Chernobyl, Wuhan y los enemigos del pueblo

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ÁLVARO AHUCNHAIN
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El primero en comparar la crisis del coronavirus con el desastre nuclear que debió enfrentar Gorbachov en 1986 fue Joshua Wong, un activista político estudiantil de 23 años.

En un tuit del 7 de febrero, expresó que “con el ocultamiento de la severidad de la pandemia mediante la fuerza y el miedo, China transformó la crisis en el Chernobyl del siglo XXI”.

Luego trascendieron comentarios similares en la prensa internacional.

John Sudworth, corresponsal de la BBC en Pekín, también habló del “Chernobyl de China”: “Los paralelismos en cuanto a los errores para transmitir las malas noticias hasta la cúspide de la cadena de mando y los incentivos para poner el interés de la estabilidad política en el corto plazo por encima de la seguridad del público, son más que evidentes”.

El economista y filósofo francés Guy Sorman fue más allá: “Un apparatchik chino de hoy, igual que uno soviético de ayer, solo progresa en la jerarquía promulgando boletines de victoria”.

Y todo esto se decía cuando aún no había trascendido lo que en estos últimos días publicó el Washington Post, la hipótesis de que el virus no habría salido del famoso mercado de Wuhan sino de un laboratorio de la ciudad.

Como expresa Mariano Caucino en Infobae, “de Chernobyl a Wuhan, los costos dramáticos derivados de la falta de transparencia en la información y la ausencia de prensa libre parecen volver a repetirse”.

El desastre soviético de 1986 se originó en un factor circunstancial (la inoperancia de un mando medio a cargo) y otro general (la construcción de esta y otras centrales con materiales inadecuados, que comprometían su seguridad). Ambos factores tienen en común que la falla fue humana, a diferencia de lo que ocurrió en 2011 en la central japonesa de Fukushima, donde se dio la combinación azarosa de un terremoto y un tsunami.

Pero tanto en Chernobyl como recientemente en Wuhan, las peores consecuencias de las crisis se dieron por la incapacidad de los gobiernos de admitirlas. Respecto al coronavirus, es bien conocido que Li Wenliang, el médico que detectó los primeros casos y advirtió a la comunidad científica, fue obligado a retractarse. Los habituales amigos del totalitarismo destacaron que el gobierno chino hizo construir un gran hospital en solo 10 días, pero nada dicen de su gestión intencionada de ocultamiento de la gravedad de los hechos.

No fue distinto lo que pasó en Chernobyl y al respecto vale la pena revisar la miniserie de HBO que se estrenó el año pasado. Registra de modo fidedigno los vaivenes de las autoridades soviéticas de la época, desde la minimización de la catástrofe hasta tardías medidas de evacuación, incapaces de impedir que la contaminación radiactiva afectara a miles y tal vez decenas de miles de personas. En ese contexto, la odisea vivida por el equipo de científicos que comandó Valeri Legásov es muy similar a la que padeció este año Li Wenliang: este último murió a causa del coronavirus y el primero terminó quitándose la vida, luego de perder los favores del régimen por haber denunciado las causas profundas de la catástrofe.

En su obra El enemigo del pueblo, Henrik Ibsen delata con precisión quirúrgica el calvario que sufren quienes desafían al sistema en la defensa de valores superiores. “Las aguas de este pueblo están contaminadas” denuncia el protagonista, convirtiéndose en motivo de escarnio de las autoridades, los medios de comunicación y las fuerzas vivas de la localidad, un balneario cuya prosperidad material dependía del turismo.

Lo interesante en Ibsen es que tales aguas contaminadas asumen a su vez un valor metafórico, porque al igual que estas, corre en forma subterránea una ética putrefacta que impide a la sociedad priorizar la salud sobre los intereses.

Legásov en Chernobyl y Wenliang en Wuhan fueron dos “enemigos del pueblo” que pagaron con sus vidas la defensa del bien público por encima de la burda propaganda totalitaria. Fueron además la punta del iceberg de terribles tendales de víctimas.

Hay una breve escena de la serie citada de HBO que define en forma magistral la tragedia del pueblo soviético, equiparable a la que sufren todas las naciones sometidas a dictaduras.

Una campesina pobre de más de 80 años está ordeñando su vaca y viene un soldado a obligarla a evacuar la zona, porque “hay radiación en el aire”.

La respuesta de la mujer, mientras sigue haciendo su trabajo, es de una contundencia feroz: “Cuando tenía 12 años llegó la revolución. Primero los soldados del zar. Después los bolcheviques. Pero nos quedamos. Después vino Stalin y su hambruna, el holomodor. Murieron mis padres y mis hermanas. Igual nos quedamos. Luego la guerra. Más soldados, más cadáveres. Mis hermanos nunca volvieron. Pero yo me quedé y sigo aquí. Después de todo lo que vi, ¿ahora tengo que irme por algo que no se puede ver? No”. El soldado le quita el balde y tira la leche. Ella vuelve a asirlo y sigue ordeñando. El soldado mata a la vaca de un tiro. Ella sigue sentada, inmóvil, esperando. Y en esa pequeña e inútil rebeldía, uno siente que está todo dicho.

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