Redacción El País
El fundador de WikiLeaks, Julian Assange, recuperó ayer su libertad tras un acuerdo con el Departamento de Justicia de Estados Unidos. El programador, de 52 años, fue acusado de publicar unos 700.000 documentos confidenciales relacionados con actividades militares y diplomáticas de Estados Unidos a partir de 2010. Entre esos cables, había documentos de la embajada norteamericana en Uruguay que El País publicó en 2011.
Assange estaba recluido en una prisión de alta seguridad en Londres desde 2019, después de pasar siete años en calidad de refugiado en la embajada de Ecuador en la capital británica para evitar su extradición a Suecia por cargos de agresión sexual que luego fueron retirados.
En marzo de 2011, poco más de un año antes de que Assange se refugiara en la embajada ecuatoriana, El País publicó algunos de “Los cables secretos sobre Uruguay”, una serie de documentos de la embajada de Estados Unidos en Montevideo filtrados por WikiLeaks. Se trataba de documentos elaborados desde 2004; un total de 345 informes que figuraban entre los 251.287 cables del Pentágono filtrados por el sitio en noviembre de 2010.
Martín Aguirre, director de la Redacción de El País, viajó entonces a Londres para recibir los documentos de manos del propio Assange. “El clima de la reunión, que se prolongó por unos 20 minutos, fue distendido y amable, aunque dominado por el inevitable hecho de que al día siguiente una corte londinense iba a determinar su posible extradición a Suecia por una acusación de violación sexual”, contó Aguirre en la edición del 3 de marzo de 2011. A continuación, su crónica completa:
“Llamadas enigmáticas, mensajes cifrados, el viaje a Inglaterra y la cita con un contacto desconocido. Parecía una novela de espionaje, pero era real. Y allí estaba, cara a cara con el hombre del momento, Julian Assange, el cerebro detrás de la polémica organización WikiLeaks.
Eran las siete de la tarde en un club de corresponsales de guerra en Londres. Hacía cinco horas que había arribado a la capital del Reino Unido y en ese club, según las precisas instrucciones recibidas en una llamada telefónica de origen desconocido, y a minutos de salir de la terminal de Heathrow, haría contacto con gente de WikiLeaks. El escenario parecía a propósito para un encuentro así. Fotografías de periodistas muertos en conflictos, una imagen del Ayatollah Khomeini, recuerdos de las coberturas bélicas, como una cámara de video con un impacto de bala.
Lo único que sabía era que debía esperar a un hombre de remera beige, pelo largo, campera verde. Parecía de película. Casi demasiado, pensé, riéndome de estar en la tierra de James Bond. El contacto llegó y me saludó en perfecto español. De pronto me di cuenta que desde el fondo de la sala, sentado en una mesa, un hombre de unos 40 años y pelo blanco observaba la escena. Reconocí de inmediato el rostro de Julian Assange, el motivo por el cual había llegado hasta allí.
Todo había comenzado un mes atrás, cuando al diario había llegado, sin demasiadas pretensiones, un correo de un hombre que se decía integrante de WikiLeaks y que preguntaba si El País estaría interesado en recibir una información importante. Nada menos que los cables secretos emitidos por la embajada de Estados Unidos en Uruguay desde el año 2004.
La única condición que ponía nuestro contacto era que un periodista del diario debía viajar a Londres para recibir el material en mano propia. Según afirmaba, su grupo prefería el contacto personal, y no confiaba en los sistemas electrónicos para intercambio de archivos. El planteo parecía un tanto absurdo en los tiempos que corren, y el sujeto no atinaba a darnos referencias concretas sobre su efectiva pertenencia a la organización que en ese momento ocupaba todos los titulares del mundo.
Pero para cualquiera que tenga un mínimo de instinto periodístico, la recompensa era demasiado seductora como para rechazarla.
Pasadas varias semanas de tratar el tema con notorio escepticismo llegó la confirmación. Los colegas de un diario peruano nos ratificaban que la historia era cierta, y que ellos estaban en el mismo camino.
Antes de 48 horas iba en un avión rumbo a Londres, sin terminar de creer demasiado en la verosimilitud de la situación. Sensación de la que sólo logré salir del todo cuando ya instalado en lo que se supone son las oficinas centrales de WikiLeaks vi entrar al propio Assange, sonriente, y con la mano extendida.
En persona, el hombre que ha ocupado las noticias del mundo por meses parece más joven y menos solemne que en las fotos. El clima de la reunión, que se prolongó por unos 20 minutos, fue distendido y amable, aunque dominado por el inevitable hecho de que al día siguiente una corte londinense iba a determinar su posible extradición a Suecia por una acusación de violencia sexual.
Assange hizo gala de un saludable humor negro, bromeó con que posiblemente esa fuera su última cena, y mostró con cierto orgullo la tobillera electrónica que asegura a la justicia británica que no vaya a escapar a sus obligaciones legales.
Las referencias a Uruguay fueron pocas en esos minutos de charla. Tampoco había voluntad ni ambiente para entrevistas en serio.
Tan solo el agradecimiento por el viaje, la firma del convenio por parte de ambos, y algunos comentarios sobre la inquietud de su entorno acerca de su seguridad personal y por la posibilidad de que algún día cercano pudiera terminar vistiendo el mameluco naranja de Guantánamo.
Sí dio la impresión en la charla de ser una persona con las cosas más claras, más serio, que el clima general un tanto ingenuo del entorno que lo rodea en las oficinas británicas de WikiLeaks. Unas oficinas que, ubicadas en una modesta y típica casa londinense, parecen más una residencia de estudiantes que el cuartel general de la organización que ha puesto de cabeza a la principal potencia del mundo.
Libros desparramados por el piso, un par de computadoras Mac, un mapa planetario y un póster de película pegados en una pared.
Assange comentó sobre las deudas millonarias que acumula en costos de abogados, y sobre la seriedad de la persecución de la que se siente objeto por parte de Estados Unidos. De nuevo,
la impresión que causó su abordaje de esos complejos temas legales fue de una persona solvente, bien asesorada, no un loquito en busca de figuración.
En ese momento una joven de unos 30 años que lo acompañaba, de notorio peso en el grupo, puso amablemente fin a la charla, Assange saludó y se retiró a su habitación en el segundo piso de la misma casa donde funciona la oficina.
Y yo, todavía asimilando lo extraño de la experiencia, comenzaba el largo viaje de regreso a Uruguay”, finaliza Aguirre.
Tres ediciones de El País se destacaron entonces. La del 3 de marzo de 2011, cuyo título principal fue “EE.UU. investigó si el entorno de Vázquez almacenaba armas iraníes”; la del día siguiente: “Gargano era ‘intratable’ y estaba aislado en el gobierno” sobre la situación del excanciller Reinaldo Gargano; y la del 5 de marzo: “Puñaladas por la espalda”, con los informes de la embajada sobre las trabas que pusieron Argentina y Brasil en 2006 para que Uruguay no firmara un TLC con Estados Unidos.