Leopoldo Parada, profesor de Derecho Tributario en el King's College de Londres
A mediados de enero del presente año, el gobierno de los Estados Unidos, bajo la administración de Donald J. Trump, remeció nuevamente al mundo anunciando el retiro oficial de las negociaciones respecto al llamado ‘acuerdo fiscal internacional’. Este acuerdo, promovido por la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE) en el seno del marco inclusivo, incluye lo relativo a la implementación de una tasa de impuesto corporativo mínima a nivel global con el propósito de reducir la competencia fiscal entre Estados. Esto es, el ya conocido Impuesto Mínimo Global o Pilar 2.
A pesar de que el anuncio de la administración de Trump ha sorprendido al mundo fiscal, o al menos a una parte de él, no deja de ser predecible. De hecho, ya se venía anunciando desde la campaña del Make America Great Again que todo aquello que oliese a compromiso internacional sería borrado de la agenda Trump. Se planteó respecto a la participación de los EE.UU. en la OTAN (Organización del Tratado del Atlántico Norte) y de otros acuerdos internacionales como el Acuerdo de Paris o la Organización Mundial de la Salud (OMS), y ahora simplemente se materializa con respecto al impuesto mínimo global de la OCDE. ¿Por qué nos sigue sorprendiendo entonces? Por una razón muy simple: carece de toda lógica económica.
Si nos adentramos en la legislación americana, nos daremos cuenta de que, aunque no existe un ‘impuesto mínimo’ tal y como lo propone la OCDE, existen normas domésticas que emulan un resultado bastante parecido. De hecho, las normas de GILTI y CAMT (por sus siglas en inglés) actúan como una especie de impuesto mínimo, gravando lo que no se ha gravado suficientemente fuera de los EE.UU.
Por lo tanto, si seguimos una lógica económica clásica de costo-beneficio, el costo real que para los EE.UU. implica el hecho de negociar e implementar un ‘impuesto mínimo global’ —ahora bajo los parámetros de la OCDE— parece se muy bajo. Así, al menos, lo deben haber entendido las administraciones anteriores a Trump, las que, aunque contrarias a la posición política de éste, nunca dejaron de dar preferencia a los intereses nacionales por sobre los intereses globales en materia de política fiscal. Sin embargo, entendían que el costo de participar era menor si sólo se trataba de coordinar la legislación nacional al nuevo orden global.
Es precisamente la falta de lógica económica la que ha llevado a la administración de Trump no solamente a retirarse de las negociaciones conducentes a un impuesto mínimo global, sino que a desafiar con la imposición de tarifas comerciales a los Estados que decidan poner en práctica el impuesto mínimo, afectando a empresas multinacionales americanas. Aun cuando, nuevamente en contra de toda lógica económica, la imposición de tarifas comerciales conlleve en el mediano plazo a un alza de precios en diversos productos extranjeros importados a los EE.UU. y, muy probablemente, a una inflación generalizada.
No obstante, ni la predictibilidad ni la falta de lógica económica de la administración de Trump reducen el desafío de adaptarse a este nuevo escenario, especialmente para los países en desarrollo en Latinoamérica. Y, en este sentido, las opciones son variadas, aunque yo las resumiría en dos.
La primera es una posición más conservadora o de reacción, que consistiría en esperar a ver qué hace Europa. Después de todo, son los europeos los que tienen el ‘mate hirviendo’ con una directiva aprobada desde 2022, que es ley para todos los Estados Miembros de la Unión. En este sentido, si los europeos deciden darle una pausa a su Directiva, o bien extender el plazo para aplicar la norma de pago subrogado (UTPR), convendría no apurarse en implementar el impuesto mínimo global ahora mismo. A fin de cuentas, Latinoamérica sigue siendo un buen destino para la inversión americana.
La segunda opción es más bien activa, y consistiría en implementar el impuesto mínimo global con un sentido estratégico. Es decir, por una parte, se forma parte del nuevo orden global, reduciendo los costos reputacionales asociados a la no participación.
Por la otra, se anticipa la revisión de la legislación interna reduciendo incentivos fiscales innecesarios, acomodando otros, y creando nuevos incentivos, tanto fiscales como no fiscales, que permitan reforzar las ventajas competitivas domésticas. Lo anterior no significa que el impuesto mínimo deba aplicarse sin límites aumentando el riesgo de tarifas desde EE. UU. Por el contrario, una visión estratégica implicaría, entre otras cosas, aplicar las normas de manera contingente, es decir, permitiendo la no aplicación para los casos de entidades cuya inversión provenga de países que no aplican el impuesto mínimo, como sería el caso de los EE. UU. No existe nada en las normas de la OCDE que prohíba dicha posibilidad.
Finalmente, no se debe olvidar que cualquiera de estas opciones debe considerarse individualmente y de acuerdo con la realidad política y económica del Estado de que se trate. Después de todo, las fórmulas mágicas no existen, mucho menos cuando se trata de adaptarse al “impredeciblemente predecible” escenario de guerra comercial en el que el que el país de norte nos tiene sumergidos.
¿El fin del “Global Tax Deal”?
Carlos Loaiza Keel, abogado tributario y corporativo
Comenzamos un nuevo año de Consultor Tributario retomando uno de los temas de mayor vigencia en la arena de la tributación internacional: el Impuesto Mínimo Global (o GloBE, en su acrónimo en inglés), su evolución a nivel mundial en el corto plazo y la estrategia que un país periférico como es el caso de Uruguay debería seguir ante este curso de acontecimientos.
Pero comenzamos por lo primero, pues para definir una buena estrategia es preciso tener un conocimiento y análisis acabados del estado de situación actual, y para eso hemos invitado a nuestro buen amigo Leopoldo Parada, quien es profesor de Derecho Tributario en el King’s College de Londres y también trabaja como asesor de política fiscal para diferentes gobiernos y organizaciones internacionales a nivel global.
Como bien indica Leopoldo, el anuncio de la administración del presidente estadounidense Donald Trump de interrumpir las negociaciones en el llamado “Global Tax Deal” sorprendió al mundo fiscal, aunque no deja ser predecible. Y la razón de esa sorpresa, señala también con buen tino Leopoldo, es que carece de toda lógica, como luego se encarga de explicar con enorme claridad en su columna.
Lo que cabe agregar sobre eso es que en muchas medidas de la nueva administración esa lógica económica no es evidente, al menos si se basa en evidencia empírica. Pero la lógica sí existe y es otra: una lógica transaccional, que define la biografía e historia de Trump en el mundo de los negocios. Básicamente, cada medida busca ser un golpe de efecto para dar lugar a una renegociación de términos o cambiar el balance de poder en una negociación en curso. Y éste es el caso, a mis ojos; algo que un país como Uruguay debe tomar nota.
Con su nueva posición, Estados Unidos llama necesariamente a la mesa de negociación a la UE y países OCDE que ya han avanzado en la implementación del GloBE. Lo hace además con buen timing, porque muchas empresas europeas comienzan a poner en duda la conveniencia de avanzar tanto en este sentido, ante la perspectiva de que muchas de sus multinacionales decidan mover sus matrices precisamente a países como Estados Unidos. Al final, la percepción de que el “exceso de regulación” hace perder competitividad, instalada en ámbitos como el desarrollo de la Inteligencia Artificial, gana ahora terreno en el ámbito fiscal. Un capítulo más, en definitiva, de la competencia fiscal mundial.