Apocalipsis progre

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ÁLVARO AHUNCHAIN
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La noticia, publicada originalmente por el diario argentino La Nación, era de un tremendismo tal que auguraba una rectificación.

Finalmente un cable de la agencia de noticias EFE fechado el 7 de febrero, dejó en claro que el gobierno holandés no se dispone a distribuir una pastilla de veneno entre los mayores de 70 años que deseen dejar de vivir, como se había anunciado.

Sin embargo, la idea existe desde hace décadas en Holanda, que fue uno de los primeros países del mundo en legalizar la eutanasia, al punto que una investigación revela un alto porcentaje de holandeses dispuestos a incorporarla, y un partido “progresista” que integra la coalición gobernante la está reflotando, felizmente en minoría.

Al aparecer este debate, inmediatamente pensé en la pieza “Cuando pases sobre mi tumba”, de mi admirado amigo Sergio Blanco. Tensando una poética de lo macabro, el autor se proyecta en un personaje que llega a una clínica de suicidios asistidos, situada en Suiza. Grande fue mi sorpresa cuando descubrí que esa institución existe en realidad y que ya ha facilitado la autoeliminación de cientos, tal vez miles de personas, y lo sigue haciendo. No solo se trata de gente que padece enfermedades terminales o situaciones de dolor insoportable. También están los depresivos, seres físicamente sanos que sin embargo manifiestan estar cansados de la vida.

Ahora los holandeses “progresistas” retoman la iniciativa, bajo el argumento de que los ancianos deben tener derecho a decidir en qué momento morir.

En lugar de velar por la salud física y psicológica de las personas, o proveer los cuidados paliativos que lleven al desenlace natural con el menor sufrimiento posible, estos jinetes del apocalipsis progre naturalizan el suicidio.

Me consta que en la aceptación de la eutanasia hay un territorio gris. Conozco gente que prefiere morir antes que vivir el tormento de una enfermedad terminal. No soy quién para cuestionar esa personalísima decisión, aunque está claro que la alternativa que eligen estas personas no es ni un alivio ni un reposo, sino que cambian sufrimiento por extinción, la vida por la nada.

También hay un gran componente de hipocresía en este debate, porque si bien en nuestro país la eutanasia está prohibida, la práctica médica autoriza a “sacar de ámbito” al paciente en su fase terminal. Ese eufemismo no significa otra cosa que dormirlo con sustancias anestésicas que aceleran su defunción. Y llegado a ese punto, el trámite ni siquiera depende del consentimiento del enfermo, sino que basta con el de sus familiares directos. Esa forma de eutanasia universal y admitida es llevada por este partido holandés a un paso más audaz: que la persona, en pleno uso de sus facultades, físicamente enferma o no, al optar por suicidarse reciba la aprobación del Estado y la asistencia de empresas legalmente instaladas.

Como pasa con otros temas, quienes nos oponemos a esta barbarie somos acusados de responder a móviles religiosos. Soy agnóstico, no adhiero a ninguna religión ni secta, pero me repugna siquiera imaginar un Estado indiferente ante la decisión desesperada de quien carece de la capacidad de ejercerla. Sumidos en una depresión, no elegimos libremente, sino que lo hacemos bajo el efecto de una disfunción psicológica que nubla nuestro raciocinio.

La libertad de elección de un suicida no es tal, está obliterada, contaminada por una condición depresiva que es responsabilidad del Estado corregir y curar.

La escritora Claudia Amengual estudió este tema a fondo, para escribir su imponente novela Más que una sombra. Ella cuenta que hay evidencias de que la víctima se arrepiente luego de haber atentado contra su integridad física: quienes se arrojan desde un piso muy alto de un edificio, en su caída, intentan aferrarse a lo que pueden, antes de impactar en el piso.

Si aceptamos esto, deberíamos también cuestionar la etiqueta de inutilidad que la sociedad cuelga del cuello de sus adultos mayores.

Un consumismo frívolo nos hace sostener que la vida solo es digna cuando somos productivos y que las personas que, por su edad avanzada o condición física o mental, deben dar un paso al costado de esa loca carrera, son un mero estorbo. La estúpida glorificación mediática del éxito material y la lozanía juvenil los empuja a sentirse una carga para sus familias.

Hans Ruesch narra en su célebre novela El país de las sombras largas, la costumbre de los esquimales viejos de apartarse del núcleo familiar, rumbo a una muerte voluntaria y silenciosa.

Es alarmante que todos los avances de Occidente no sean capaces de desterrar ese instinto de excluir al que no es funcional, esa falta de solidaridad hacia los eslabones más frágiles de la cadena, como se desecha un auto herrumbrado en el depósito de chatarra.

Por suerte existen hombres y mujeres jóvenes que protegen a sus viejos, que velan por ellos hasta que la muerte se los lleva, priorizando el amor filial sobre el egoísmo utilitario. Defendiendo el más importante de los derechos humanos.

El derecho a la vida.

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