Cada vez que veo a uruguayos notables lagrimear por las glorias de nuestro fútbol, pienso en lo mismo: ojalá se acordaran con la misma emoción de las glorias de nuestras artes y letras.
Ya sé que no se trata de caer en una falsa oposición, ni en desconocer que el fútbol, más que un deporte, es una seña de identidad cultural que debe respetarse. Lo que me gustaría es que los dirigentes políticos que sienten que homenajeando a un futbolista emiten un mensaje positivo para la sociedad, tengan en cuenta que los artistas también merecen reconocimientos.
Es verdad que el Ministerio de Educación trabaja desde hace años en este sentido, pero habría que repasar en los archivos cuántos homenajes ha ofrecido la Asamblea General a los creadores compatriotas, desde que Zorrilla de San Martín consagró a Juana de Ibarbourou como Juana de América, en 1929, en el Salón de los Pasos Perdidos.
En esta manía nostálgica que a uno le viene con los años, se pregunta qué quedó de aquel país orgulloso de sus artistas: si la reclusión autoimpuesta de Onetti en su cama madrileña no será acaso un símbolo del lugar que los creadores sienten que ocupan en nuestro imaginario popular.
La propuesta de un diputado colorado de rendir tributo al saliente director técnico de la selección de fútbol, habilitó todo tipo de polémicas. Algunos la abrazaron fervorosamente; otros la desacreditaron por ese exitismo tan estúpido del fútbol, que te convierte en héroe cuando ganás y en despreciable cuando perdés; otros armaron tremenda mezcolanza con las preferencias políticas del homenajeado.
De lo que pocos se han acordado es que el 7 de noviembre murió Gastón Ciarlo “Dino”, uno de los músicos más importantes del Uruguay del siglo XX, sin ningún homenaje y en una delicada situación económica, desde que aquel tornado en Dolores le arrancó literalmente su propia casa. Más desapercibida todavía pasó la muerte -dos días después- de Leonel Dárdano, uno de los artistas escénicos más importantes del país, director del prestigioso Teatro Eslabón de Canelones. El año pasado se nos fue también Alberto Restuccia, el padre de todas las vanguardias artísticas uruguayas. Murió solo, percibiendo una pensión graciable de quince mil pesos.
Y esta es una tara nacional de todos los tiempos, porque basta recordar los últimos años de ese músico legendario que fue Eduardo Mateo, fallecido en 1990 en casi indigencia, pero cuyas composiciones son objeto de estudio a nivel internacional e influyeron sobre una inmensa variedad de creadores latinoamericanos.
Ninguno tuvo, hasta donde yo sé, un homenaje de la Asamblea General. Esto no invalida que Tabárez reciba el suyo, claro está. La crítica no va dirigida hacia él, sino hacia quienes, desde el lugar de responsabilidad que implica una banca de legislador, miden con vara desigual a los representantes de nuestra cultura, según su popularidad y no de acuerdo con su aporte a la historia de las artes y las ideas.
Hay solo dos maneras de que los uruguayos reconozcamos a nuestros artistas: cuando reciben un premio internacional de prestigio (como pasa con los Cervantes de Ida Vitale y Cristina Peri Rossi) o cuando se mueren. “Qué espónsor, la muerte”, como decía Horacio Buscaglia. Lástima que entonces sea demasiado tarde para que reciban el afecto que tanto merecen.