pedrito. Esa serie incluye “Pedrito a caballo”, que se encuentra en el Museo de Antioquía, donde junto al pequeño se observa una casa de muñecas con dos figuras vestidas de luto asomadas por las diminutas ventanas. Son sus padres.

A pesar de haber vivido en México, Nueva York, Mónaco o París, Botero nunca perdió de vista su país. Los recuerdos de su infancia, del mundo de la Medellín de los años treinta y cuarenta, inspiraron buena parte de su obra. Lo acompañó la convicción de que el arte, cuanto más local, más universal. En el inicio de este siglo, donó la totalidad de su colección de arte a Colombia, una decisión que llegó a considerar la más importante y satisfactoria de su vida.

Además de las obras exhibidas en los museos en Bogotá y Medellín, otra de sus esculturas es quizás el mayor testimonio de la transformación de esta última, capital de la provincia de Antioquía, y del terror que sufrió en tiempos del narcoterrorismo de finales del siglo pasado. Cuando una bomba destrozó la paloma con su firma que se exhibía en una plaza de la ciudad —con un saldo de 26 muertos y un centenar de heridos—, Botero pidió que no la reconstruyeran.

Quedó como un monumento desfigurado, y al lado hizo otra paloma como homenaje a la paz. Así sigue hoy en día. La guerra y la paz de Colombia en su artista más universal.

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