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HISTORIAS nicolás lauber Néstor Ganduglia. Foto: Leonardo Mainé A lo largo de sus 30 años de actividad, Néstor Ganduglia ha recopilado más de 200 relatos mágicos uruguayos, y otros 1.500 del resto del mundo. Muchos han sido plasmados en sus libros Historias mágicas del Uruguay interior, País de magias escondidas, e Historias de Montevideo mágico y también las ha contado en programas de televisión como protagonista o invitado. Ahora Ganduglia -quien es psicólogo, psicólogo social y magister en Educación Popular- editó Historias bajo la historia (Planeta, 750 pesos), donde reúne más de 60 relatos que pasan por el rey Nabucodonosor, Luis XIV, Mansa Musa y Napoleón. Como para acompañar la salida del libro, Ganduglia compartió tres leyendas con El País. Las cuenta él mismo. Néstor Ganduglia. Foto: Leonardo Mainé 1 "Hace unos años charlaba sobre apariciones, casas encantadas y luces malas con la peonada de una estancia no muy lejos de Guichón, un pueblo grande de Paysandú. Los muchachos me dijeron que fuera hasta un lugar donde sale luz mala. Fuimos, paramos en una lomita cerca y me mostraron un cimiento y un pedazo de pared de un rancho, nada más. Uno me dijo: ‘si se para acá de tardecita y no se acerca, a lo mejor puede ver cómo de ese rancho sale una lucecita, da vueltas hasta que sale el primer rayo de sol y desaparece'. '¿Y de quién sería ese rancho?', pregunté. ‘Todo el mundo le llama El rancho de la Melchora, pero si va por el pueblo averigua algo más’. Fui y resulto ser de Melchora Cuenca. Para la mayoría el nombre no dice nada, pero debería. Era índia guaraní, lancera de primera línea en el Ejército de la Independencia y por lejos la mujer más importante en toda la historia de José Artigas. Lo conoció en el Ayuí, se casaron, tuvieron dos hijos y cuando Artigas se fue al Paraguay, ella decidió quedarse. El primer gobierno de la República le ofreció una pensioncita. Ella no la quiso y se dedicó a vender la ropa que hacía por las calles del pueblo. A mí me encanta que la lucecita de doña Melchora siga dando vueltas por el rancho. Es como si esperara que alguna madrugada le diéramos el lugar que se merece en la historia. Por esto me interesan las historias mágicas: destapan lo que la historia decide barrer bajo la alfombra”. Néstor Ganduglia. Foto: Leonardo Mainé 2 "En Piedras Coloradas, un pueblito en Paysandú, conocí un policía. Me dijo que hace unos años él y otros dos estaban en un puesto de campaña. La oscuridad era tremenda y la linterna estaba sin pilas, así que lo único que podían hacer era tomar mate y vigilar con el oído. De repente uno de los muchachos hace un gesto para que escuchen. Se oía un llanto de mujer y un grito pidiendo auxilio. Buscaron por el pasto y encontraron a una mujer. Estaba flaca hasta el espanto, tenía el pelo pegoteado, la cara manchada y la ropa hecha jirones. Tenía un susto tan grande que mientras la llevaban al puesto, seguía pidiendo ayuda. En el puesto vieron que tenía una expresión de miedo tan grande que ni ellos se animaban a preguntarle qué pasó. Supieron que se llamaba Angélica, su marido era Fernando Morón y la quería matar. Habían discutido y nunca pasó más que una paliza, pero esta vez cuando ella se fue, escuchó dos disparos. Si volvía, la iba a matar. El sargento ordenó al agente que notificara mientras él y otro visitaban al sinvergüenza. Aún en la oscuridad de la noche se notaba que el rancho estaba en un estado espantoso. Gritaron pero nadie contestó. Salieron del rancho abandonado y vieron luz a un par de cuadras. Llegaron a la casa de un vecino que los atendió. Le informaron que tomara recaudos porque había un tal Fernando Morón, armado y peligroso. El vecino se agarró la cabeza y dijo: “está de vuelta por el pago. No se lo veía desde la tragedia”. Cuando vio que lo miraban con cara de no entender nada, siguió: “el de la mujer, pobre, creo que se llamaba Angélica. Ligaba golpizas y la última vez no tuvo tanta suerte, y mientras ella escapaba, él le tiró dos balazos en la espalda. Cuando llegó la policía ya se había escapado”. El sargento dijo: “llegamos tarde” y volvieron al puesto. Antes de llegar salió el agente y les dijo que la mujer se había pelado. Desapareció en el aire. El parte de aquel movió el asunto y días después lo encontraron con otro nombre, trabajando de peón en una estancia. Dicen que todavía está preso y seguro que cada tanto se pregunta quién habrá revuelto aquel avispero después de tantos años”. Néstor Ganduglia. Foto: Leonardo Mainé 3 "Esta historia es del barrio Peñarol y un gurí que se llamaba Fermín. Tenía seis hermanos y vivía con su madre que había quedado sola cuando se fue su marido. El Fermín, por entonces de nueve años tuvo que aprender el oficio de buscavidas. Barría la vereda, hacía mandados o acomodaba un galpón a cambio de unas monedas. Los domingos jugaba al fútbol en el barrio. En eso estaba cuando un vecino pasa por la canchita rumbo a su casa. En la mitad del camino paró en seco al escuchar una voz de tango. No le costó encontrar a los gurises, y a Fermín cantando. Lo felicitó y se lo llevó a su casa, su mujer no le iba a creer. Ella también quedó encantada. Desde esa mañana, Fermín supo que tenía un oficio nuevo: cantante. Los vecinos desparramaron por el barrio la habilidad del botija que se empezó a hacer conocido como Gardelito. Se volvió un personaje entrañable. Un domingo, gritaron “Gardelito”, pero no apareció. Causó extrañeza pero no alarma. Pero esa noche, su madre preguntaba, sin suerte, si habían visto al Fermín. La policía tampoco lo encontró. Desde entonces, Fermín, de 10 años pasó a ser un cartel más en la seccional. Semanas después la señora de la farmacia cerró la cortina y arrancó para su casa. En el camino escuchó esa voz que conocía bien. Al otro día se lo contó a sus clientes hasta que le avisaron que en la casa no había aparecido. Dos gurises escucharon la voz cantante, después un señor y de a poco el barrio se convenció que algunas noches, Gardelito cantaba por la zona. La mayoría señalaba “la casa del loco” que estaba abandonada y era de las pocas que tenía un aljibe en la puerta. Parece que vieron a la madre preguntando dónde se escuchaba la voz de su chiquilín, y alguien la vio tapándose los ojos y señalando la boca del aljibe. El barrio se convenció que Gardelito cantaba desde el aljibe. El Peteco tenía una novia pero no estaba convencido que fuera la mujer de su vida, y le hizo una prueba. Fueron al aljibe y le pidió que pusiera la cabeza en el pozo a escuchar. La muchacha se quedó un ratito, se levantó, miró al Peteco y le dijo que no había escuchado nada. Ese mismo día la dejó. Después comentó: “si no tiene la sensibilidad para escuchar la voz del Gardelito cantando, no es la mujer de mi vida”. Yo también hago el esfuerzo, y si bien nunca metí la cabeza en el pozo, estoy seguro que el Gardelito sigue regalándole una melodía a sus vecinos como hizo durante tanto tiempo”.