Las discusiones sobre la conservación del patrimonio arquitectónico han tenido resultados dispares.
Solo por mencionar un ejemplo, quienes colocaron el cartel de demolición en la ex fábrica de alfombras Assimakos, de Avenida Italia y Mataojo, provocaron apenas un pequeño revuelo mediático. A la sordina, se inició la demolición y se liquidó todo en un fin de semana. En esos días se supo que el permiso para demoler no estaba concedido, pero como la multa era tan exigua, lo más práctico fue adelantarse a cualquier polémica y pagarla, después de que el desastre estuviera hecho.
Y allí brilló en su plenitud uno de los atributos más típicos de la idiosincracia nacional: la ética del “yo no fui” o del “a mí que me revisen”. Porque una vez consultados los responsables de las comisiones de patrimonio del MEC y la Intendencia, el argumento que esgrimieron fue que esa propiedad no estaba incluida en la lista de los bienes a preservar. No hubo muchas explicaciones de por qué no estaba, pero no estaba.
Con el Hotel San Rafael está pasando algo muy parecido. Aunque la Sociedad de Arquitectos, que se supone que es la corporación experta en este tema, opina que el bien no está en estado ruinoso, que perfectamente puede reformarse, y le reconoce un valor patrimonial de primera entidad, el hecho de que no integrara esa famosa y misteriosa “nómina” lo hace pasible de ser eliminado sin más trámite.
Y aquí, la ética del “yo no fui” cae en inconsistencias que serían graciosas si no se tradujeran en un atentado atroz contra un bien patrimonial cargado de historia.
Por un lado, el arquitecto Rafael Viñoly, responsable del nuevo proyecto, descalifica la obra de De los Campos, Puente y Tournier, porque supuestamente no responde con fidelidad al estilo Tudor. Por otro lado, en una decisión sorprendente, la Comisión de Patrimonio del MEC propone tirarlo abajo y rehacerlo tal cual (o con las “mejoras” de diseño a gusto de Viñoly). Una solución extrema que se ha aplicado a bienes patrimoniales europeos destruidos por los bombardeos de las guerras, se propone para un edificio que, aunque dañado, es perfectamente recuperable según los entendidos en la materia.
Si convenimos con ellos en que el hotel, tanto por su diseño como por la historia social y cultural que guardan sus viejas paredes, tiene valor patrimonial, demolerlo para replicarlo de cero es, en el mejor de los casos, una falta de respeto. El problema está en qué estatus asignamos a la arquitectura como creación humana. A nadie se le ocurriría tirar a la basura un Figari o un Espínola Gómez porque se manchó de humedad. Y menos aún, después de hacerlo, encargar a un habilidoso que lo pinte de nuevo, para volver a colgarlo en el museo. Las obras arquitectónicas parecen no tener la misma suerte. Primero se las deja deteriorar (lo mismo que ocurrió con el Cilindro) y después se pretende justificar su destrucción por el resultado de esa misma desidia.
El caso del San Rafael se agrava porque también harán desaparecen los murales del artista Norberto Berdía. La prensa informó en estos días que la Junta Departamental de Maldonado proponía “fotografiarlos” (sic). Bueno, después de todo, cuando la Intendencia y Antel implosionaron el Cilindro, convirtieron en polvo los murales de Beatriz Battione, Claudia Anselmi y Lala Severi, y eso no impidió que los ejecutores se abrazaran alborozados y los canales transmitieran la implosión en directo, como si hubiera sido el despegue de un cohete a la luna.
A los que defendemos los bienes patrimoniales de esta devastación, con los heroicos Willy Rey y Alfredo Ghierra a la cabeza, nos tratan de conservadores y enemigos del progreso. Nosotros, en cambio, nos preguntamos si el progreso debe pasar necesariamente por la destrucción del pasado o si en realidad tiene que asentarse en el reconocimiento a la cultura que nos legaron nuestros mayores. Si el progreso es empezar de cero, privando a las nuevas generaciones de los aportes estéticos de quienes nos antecedieron.
Cada vez que extinguimos un bien que posee valor patrimonial, estamos negando nuestra tradición e historia, quemando bibliotecas de Alejandría, bombardeando las Acrópolis que edificaron nuestros padres para dejarnos la herencia de su creatividad.
Pero eso nos pasa todo el tiempo en nuestra tardía posmodernidad yorugua. Alcanza con visitar el Parque de las Esculturas para ver la saña con que los vándalos de siempre reventaron el grupo escultórico de Silveira - Abbondanza y grafitearon con bobadas futboleras una maravillosa pieza de Atchugarry.
No tenemos internalizado que hay que proteger la cultura, porque todavía menospreciamos su importancia en la construcción de la convivencia. Y así nos va.