Escolares perreando

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ÁLVARO AHUNCHAIN
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El 4 de diciembre, El Observador informó que familiares de escolares de Montevideo y Canelones se quejaron por la selección de canciones que cantan y bailan los niños en sus fiestas de fin de curso.

"Se imponen canciones con letras cargadas de misoginia, machismo, sexismo y discriminación, generalmente del género reguetón", denuncian en su misiva a la ANEP.

El organismo decidió intervenir en uno de los centros educativos señalados, aclarando que no serán identificados públicamente.

Ya es suficientemente grave que las maestras de algunas escuelas elijan música basura para compartir con sus alumnos. Y no la califico así solo porque promueva el sexismo. Es música que no resiste ni la más benevolente evaluación de calidad, compositivamente pobre y poéticamente estúpida.

Pero el relativismo cultural al uso en esta tardía posmodernidad yorugua hace que muchos callen esta verdad irrefutable. Lo políticamente correcto es lo que expresa el consejero de ANEP Pablo Caggiani, cuando es consultado por el mismo matutino: "Si determinadas expresiones culturales son parte de la sociedad, necesariamente van a estar presentes en el aula". Para Caggiani, los alumnos de sexto año pueden bailar una canción de Maluma que está de moda (el mismo estropicio estético que inauguró el Antel Arena), pero aclara que su mensaje sexista debe ser abordado en clase, "como problema". Con esto, Caggiani nos está diciendo dos cosas.

Por un lado, que el sistema no debe ejercer la potestad de elegir los productos artísticos que somete a los niños. Como si, usando el mismo criterio, se pudiera incorporar juguetes bélicos en las aulas, se reemplazaran los poemas de Juana de Ibarbourou por chistes verdes o se alimentara a los niños en los comedores escolares con comida grasienta. Por el otro, que la calidad de esos materiales no merece ser considerada; alcanza con hablar a los niños de lo malas que son las letras, después de que las cantaron y bailaron con alegría.

La prescindencia oficial sobre este tema es una señal de la inexistencia de una verdadera política cultural, que ejerza autoridad en separar la paja del trigo y acerque a los chiquilines expresiones artísticas que los enriquezcan y dignifiquen, en lugar de adocenarlos y embrutecerlos.

Los medios de comunicación de gestión privada están en su derecho de difundir música que responda a las demandas del mercado. Pero el Estado tiene la obligación de subir la vara: la escuela es el ámbito privilegiado donde equilibrar la balanza en favor de la calidad. Y el concepto de calidad puede ser subjetivo, claro, pero no es un chicle.

En una columna publicada en La Diaria, Bernarda Pereira revela el grado de desinterés social en el asunto: "algunos padres, madres y maestras responden con argumentos como: ¿Y qué van a bailar, si no? ¿El pericón?".

¿Y por qué no el Pericón? ¿Por qué no Rada o No te va gustar? ¿Lo divertido tiene que ser necesariamente chabacano? ¿No forma parte de la misión del sistema educativo afinar la capacidad de apreciación estética? Me hace gracia ver a tantos autodenominados izquierdistas despotricar contra el poder de las multinacionales de la música, y después someter a sus designios a los chiquilines que tienen la obligación de formar.

Esta es otra tarea del gobierno electo: reemplazar la irresponsable neutralidad cultural del Estado, por una política proactiva de trasmisión de valores éticos y estéticos.

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