La dictadura cultural del mercado

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ÁLVARO AHUNCHAIN
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Sí, ya lo sé: este país está enfermo de estatismo.

Ya sé que quienes clamaban en defensa de la fantasmada de Pluna, porque supuestamente Uruguay debía tener una aerolínea de bandera, fueron desmentidos por la realidad: ningún pasajero quedó sin volar al liquidarse esa ficción que costó tantos millones de dólares a los contribuyentes. Lo mismo con las tarifas públicas y hasta con estas simpáticas pasantías que se cuentan de a cientos en los ministerios, cuya presupuestación a último momento es otro presente griego para el gobierno electo. Promover que el Estado meta las narices donde no debe y cuestionar la libertad de mercado, es repetir una receta que ha fracasado una y mil veces.

Hecha la aclaración, pregunto: ¿qué pasa cuando la cultura de un país queda en manos del libre juego de la oferta y la demanda?

La respuesta salió en un cable reproducido por El País de anteayer. Con la experiencia de que su película Joker se convirtió en la más taquillera de la historia entre el público adulto, la productora Warner Bros. se dispone a poner en práctica una iniciativa tan ambiciosa como aterradora: la de generar los contenidos de sus próximos filmes a partir de los datos de consumo que procesa la inteligencia artificial. Visto de cierta forma es comprensible: la industria del cine es un negocio de alto riesgo. Una recaudación insuficiente puede hacer perder a los inversores muchos millones de dólares. Y si disponen de una combinación de algoritmos que garanticen científicamente qué temas, conflictos y argumentos tienen mayor aceptación entre la gente, nada mejor que producir sobre seguro.

Pero si esto se aplica a rajatabla, no nos sorprendamos del pobre nivel del cine actual: los artistas cinematográficos que en otros tiempos crearon en Hollywood una obra maestra como Easy Rider (Busco mi destino), demostrando que el vía crucis de dos hippies en viaje por un país conservador y hostil podía ser un inesperado éxito de taquilla, ahora serán crecientemente sustituidos por creativos a la usanza publicitaria, dedicados a sacar el mejor jugo a los argumentos que reclama el público masivo. Y es que así funciona la cultura de mercado: las obras reflejan, ni más ni menos, lo que la gente pide y por lo que paga, con lo cual, sus parámetros de calidad dependen inevitablemente del nivel cultural y la capacidad intelectual de ese gran público.

Ya he escrito en esta columna sobre el éxito de esa buena película que es Joker, ahora a punto de llevarse unos cuantos premios Oscar.

Postula una Ciudad Gótica muy estadounidense donde los gobernantes son millonarios y seres despreciables, que se mofan de los pobres y los oprimen. Y donde los marginados se toman revancha, matándolos y rompiendo todo, con sus máscaras de payaso. Es un análisis simplista, que se presenta como profundo y justiciero; una obvia inversión de roles en la oposición igualmente pueril de superhéroes y villanos. Y es el reflejo de lo que el público masivo quiere consumir.

En estos días puede verse una comedia en Netflix muy ilustrativa de la degradación cultural e intelectual a que tiende la obediencia ciega a las leyes del mercado. Se titula Dolemite es mi nombre, y se basa en una historia real: un cómico norteamericano de cuarta que hacía reír armando versitos con malas palabras. En etapas sucesivas, la película muestra cómo a este personaje le cierran las puertas de clubes nocturnos, empresas discográficas y productoras de cine, por la pésima calidad de su trabajo. Pero en todos los casos, lo que él hace tiene tanto éxito, que los mismos que lo rechazaban por malo, terminan impulsándolo por afán de lucro.

¿Estoy planteando con esto estatizar la producción cultural? ¡Claro que no! Bienvenido el libre juego del mercado, en tanto existan instituciones, ya sea desde el Estado como desde las fundaciones privadas, que prioricen la calidad por sobre las ganancias. Que se preocupen por llevar a ese gran público, cuyas preferencias moldean el entretenimiento de masas, una cultura alternativa, que le demuestre que el humor puede y debe ser inteligente.

Una cultura que permita diferenciar la tonta parodia del evangelio que hace el grupo brasileño Porta dos Fundos de aquella inteligentísima película sobre el mismo tema, La vida de Brian de los Monty Python.

La impresionante producción artística del Renacimiento no floreció por generación espontánea: hubo mecenas detrás de los grandes artistas, para impulsarlos y promover sus obras. En nuestra tardía posmodernidad yorugua, quien reclama una cultura de calidad que emerja de tanta lumpenización es visto como un aristócrata, un elitista, un clasista.

Y quienes somos acusados de todo eso les respondemos: con su relativismo políticamente correcto, ustedes son responsables de una cultura que idiotiza y masifica, degradando la convivencia y menoscabando el ejercicio del poder ciudadano.

Una política cultural que oficie de contrapeso de las veleidades del mercado será tan promotora de equidad social como todo lo que se deberá hacer por la ya imprescindible reforma educativa.

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