CLAUDIO FANTINI
El fantasma del terrorismo sobrevuela Nueva York. Allí se intentó, por primera vez, perpetrar un golpe genocida, pero las explosiones en el subsuelo del World Trade Center no alcanzaron para derribar los rascacielos. El objetivo se logró tiempo después, usando aviones. Y cuando las torres gemelas se hundieron en el vientre de Manhattan, quedó claro que se trataba de enemigos de la sociedad abierta. Por eso la golpean en su máximo símbolo de cosmopolitismo liberal.
La "Patriot Act", restando libertades públicas y derechos individuales para dar más injerencia a los aparatos de inteligencia estatal, fue un triunfo contundente del atentado del 11-S. Además, el extremismo de la administración Bush le regaló a los terroristas el unilateralismo belicista y ese agujero negro para la juridicidad que es Guantánamo; políticas que dañaron más la imagen y las instituciones de EE.UU. que las fuerzas de ese enemigo espectral que había perpetrado el golpe exterminador.
No es el único terrorismo que sufren los norteamericanos. En 1995, Timothy McVeigh voló el edificio federal Murrah, de Oklahoma, para vengar la muerte de los sectarios davidianos en Waco. La masacre evidenció que las milicias ultraconservadoras que odian al gobierno federal constituyen un peligro infinitamente mayor al que se suponía.
Desde entonces se tiene en cuenta el "homegrown terrorism" (la violencia de origen endógeno), actualmente un riesgo acrecentado por la inflamación del discurso ultraderechista desde la asunción de Obama, y el irresponsable deslizamiento hacia posiciones extremas de dirigentes republicanos. Por caso Sarah Palin con su "Tea Party", así como John McCain, que abandonó su proverbial centrismo para apoyar en Arkansas una ley infectada de intolerancia racial y étnica.
No obstante, el coche-bomba desactivado en Times Square lleva el sello del jihadismo ultraislamista. No sólo porque quien compró, cargó y estacionó la Nissan Pathfinder nació y creció en Pakistán, país al que viajó varias veces y al que se había embarcado cuando lo detuvieron, sino porque el blanco era Nueva York.
El "homegrown terrorism" apunta a los edificios públicos porque simbolizan el gobierno; mientras que el fanatismo religioso apunta a la sociedad abierta, buscando blancos civiles en espacios que representen el espíritu liberal y la comunidad plural. Eso es precisamente Broadway, con su acumulación de teatros y sus veredas desprejuiciadas.
Ahora bien, el terrorismo endógeno de la extrema derecha y el jihadismo ultraislamista tienen algo en común: la ansiedad por producir acontecimientos que desestabilicen la gestión de Obama. Por razones diferentes, ambos prefieren gobiernos ideologizados como el del tándem Bush-Cheney. En particular el jihadismo, cuya fuerza es inversamente proporcional al predicamento de EE.UU. en el mundo. Y la imagen norteamericana se recupera, desde que el joven dirigente negro ocupa el despacho Oval.