¿Acaso no matan a los caballos?

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ÁLVARO AHUNCHAIN
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Lo que me irrita sobre la reacción pública a la muerte del futbolista uruguayo Santiago García, es el énfasis que se pone en la salud mental como determinante del suicidio.

Muchos vivimos con nuestra depresión a cuestas, pero para algunos, ese peso se hace imposible de sobrellevar y conduce a este triste final. Simplificar la decisión de autoeliminarse por una debilidad psicológica me resulta de una frivolidad inexcusable. Es la moral hipócrita de muchos escribas de las redes sociales: soy tan inteligente y solidario, que denuncio desde mi pedestal que otros sufren y hay que ayudarlos.

En el caso del futbolista en cuestión, habría que determinar cuánta responsabilidad tiene su propia psicología y cuánta, en cambio, un sistema deportivo hiper comercializado y aplanador de autoestimas. De ahí la referencia del título elegido para esta columna. Es el de una novela publicada en 1935 por el estadounidense Horace McCoy, recientemente reeditada en nuestro país por Banda Oriental. Fue magistralmente llevada al cine en 1969, con dirección de Sidney Pollack, y conoció también una estupenda versión teatral montevideana hace pocos años, dirigida por Fernando Rodríguez Compare.

La anécdota es sencilla y realista: en tiempos de la Gran Depresión, muchos desocupados terminaban participando en humillantes “maratones de baile” que premiaban a las parejas con mayor resistencia, luego de danzar sin parar a través de horas, días y semanas. La metáfora es cristalina: refiere a una sociedad degradada de valores que obliga a sus integrantes a esfuerzos sobrehumanos para aspirar a un éxito reservado a unos pocos. En esa pista de baile que se ofrece al público como un espectáculo, los participantes tienen escasos segundos para comer frugalmente y seguir y seguir, corriendo y bailando sin parar. Algunos caen muertos, otros abandonan extenuados. La sociedad deshumanizada por una competitividad atroz no ampara a los caídos: los desecha, para que dejen espacio a nuevos participantes que diviertan al público que pagó la entrada.

La pregunta del título proviene de que la protagonista de la novela, forzada a abandonar la competencia, toma la decisión de pegarse un tiro pero no se atreve a apretar el gatillo. Un muchacho que la ama secretamente recuerda que en su propia niñez, le mostraron cómo había que sacrificar a los caballos de tiro cuando estos se quebraban una pata. Aplicando la misma lógica, no duda en apoyar el revólver en la sien de ella y disparar. Cuando el juez le pregunta por qué cometió ese crimen, responde secamente lo del título.

Uruguay ostenta un vergonzante récord de suicidios en proporción a la población, ocupando el primer lugar en los países de América Latina. Según un informe del MSP, en la última década las autoeliminaciones han venido creciendo, desde 550 en 2010 hasta 723 en 2019. Por esta causa mueren dos uruguayos por día, en otra pandemia silenciosa como la de los femicidios y los decesos por violencia en el deporte y accidentes de tránsito. Comparo intencionalmente estos tópicos, porque creo que están conectados entre sí y se originan en un mismo gen autodestructivo que parece identificarnos como nación.

Tal vez la muerte de Santiago García ponga de manifiesto como nunca los móviles sociológicos que rodean este drama, que no pasan solamente por la depresión de quienes los protagonizan, pero que bien la explican. La maquinaria de tonto exitismo, aceitada por rendimiento económico, que mueve al fútbol profesional, es un buen ejemplo de la degradación espiritual de nuestras sociedades. La prensa informó que un hincha de Peñarol se apersonó en la sede de Nacional a homenajear al futbolista, como si esto fuera un hecho extraordinario y digno de destaque. ¿Qué importancia tiene? ¿No es obvio que cualquier persona pueda expresar su dolor por la muerte trágica de otra, sin importar camisetas? La relevancia que se dio a la noticia, destacando al hincha poco menos que como un héroe, es indicativa del nivel de fanatismo pueril con que los uruguayos vivimos el fútbol profesional, como si se tratara de una batalla entre enemigos y las treguas fueran dignas de aplauso emocionado.

Esa misma mitificación imbécil es la que genera la depresión de un deportista a quien retiran del espectáculo, como a los bailarines de la novela de McCoy. Es la misma conspiración grupal que empuja al suicidio a los niños que sufren bullying en los centros educativos.

Por despreciar la ética y la espiritualidad, tanto en su faz religiosa como en la de formación y divulgación artística, se termina valorando a las personas en función de su productividad. Caballos de tiro que solo merecen vivir si tienen las cuatro patas bien sanas.

Esta falencia no tiene nada que ver con la salud mental de la víctima: está en todos nosotros. Consciente o inconscientemente, alimentamos una sociedad de descarte, frívola y deshumanizada. Y cuando cae un inocente, en lugar de reflexionar sobre las causas profundas de la tragedia, la convertimos en un titular con gancho que generará más clics. Y que siga el baile.

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