La recta final de la campaña tiene a los candidatos exhaustos y a los ciudadanos saturados. En esa vorágine conviene tener en cuenta antecedentes; la vida política tiene continuidades. Repasemos.
La base de legitimidad de un gobierno está en los votos. Es decir: una concordancia explícita y contabilizada entre una propuesta política y una respuesta electoral. En una democracia esto es así y es respetado por todos, tanto por el partido que ganó las elecciones como por los partidos que perdieron.
Pero hay otra especie de legitimidad, o si se quiere es la misma, pero ya no manifestada en una contabilidad numérica sino en los discursos políticos y el imaginario colectivo. El partido que gana la elección es el que tuvo más votos, sí, pero los tuvo en razón de una sintonía o un enganche positivo y vigoroso entre la propuesta política electoral y algo sustantivo (expectativa, convicción) operando en la entraña de la sociedad. En otras palabras -y rechazando la hipótesis de un engaño absoluto y total- gana las elecciones y adquiere legitimidad el partido que en el momento de las elecciones ha interpretado bien (o mejor que los otros) la circunstancia y las peculiaridades que vive el país y las aspiraciones de la mayoría de sus habitantes. Por más excelente que técnicamente pueda considerarse una propuesta política, si no tiene un engarce con la sociedad no llegará a gobierno ni a ningún lado.
En esta gramática política o según estos presupuestos planteados ¿cómo se lee o se discierne el tono sustancial del discurso político que logró coincidencia con algo que efectivamente estaba presente en la conciencia nacional y dio lugar a la pasada victoria electoral y a la legitimidad del actual gobierno? Esta es la pregunta.
El gobierno actual es un gobierno de coalición, pero quien convocó fue el Partido Nacional. Por consiguiente hay que buscar en la propuesta del Partido Nacional esa coincidencia con el Uruguay. A grandes rasgos lo que propuso el Partido Nacional, la invitación que fue bien interpretada y aceptada, se puede condensar en dos cosas.
Por un lado está la disposición a encarar, de manera efectiva y sin cálculos menores, aquellas tareas necesarias que todos los gobiernos anteriores reconocieron como necesarias pero que ninguno se animó a acometer: reforma de la seguridad social, de la enseñanza, de la ubicación internacional del país (abrir la reja del Mercosur), garantizar la libertad de trabajo (ocupaciones)… y a lo largo de esa línea.
Por otro lado -o lo mismo desde otro lenguaje- este gobierno mostró que no quería una vuelta atrás; y eso gustó a muchos uruguayos. Escribí acá mismo en febrero: “El Partido Nacional ganó las elecciones pasadas porque mostró claramente una propuesta (o un designio) de no volver atrás. A ningún atrás. Ni al Uruguay frentista de ayer ni al Uruguay del Herrerismo gobernante de hace treinta años, aunque ese gobierno haya sido muy bueno”.
Hay muchos problemas cotidianos que llenan la agenda pero detrás de todo eso está la letra grande, el llamado que inspiró la retórica electoral que trajo aquella victoria: abrir camino, no hacia otro Uruguay, un Uruguay sin pasado, y sin raíces: sino al Uruguay de siempre pero más libre, más suelto, más osado… y más alegre. De eso se trata. Ese fue el convite, esa sigue siendo la tarea.