"Sobre su mente y su cuerpo, solo cada individuo es soberano”.
John Stuart Mill, 1859
La primera vez que tuve que atender a una paciente transgénero me sentí desconcertada. Era una señora de unos cincuenta años y la recepcionista me había advertido que “antes era un hombre”.
No sabía si ella me iba a revelar su condición o esperaba que yo le preguntara. Ninguna de las dos lo mencionó y no logré establecer una relación de confianza.
Con el tiempo estudié más el tema y ahora sé que lo adecuado es dirigir la conversación para que el paciente me lo cuente y si no lo hace, preguntarle.
Es necesario, además del motivo por el cual consulta en ese momento, saber cuándo salió del closet, cuándo inició su transición, qué tratamientos ha recibido y cuáles recibe ahora.
Aunque hay abundantes evidencias de que existieron en todos los tiempos, el término “transgénero” no se acuñó hasta la década de 1960 y se generalizó en los 90. En este siglo la identidad trans fue reconocida por la academia.
La Asociación Americana de Psiquiatría (APA) no la considera una enfermedad. En el pasado figuraba como “Trastorno de identidad de género”, pero ahora fue suprimido y las personas trans son consideradas mentalmente sanas.
Si los padres, amigos y la sociedad no aceptan su condición, la persona desarrollará lo que se denomina “Disforia de género”.
Ese término designa una profunda sensación de incomodidad y aflicción que puede ocurrir cuando su sexo biológico no coincide con su identidad de género. Esa disforia puede conducir al suicidio.
No todas las personas trans padecen disforia de género. Algunas logran vivir una vida normal y desarrollarse como cualquier ser humano que es aceptados tal cual es.
La expresión “cambio de sexo” no es adecuada. Ni el sexo físico ni el mental pueden cambiarse. El mental es el que predomina y la persona hará lo posible por adoptar su apariencia al género con el cual se percibe.
La ayuda del médico es imprescindible, ya que de lo contrario su desesperación los llevará a infligirse un daño grave al ingerir o inyectarse sustancias dañinas.
El emperador romano Heliogábalo se vestía de mujer, usaba joyas y perfumes y pedía que se lo tratara de “ella”. Rechazado y estigmatizado, fue asesinado a los 18 años y arrojado al Tíber.
Juana de Arco fue condenada a la hoguera por el obispo Pierre Cauchon por la herejía de vestirse de hombre, usar el pelo corto, llevar armas y pelear en la guerra. Sus cenizas fueron esparcidas en el río para que nadie las guardara como reliquias.
A la escritora Aurore Dupin no le fue tan mal. Causó bastante escándalo en la sociedad del siglo XIX por usar vestimenta masculina y fumar en público, pero sus libros tuvieron tanto éxito que fue admirada por sus contemporáneos. Vivió una vida larga, libre y feliz. Incluso cambió su nombre por uno de varón: George Sand.
Una mujer trans es una mujer, un hombre trans es un hombre. Usar el pronombre erróneo es más que una descortesía, es una expresión de ignorancia o de odio.
Me resulta extraño que algunas personas crean seriamente que existe una suerte de conspiración para “convertir” a nuestros niños o jóvenes.
Eso es imposible. No se puede convencer a alguien que debe ser como nosotros queremos que sea y no como realmente es.
Las “terapias de reconversión” no funcionaron con los homosexuales y tampoco funcionan con los transgénero.
En 2018 se aprobó en Uruguay la ley trans y en estos años se han promulgado en varios países occidentales el derecho a la identidad sexual.
En contraste, varios países criminalizan a las personas transgénero incluso con castigos físicos: Irán, Gambia, Jordania, Sudán del Sur y varios más.
La aceptación de las personas transgénero es una causa liberal, que por cierto no proviene de países socialistas y mucho menos de las teocracias islámicas, sino de las democracias occidentales y sobre todo de los EE. UU.
Me resulta incompresible que algunos que levantan la bandera de la diversidad a la vez promuevan los regímenes colectivistas, autoritarios y transfóbicos.
Si les pregunto cómo pueden vivir en esa profunda contradicción, me dicen que intentar imponer la cultura occidental a esos países sería colonialismo.
No me convence ese argumento.