Una interesante reseña realizada por Juan de Marsilio a dos ensayos del escritor argentino-español Jorge Alemán (ver El País Cultural del domingo pasado), vuelve a poner en debate viejos prejuicios.
En sus libros Capitalismo: crimen perfecto o emancipación y Pandemónium (notas sobre el desastre), Alemán cuestiona la supuesta inevitabilidad de este sistema económico: “El capitalismo no constituye una realidad eterna, necesaria y casi natural, en la cual la condición humana sería su realización o su último escalón”, propone. Como justificaciones de esa hipótesis, de Marsilio cita en su reseña fenómenos como “la crisis ecológica, así como también la alienación de esta sociedad en que vivimos, que invita al hombre a autoexprimirse día a día, en procura de un plus de goce, pero también de un plus de rendimiento, que le son más temprano que tarde inalcanzables y fatales”.
Algo de eso habíamos leído de un filósofo surcoreano que ha ganado notoriedad en los últimos años, Byung-Chul Han, uno de cuyos ejes de pensamiento es el concepto de “autoexplotación”: “Ahora uno se explota a sí mismo figurándose que se está realizando; es la pérfida lógica del neoliberalismo que culmina en el síndrome del trabajador quemado. Ya no hay contra quien dirigir la revolución, no hay otros de donde provenga la represión. (Es) la alienación de uno mismo”.
Rechazo estos argumentos: me parecen nacidos del prejuicio contra la cultura emprendedora, muy propio de algunos académicos que lo empollan al calorcito de sus salarios públicos.
Ese desprecio hacia quien trabaja denodadamente en su propio proyecto es, en cierta forma, una negación de los precursores que, con inventos y avances tecnológicos, hicieron invaluables aportaciones a la humanidad.
El escritor que sueña con una revolución imposible y detesta al emprendedor que se autoexplota, lo hace en una computadora, con un sistema operativo y un software que fueron inventados por gente que se autoexplotó para que hoy él pudiera escribir con mayor rapidez y eficiencia, sin aquellas pesadillas del liquid paper y los recorto y pego para insertar textos entre renglones ya escritos.
Claro que en ese camino de autoexigencia hay riesgos: trabajadores quemados, frustraciones, caídas y fracasos. Lo que no explican estos críticos es la alternativa: ¿multitudes dóciles, con rutina planificada por un Estado benefactor que les organiza la vida?
Es curioso, porque a pesar de ser intelectuales y, por ello, personas cultas que ejercen su sentido crítico, no logran desprenderse de viejos paradigmas heredados de una filosofía propia del siglo XIX, que respondió a problemáticas sociales ya superadas. Siguen atados a la dialéctica capitalismo-socialismo, negándose a admitir el rotundo fracaso de todos los experimentos históricos que postularon al segundo. Siguen incapaces de comprender que la verdadera dialéctica del presente es entre democracia y totalitarismo. Que la economía capitalista en una dictadura hace crecer al país pero oprime a la gente, mientras que la que se aplica en una democracia es siempre perfectible y evoluciona favorablemente, en la medida en que así lo impulsan los partidos políticos y movimientos sociales, que en ello inciden con plena libertad. Critican al capitalismo sin comprender que sus propios libros se difunden en el mundo gracias a un sistema de mercados abiertos, donde la política editorial no se regula por los gustos de un déspota sino por la libre demanda de los consumidores.
Tengo la sospecha de que pensadores como Alemán y Han son representativos de lo que podríamos llamar el canto del cisne de la utopía marxista.
Se sienten incapaces de renunciar a los paradigmas heredados y, en sus visiones críticas, continúan atados a prejuicios desmentidos por la realidad, que les impiden percibir los verdaderos peligros del presente. El sistema económico que tanto denigran fue el que salvó a la humanidad en esta pandemia, porque fueron los laboratorios multinacionales quienes invirtieron lo necesario para crear y producir vacunas masivamente en tiempo récord. Los emprendedores autoexplotados de los que tanto se compadecen son los científicos que vienen trabajando veinte horas por día para generar esas vacunas y nuevos medicamentos.
Son los programadores de software que se esfuerzan del mismo modo para crear sistemas de comunicación que sustituyan la presencialidad. Los docentes que trabajan sin descanso en adaptar sus contenidos educativos a la virtualidad. Los artistas que se vieron obligados a bajar del escenario pero imaginaron y concretaron nuevas vías para conectarse con el público.
Quien se autoatribuye la potestad de cuidar al trabajador para que no se frustre, suele olvidar que las personas adultas, debidamente educadas, tenemos la libertad de elegir qué hacer con nuestras vidas: desde autoexplotarnos para concretar un proyecto soñado hasta mudarnos a un rancho para vivir de la caza y de la pesca.
La otra opción es el mesianismo de un Estado todopoderoso, una fantasía que ya sabemos cómo termina.